En este día en que nos encontramos celebrando el Sacrificio redentor de Nuestro Señor, recordando de manera especial a Santa Teresa de los Andes, patrona de este monasterio, quisiera meditar sobre una frase muy profunda que nos ha dejado esta santa y que nos debe llevar a una comprensión más profunda de lo que debe ser la vida de una comunidad consagrada.
«Dios es alegría infinita»[1]. Eso es así. Teresa captó lo que es Dios, esa realidad de Dios, tan insondable, porque era una mujer limpia, y alegre, con la alegría del Evangelio. Con la alegría que nos señala San Pablo: estad siempre alegres en el Señor, os repito, estad alegres (Fil 4,4). Y ¿cuál es la raíz profunda de la alegría? La raíz profunda de la alegría es la caridad, es el amor. Es lo que Jesús dice en el Evangelio: éste es el mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros como yo los he amado (Jn 13,34), y más abajo, lo que os mando es que os améis los unos a los otros (Jn 15,17).
En mi último viaje he tenido la oportunidad de visitar muchas comunidades religiosas, en las cuales se puede fácilmente comprobar si las cosas andan bien. Cuando hay alegría, todo marcha bien. En cambio, vienen los problemas cuando no se vive la alegría. Es verdad que siempre van a haber dificultades, porque somos criaturas, falibles, y por tanto podemos fallar. Pero estos problemas se llevan adelante, se solucionan. Cuanto no hay alegría (y se percibe sobre todo en el rostro y en los ojos), hay algo que no está andando bien. Y la causa de esta falta de alegría es fruto de la falta de caridad.
Sobre todo en la vida contemplativa, hay que tener un cuidado muy especial en la caridad que se tiene en la vida comunitaria. Al ser la vida contemplativa una vida de mayor unidad con Dios, exige mucho más la unidad con nuestros hermanos, y por eso es que aquí tiene un gran peso la vida comunitaria. Además, al no ser tan frecuentes las salidas, es mucho más fácil que cualquier pequeñez hiera la caridad y, en consecuencia, la alegría.
En el Evangelio, Nuestro Señor nos enseña con toda claridad cómo tiene que ser la caridad fraterna. En primer lugar llena de misericordia: ¿quién de nosotros no tiene pecados? ¿Quién de nosotros no tiene limitaciones? Y si yo las tengo, las tienen que tener los demás. Por eso dice: Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6,36). De ordinario en lugares donde más hace falta la caridad es en los monasterios de vida contemplativa.
Un obispo me dijo que una vez, cuando estaba visitando la Trapa, tuvo el siguiente diálogo con el hermano que lo acompañaba:
– Aquí sí que se vive la caridad – dijo el obispo.
– No, Monseñor, acá es lugar donde menos se vive la caridad.
–¿Cómo? – replicó el prelado.
– Claro, como no hablamos entre nosotros, cuando uno ve que el otro tiene la nariz torcida, ya se está imaginando que está pensando mal de uno, o qué tendrá algo en contra, y entonces así faltamos a la caridad más que en otro lado.
Dijo Cristo: Dad y se os dará (Lc 6,38) contra aquellas personas que exigen que se les dé todo lo que piden y, por el contrario, son avaras en dar y duras con los que necesitan una ayuda, los que necesitan una palabra, los que necesitan un poco de tiempo, como los que necesitan una sonrisa, o los que necesitan alegría.
¿Cómo se practica la caridad con el prójimo? De varias maneras. En los pensamientos, en las palabras y en las obras[2].
El mandamiento que nos manda amaos los unos a los otros (Jn 13,34) nos demanda la misma fuerza con que nos manda amar a Dios. Por eso dice el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22, 29). De tal manera que así como estamos obligados a amar a Dios, estamos obligados a amar al prójimo. Dice San Juan: Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano (1Jn 4,21) y también: Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso (1Jn 4,20). Por esta razón, la mentira más grande que puede haber en la vida contemplativa, es una religiosa que no ame al prójimo. ¿Por qué? Muy simple. Está allí para amar a Dios. Y si no ama al prójimo, no ama a Dios, es mentirosa, pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve (1Jn 4,20). Que el que ame a Dios, ame también a su prójimo. De tal manera que la verificación del amor a Dios es el amor al prójimo, y uno puede saber si de verdad ama realmente a Dios, si ama de verdad al prójimo, a todo prójimo, sobre todo al que nos es más insufrible. Debemos recordar siempre que la caridad hecha a cualquier hermano, de toda forma, se la hacemos al mismo Dios.
