En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
«Di con todas tus fuerzas, di al Señor: “Busco Tu rostro. Tu rostro busco, Señor”. Y ahora, Señor y Dios mío, enséñame dónde y cómo tengo que buscarte, dónde y cómo Te encontraré. Dios Altísimo, ¿qué hará este desterrado lejos de ti? Señor, escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Colma nuestros deseos y seremos felices. Sin ti todo es hastío y tristeza. Enséñanos a buscarte. Muéstrame Tu rostro, porque si Tú no me lo enseñas no puedo buscarte. Te buscaré deseándote. Te desearé buscándote. Amándote, Te encontraré. Encontrándote, Te amaré». (Fragmentos de una oración de san Anselmo)
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 13-17
En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del hombre, que bajó del cielo y está en el cielo. Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él”.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Puedo detenerme a meditar con ayuda de este pasaje dos ideas. La primera de ellas es contemplar que enviaste a tu Hijo para salvarme. No lo enviaste para condenar, sino para salvar. Y no «salvar» en general, sino «salvarme». Es por ti, Jesús, que puedo llegar al cielo, que puedo obtener la vida eterna. Fuiste Tú, con tu cruz, quien alcanzó para mí la salvación eterna.
«Jesús me ha salvado», puede ser ya una frase trillada, que ya no dice nada a mi vida. Sin embargo, meditándola encuentro la verdad más importante de mi existencia. Ya no estoy condenado a la muerte eterna, a separarme de ti para siempre. No. Estoy salvo. Y no por mis propios méritos, por mi trabajo o mi esfuerzo; no por mi cruz, sino por la tuya. Dame la gracia de valorar siempre más el don de mi salvación y corresponder a los méritos de tu Pasión y muerte con mi amor y fidelidad.
La segunda idea es que enviaste a tu Hijo no para condenar. Lo enviaste para salvar, es decir, para enseñar, para corregir, para mostrar, para prevenir. Puede ser, Señor, que a veces tengo en mi vida una imagen tuya parecida a la de un juez, un juez muy a las medidas humanas: vigilante, vengativo, justiciero, incomprensivo. Sin embargo, este pasaje me habla de un Padre, un padre que envía a su Hijo.
No enviaste, Dios mío, un testigo, un juez, un acusador. Enviaste un Hijo, para que pudiera descubrirte como Padre, antes que como juez. Un Hijo que también me alcanza la filiación divina haciéndome su hermano. Un hermano que pone todos los medios posibles, incluso una cruz, para que yo, su hermano menor, pueda llegar a gozar eternamente de un Padre que me ama, y no de un juez que me condena. ¿Qué sentido tendría ir al cielo eternamente a «disfrutar» de alguien a quien no se conoce, no se ama, sino que se teme, a un juez? Pero si es un Padre, un Hermano al que ya se conoce y al que se le ama… entonces, creo, Señor, que sí vale la pena.
«No obstante los hombres hubieron incumplido más de una vez la alianza, Dios, en vez de abandonarles, ha estrechado con ellos un nuevo vínculo, en la sangre de Jesús -el vínculo de la nueva y eterna alianza- un vínculo que nada podrá romper nunca».
(Ángelus de S.S. Francisco, 15 de marzo de 2015).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Me esforzaré por hacer con atención la señal de la cruz siempre que me vaya a signar o persignar como el mejor recuerdo de mi salvación.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
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