Por: Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
La compasión es una virtud muy familiar, tan familiar que nos puede resultar difícil definirla.
Sentimos compasión ante un niño pordiosero, ante un anciano enfermo, ante la noticia de un secuestro, ante la soledad de una esposa o de un esposo abandonado.
Sentimos compasión a todas las edades: el niño percibe cuándo sus abuelos o sus padres están tristes y busca consolarlos. El joven siente pena al ver sufrir a quienes ama, o a personas que encuentra por la calle. El adulto capta y participa en el dolor de otros, niños, jóvenes o adultos. El anciano acoge con gratitud la compasión que recibe, y sabe también ofrecer su cercanía a quienes sufren a su lado.
Nos damos cuenta de que la compasión no se limita a un sentimiento. Va mucho más adentro, porque permite unirnos y participar, de corazón a corazón, con el sufrimiento de alguien, cercano o lejano, que tiene nuestra misma humanidad, que necesita la ayuda del consuelo.
Intentemos definir esta virtud. Compasión significa sufrir con el otro, participar en el dolor ajeno con el sentimiento y con una actitud del alma que nos lleva a acompañar, a consolar, a remediar los males de la persona hacia la que sentimos compasión.
Porque tenemos compasión, somos capaces de colocarnos en el lugar del otro y preguntarnos: ¿qué necesitaría, qué pediría yo si estuviese en esa situación? Si doy la respuesta justa, descubriré que tengo que ponerme a trabajar: el dolor físico o moral de alguien ha entrado en mi corazón y me impulsa a hacer algo para aliviar sus penas.
En el pasado (también en el presente) ha habido quienes consideraron la compasión como una virtud pobre, despreciables, para personas frágiles. Los estoicos, por ejemplo, creían que dejarse llevar por la compasión era un signo de debilidad, de flaqueza. Un autor estoico dijo que la misericordia era un defecto, y que tener compasión no era algo propio de los sabios. Kant tampoco apreciaba mucho la compasión, pues pensaba que un hombre se “rebajaba” si escogía actuar según un sentimiento de afecto hacia el otro en vez de seguir la férrea ley del deber.
Aristóteles, en cambio, apreciaba mucho la compasión: la veía como una virtud muy importante para la vida del ser humano. Señaló, además, uno de sus motivos más frecuentes: sentimos compasión hacia quien padece un mal penoso porque pensamos que también puede ocurrirnos algo parecido a nosotros o a nuestros familiares.
Junto a los filósofos, también las religiones hablan de esta virtud. Los cristianos basan la compasión en el ejemplo de Jesucristo, a quien ven lleno de ternura y de cariño hacia los enfermos, los pobres, los pecadores. Cristo mismo enseñó cómo vivir esta virtud con una parábola magnífica, la del Buen Samaritano, que encontramos en el capítulo 10 del evangelio de san Lucas.
En el camino de nuestra vida habremos encontrado personas compasivas. A muchos viene a la mente el ejemplo de la Madre Teresa de Calcuta. Ve a un hombre carcomido por la enfermedad y la pobreza. Siente el olor de su carne herida y sucia, percibe el peligro de un contagio, nota que la muerte llegará pronto.
Madre Teresa no se detenía al ver tanta miseria. Su compasión la llevaba a descubrir, bajo un manojo de carne y huesos, a un ser humano necesitado de ayuda, de cariño, de consuelo. Lo recogía de la calle, lo llevaba a un dispensario, lo abrazaba con ternura, lo curaba y nutría, lo acompañaba hasta la llegada de la muerte. Madre Teresa, como tantos miles y miles de hombres y mujeres de buena voluntad, era simplemente compasión en marcha.
En concreto, ¿cómo se vive la compasión? Hay que empezar en casa: percibir los dolores, problemas y angustias de quienes están a nuestro lado; acercarnos a ellos con una simpatía profunda que les permita sentirse acompañados y apoyados en sus dificultades.
Luego, hay que saber aplicar la compasión en el trabajo. Si uno tiene alguna responsabilidad directiva, buscará comprender a quienes tiene que dar órdenes. Si uno es un empleado, tratará a sus compañeros no sólo con respeto, sino con una intuición fina que sabe percibir si tienen necesidad de algo.
La compasión nos abre incluso más lejos: hacia los extraños. Ese niño que nos mira con ansiedad junto al semáforo. Esa anciana que tiene miedo de cruzar la calle si nadie la acompaña. Ese enfermo que está sólo en un hospital y que sentirá una dicha insuperable si tiene a alguien que le acaricie la mano y le hable al corazón…
Con un alma abierta y una voluntad decidida, la compasión nos llevará a ofrecer un poco de bondad y de dulzura a tantas personas que podemos encontrar a lo largo del camino de la vida.
¡Vence el mal con el bien!
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