Aquella tarde dos discípulos van de Jerusalén a Emaús, a pocas horas de camino de la Ciudad Santa, van tristes, bajo el peso de la mayor de las decepciones: el Maestro acaba de ser crucificado como un malhechor, y ahora todos los suyos se dispersaban sin saber donde ir. Si el único que tenía palabras de vida eterna había muerto, ¿qué iba a ser de ellos?
Desesperanza
Andaban -eran dos, un tal Cleofás y otro- contándose entre sí una y otra vez todo aquel desastre, el fin de la gran esperanza. Sin duda se han equivocado, Jesús debió ser profeta, pero no el Mesías.
Los de Emaús son una muestra muy clara del estado de ánimo de la mayoría el día de la resurrección. Han perdido la esperanza y se vuelven a sus casas, porque su fe era insuficiente. Están tristes, como desencantados. Cuando en aquel terrible Viernes, Jesús en vez de subir al trono de David, fue levantado sobre la cruz, sintieron sus discípulos el derrumbamiento de gran parte de sus esperanzas. Carecían entonces de la fe para pensar en las promesas de Jesús acerca de su resurrección.
Unidos a Cristo
Sin embargo, su fe no se desmoronó por completo. Habían visto con claridad meridiana el dedo de Dios en la vida y en las obras de Jesús. En el fondo de su alma permanecían unidos a Jesús; su fe, aunque conmocionada, no había sido enteramente destruida.
Y esto es lo que, verdaderamente, quedó destruido y aniquilado: la forma terrena y humana impuesta de su testarudez y miras egoístas. La idea de un Mesías poderoso y dominador, que debía subir cuanto antes al trono de David, se desvaneció a la vista de la cruz y del sepulcro sellado. Al mismo tiempo, se esfumaron también las esperanzas, los ensueños egoístas que habían iluminado su presente y, más todavía, el futuro inmediato que aquel reinado humano les parecía venir.
Lo que no consiguió Jesús en vida, lo obtuvo agonizante y muerto, curándoles definitivamente de su fe ingenua y pueril en un camino de gloria según la fantasía humana, alejado del camino de la cruz. En su alma se formó un vacío, quedando así espacio libre para la sabiduría divina que es locura para el mundo.
Un desconocido
Jesús se manifiesta como un desconocido caminante que entabla conversación con aquellos hombres desanimados. No adopta un aspecto deslumbrante con su cuerpo glorioso, sino que quiere conseguir su recuperación poco a poco. Para ello comienza por hacerles hablar. Quiere que manifiesten su versión de los hechos sucedidos. «Y les dijo:¿Qué conversación lleváis entre los dos mientras vais caminado? Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, de nombre Cleofás, le respondió: ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días? El les dijo: ¿Qué ha pasado?»(Lc). El tono de la conversación es amable. Están tristes, desalentados, pero no son hoscos, ni se encierran en el mutismo.
«Y le contestaron: lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo»(Lc). No llaman Mesías a Jesús, sino simplemente profeta, ciertamente poderoso, pero desde luego no le llaman Hijo de David, y menos aún Dios y Hombre verdadero. Están decepcionados de Jesús. Luego cuentan «cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron»(Lc).
La raíz de su decepción
Hasta que llegan a la raíz de su decepción: «Sin embargo nosotros esperábamos que Él sería quien redimiera a Israel»(Lc). Por eso dicen: «Pero, con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y, al no encontrar el cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, los cuales les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron»(Lc).
La reacción del forastero a estas explicaciones es rotunda: «¡Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas»(Lc). Cleofás y su compañero se debieron detener al oír estas palabras. Aquel desconocido les llamaba ignorantes y testarudos. Pero no pueden enfadarse con aquel hombre que les increpa sin querer humillarles: lo perciben en su voz; lo ven en su gesto y en aquella mirada llena de cariño.
Entonces escuchan las palabras de aquel peregrino «¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y comenzando por todos los Profetas les interpretaba en todas las Escrituras lo que se refería a Él»(Lc).
La exposición debió ser más larga, pero hay algo que no es fácil captar por la letra escrita: es el tono de la conversación. De hecho los de Emaús se dicen entre ellos cuando Jesús desaparece: «¿No es verdad que ardía muestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»(Lc). Jesús los entusiasma, poco a poco ha ido elevando la temperatura espiritual, y la luz se va haciendo en sus mentes mientras vuelve el fuego a sus corazones. Jesús empieza por los libros atribuidos a Moisés, después continúa con los salmos que hablaban del Mesías, se detendría en Ezequiel y los demás; pero, sobre todo, el calor de sus palabras se haría más intenso al recordar a Isaías cuyas descripciones del Siervo de Yavé daban la impresión de ser las de un espectador de la Pasión.
La invitación
Al hilo de la conversación llegaron a Emaús por la bien preparada calzada romana; es entonces cuando Jesús tiene un detalle revelador de cómo Nuestro Dios respeta la libertad del hombre. «Llegaron cerca de la aldea a donde iban, y él hizo ademán de continuar adelante»(Lc). Jesús no impone ni su compañía ni su doctrina. Si hubiesen estado disconformes o irritados con aquel forastero nada más fácil que una despedida, y nunca más sus vidas volverían a encontrarse; pero las palabras de Jesús han sembrado de luz el alma de aquellos hombres, y la esperanza comenzaba a aflorar de nuevo. Están a gusto con el desconocido, y se lamentan de que hubiesen llegado tan pronto a la meta de su caminar. Saben estar a la altura de las circunstancias, pues le dicen a Jesús: «Quédate con nosotros, porque ya está anocheciendo y va a caer el día»(Lc); es una de las súplicas más conmovedoras del Evangelio, oscurece (¿quién ha de tener miedo a la oscuridad, los de Emaús o su compañero misterioso?), y después de aquel coloquio ambulante, ahora que todo son sombras, lo necesitan.
El pan
Jesús se queda. Cuando Cristo parte el pan; «Y estando juntos en la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió, y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. (…) Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaban lo que les había pasado por el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan»(Lc).
Luz
Ya no hay oscuridad, ya no hay tristeza, todo es luz. Por fin ven claro. Jesús ha resucitado y les quiere, les perdona, les explica lo que ha pasado y ellos no podían ver. Y exultan de gozo en la nueva vida de Jesús que ya es vida para ellos en sus almas.
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