Pregunta: Hola Fray Nelson. Dios me lo bendiga mucho. Una consulta: La línea Genealógica muy pocas personas pueden descubrirla de sus antepasados, viendo que en algún momento en esas diez generaciones, uno de ellos posiblemente nació fuera del matrimonio u otro motivo. Esta anatema (ofrenda, maldición), no perjudicaría en nada pedir a Dios que limpie el linaje familiar. Suficiente y basta con una oración para limpiar todo. Entonces: ¿Es bíblico, padre Nelson, confesar los pecados de nuestros ancestros? como dice en Sal. 106,6-7, Neh. 9,2-3, Dn. 9,5-6… Con mucho respeto y aprecio.
Responde Fray Nelson Medina, OP
La Iglesia nos enseña que en el pecado hay dos dimensiones, que se suelen llamar la «culpa» y la «pena.» En términos sencillos, la culpa es el daño o desfiguración que uno causa al propio ser, la propia alma, porque al escoger el mal es como si abrazáramos algo apestoso y venenoso: no es posible elegir el pecado sin quedar impregnados de su hedor y de su fealdad. Esa es la culpa; algo que uno lleva como «adentro.»
La pena en cambio, se refiere al aspecto externo, o sea, a las consecuencias, más o menos visibles, que a corto o largo plazo trae el haber obrado mal.
Un ejemplo sencillo de entender es del alcohólico. Su vicio deja unas consecuencias, por ejemplo, un hígado destrozado. Pero las «penas» que trae el pecado no se limitan a cosas físicas. El ser humano es corporal y espiritual a la vez, y la naturaleza del pecado afecta ante todo el alma. Por consiguiente, esos efectos, aunque sean más difíciles de señalar con el dedo, indudablemente repercuten en otras personas, empezando por la propia familia.
Lo que se hereda, entonces, no es la culpa sino la pena, y esto vale ante todo para el pecado original. Nosotros no nacemos con un veredicto de «culpable» pero sí nacemos afectados por consecuencias que vienen de la naturaleza herida por el pecado, la naturaleza que hemos heredado de los antecesores.
Se ve aquí la lógica que tienen las oraciones de sanación intergeneracional: no se trata de reconocerlo poderes prodigiosos al demonio sino de admitir que el pecado trae consecuencias, y esas consecuencias pueden ser de largo alcance.
Cuando la Biblia nos invita a orar por los pecados de nuestros antecesores, entonces, nos está invitando a tomar conciencia de ese efecto destructivo que se extiende desde un pasado que nos ha antecedido. Es una práctica sana, por supuesto, aunque hay que entenderla en su contexto, o sea, no como una acusación de culpa individual sino como una súplica para que Dios nos libre de miserias que otros cometieron pero que nos afectan a nosotros.
A la vez, debe quedar claro que el pecado del que hay que pedir ser liberados, ante todo, es el pecado personal, por dos razones:
1.- Primera: porque es la culpa propia la que finalmente determina el destino eterno de cada cual, y en ese sentido la Biblia nos habla de la responsabilidad personal, por ejemplo, en el profeta Ezequiel, capítulo 18.
2.- Segunda: los dolores o miserias que vengan del pasado no necesariamente son desgracia, porque si son asumidos como parte de una historia que enseña humildad, sabiduría y reconociliación lo que iba a ser destrucción se convierte en mérito. Pensemos en el caso de una persona que viene de una familia repleta de conflictos y que sin embargo se vuelve un instrumento de paz.
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