Cada día empezamos a caminar. Prepararse, poner orden en la ropa y los libros, tomar algo de café, pan y mermelada, acomodarse la camisa, ajustarse bien los pantalones.
Luego, la salida a la oficina, la llegada, poner orden entre papeles o ficheros. Horas y horas para trabajar, entre saludos, mensajes por el móvil, miradas por la ventana, atención al reloj.
Llega el momento del regreso. Nuevas rutinas, despedidas, desplazamientos. Al final, las últimas noticias, los mensajes pendientes, el ruido de los vecinos, las farolas en la calle.
Las actividades se suceden. En muchas de ellas afrontamos metas pequeñas. Un trabajo concluido llena de satisfacción. Un asunto pendiente a veces se convierte en agobiante, sobre todo si otros esperan la respuesta.
Otras veces, las metas tienen más envergadura. Buscar un nuevo trabajo, tomar la decisión para el lugar de veraneo, aceptar o rechazar un préstamo complicado, encontrarse con un médico que impondrá una nueva terapia.
¿En qué momento podemos decir que ha terminado la carrera, que hemos llegado a la meta decisiva? Todas las opciones parecen paradas provisionales: sirven para un tiempo concreto, y luego nos lanzan a nuevos objetivos.
En el fondo de tantas decisiones, brilla confusamente la idea de una perfección completa, de un lugar para el descanso definitivo. Intuimos que eso no puede ocurrir en esta tierra, donde todo lo que llega al final termina y pasa.
Entonces, ¿habría una meta definitiva? ¿Será la muerte, que todo engulle, que borra deudas y deja pendientes amistades y promesas? ¿O hay que reconocer que existe un Dios Padre, un cielo eterno, un lugar de plenitud y dicha?
La perfección humana implica mirar más lejos de los mil avatares de nuestra existencia incierta. Porque solo tras la muerte es posible llegar a un lugar definitivo, de plenitud y dicha sin medida.
Vale, entonces, actuar ahora con la mirada puesta en esa meta definitiva. Lo demás, incluso lo que parece bello y agradable, quedará en el camino. Tras la frontera de la muerte inician, para quien ha sabido amar y pedir perdón, la plenitud y la dicha verdaderas.
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