Recordemos, la gracia es aquella vida divina que, habitando en nuestra alma, nos torna hijos adoptivos de Dios. Hijo de Dios, en sentido amplio, es todo el mundo, incluso toda la Creación, entendiendo este sentido amplio como que son «hijos» todas las criaturas de Dios.
Pero ¿si ya todos eran hijos de Dios, incluso antes de la venida de Jesús, entonces porqué había y hay tanta maldad en los hombres? Porque en sentido estricto, no todos son hijos de Dios, sino aquellos en los que vive la gracia de Dios, gracia que se adquiere con el bautismo, se pierde con el pecado, y se recupera con la confesión.
Primero digamos con Santo Tomás que Dios está en toda criatura, incluso en los demonios y en las piedras que configuran el infierno material. Si no, ellas dejarían de existir:
«Dios está presente en todas las cosas por potencia, porque todo está sometido a su poder. Está por presencia, porque todo está patente y descubierto a sus ojos. Y está por esencia, porque actúa en todo como causa de su ser». (1)
Es decir, el orgullo del hombre -para sólo con este ejemplo mostrar la total dependencia de todo con el Creador- no es más que algo ridículo. Por potencia dependemos del Señor, porque Dios puede hacer con nosotros lo que quiera, incluso reducirnos a la nada, inclusive elevarnos hasta la mayor de las alturas, o hundirnos en la mayor de las miserias. Todo lo que es posible, Dios lo puede con nosotros. Por presencia está presente el Omnisciente en nos, porque Dios conoce todo el secreto de nuestros corazones, incluso antes de que allí aparezcan los secretos, sabe de nuestras intenciones, las buenas y las malas; ausculta la pureza o impureza de nuestros deseos, y por ahí mide la bondad o malicia de nuestros actos. Y por esencia, porque lo que somos no es sino una débil participación de una Idea divina, de su Esencia Divina, participación creada por amor, y mantenida por amor, porque si en algún momento Dios se «olvidase» de nuestra existencia, sencillamente desapareceríamos.
Pero no es esta existencia de Dios en nosotros -la de la potencia, presencia y esencia- la única que quiere el Creador; esta presencia existe en toda y cada criatura. Dios quiere habitar en nosotros con su gracia, de una manera muy especial. «Si alguien me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada», dice el Señor (Jn 14, 23). La existencia que Dios quiere en nosotros es la existencia de la gracia, esa existencia que sí nos hace, en sentido estricto, hijos de Dios.
Es aquella «presencia íntima de Dios, uno y trino, como Padre y como Amigo. Este es el hecho colosal que constituye la propia esencia de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma justificada por la gracia santificante y por la caridad sobrenatural. En el cristiano, la inhabitación equivale a la unión hipostática [unión entre la divinidad y la humanidad] en la persona de Cristo, si bien que no sea ella, sino sí la gracia santificante, la que nos constituye formalmente hijos adoptivos de Dios. La gracia santificante penetra y embebe formalmente nuestra alma, divinizándola. Pero la divina inhabitación es como la encarnación en nuestras almas de lo absolutamente divino: del propio ser de Dios tal como es en sí mismo, uno en esencia y trino en personas». (2)
En el alma en gracia de Dios, que no se reconoce por tanto en el pecado grave, Dios habita como amigo, como Padre, como que encarnándose en ella, haciendo de ella una morada permanente, divinizándola, dándole sus dones, su vida íntima.
Bien es cierto que adquirida la gracia de Dios, ella se pierde -y cuan comúnmente- por el pecado mortal. Podemos concluir de acuerdo a lo anterior, que la gracia se pierde porque el hombre no alimentó su unión con Dios mientras permanecía en gracia, sino que este vínculo se fue debilitando. Dios vivía como amigo en el alma de ese hombre, pero el hombre no respondía mucho a la amistad de su Divino Huésped; comenzó a escuchar la voz de sus malas inclinaciones, o la voz de satanás, hasta que un día decidió despedirlo prefiriendo el pecado.
Para recuperar o fortalecer la unión con Dios, está el recurso a la gracia. Está la recuperación de la gracia con la confesión; está el fortalecimiento de la gracia con todo los recursos que brinda la Iglesia, comenzando por la Eucaristía y demás sacramentos y siguiendo con la oración.
«Con la Encarnación, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, el mal sufrió su derrota definitiva, porque pasó a regir sobre la faz de la Tierra el régimen de la gracia. Fue este el medio determinado por la Sabiduría Divina para acabar con la vitalidad y el dinamismo del linaje de satanás, el cual, inconforme, hace de todo para vengarse; por eso la lucha entre el bien y el mal continúa sin tregua, hoy más que nunca». (3) Particularmente en el interior de cada uno de nosotros.
Con la Encarnación, y particularmente con la Pasión y Muerte de Cristo -que conmemoramos en estos días-, nació la Iglesia, su liturgia y sus sacramentos, por los que nos viene la gracia. Nació el reino de la Gracia, pues el Reino de Dios es el Reino de la Gracia, y estamos llamados a vivir en él.
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