- En pensamientos
Es en los pensamientos en lo que generalmente se suele faltar más a la caridad. Por ejemplo, cuando juzgamos mal al prójimo sin fundamento cierto. De tal manera que si alguien juzga que una persona comete pecado –y no es quién para juzgar eso– la persona que juzga está cometiendo el pecado que está pensando que cometió la otra persona. Si es pecado mortal, mortal; si venial, venial. El juicio temerario en materia grave es siempre pecado mortal. Y es por eso que dijo también Jesucristo –y en el Sermón de la Montaña, no en cualquier lugar–, No juzguéis y no seréis juzgados (Mt 7,1), condenando Nuestro Señor a quienes juzgan a los demás de una manera injusta, temeraria, presuntuosa, sospechando, sin fundamento, metiéndose en donde nadie les llama. Perdonad y seréis perdonados (Lc 6,37). No alcanzaremos el perdón de Dios si no somos capaces de perdonarnos entre nosotros. ¡Tantas cosas pueden pasar en la vida contemplativa! ¿Que se agarren a cuchilladas? No, evidentemente que no. ¿Que una no la miró a la otra? ¡Ah! Eso puede ser. Pero hay que perdonar, y perdonar de corazón; no de cualquier manera, sino de corazón. Y perdonar siempre.
Distinto es el caso de los superiores, quienes a veces tienen la obligación de sospechar de la conducta de sus súbditos, por deber de estado. Si una persona es habitualmente mentirosa o exagerada, o busca quedar siempre bien, la Superiora tiene que pensar en la posibilidad de que esté mintiendo, o que probablemente tenga doble intención, o que lo haga para figurar. Como sucede con los padres, dice San Alfonso María de Ligorio: «¿Habrá padres y madres necios que ven sus hijos con malas compañías y los dejan seguir, total… no hay que pensar mal…? Tontería insigne». Porque evidentemente es así: «dime con quién andas y te diré quién eres». Si es una persona que habitualmente murmura, y la ve con malas compañías, probablemente esté murmurando, haciéndose daño a sí mismo, y a la comunidad.
También se peca contra la caridad cuando uno se alegra de la desgracia ajena… «resbaló y se hizo un esguince… ja, ja, ja». Lo piensa, no lo dice. «Se lo tiene merecido…». O también entristecerse cuando al otro le va bien.
- En las palabras
La gran plaga de la vida religiosa es la falta de caridad en las palabras, la murmuración. Es decir, cuando se habla en contra o en perjuicio de un ausente. El libro del Eclesiástico, por ejemplo, dice: El murmurador mancha su propia alma, y es detestado por el vecindario (Sir 21,28). Generalmente, el murmurador tiene quien lo escuche, sobre todo en las mujeres. Les gusta prestar atención: «a ver… está hablando mal de tal…»; pero huyen de esa persona, ¿por qué? Porque «después va a hablar mal de mí…».
Estos son odiados por todos, por Dios y por los hombres. Por eso dice San Bernardo que «la lengua del murmurador es una espada de tres filos»[3], ya que hiere al prójimo, hiere a quien le escucha y se hiere a sí mismo».
Puedo poner muchos casos que conozco de murmuración, a modo de ejemplo. Una hermana que dijo: «no estoy de acuerdo en todo» cuando habló la Superiora, está murmurando. Porque, en primer lugar, ¿quién es ella o qué autoridad tiene para decir una cosa así? Le mete la pulga en la oreja a la otra que está al lado: «será muy buena… pero no confío». Está moviendo a desconfiar y eso destruye la vida religiosa. Y se excusa: «yo lo dije en secreto, a otra, y nadie más escuchó»… Es como la serpiente que muerde en secreto. Que sea en secreto no quiere decir que no sea veneno, que no sea picadura, y que no cause, como pasa a veces, la muerte. No menos que serpiente –dice el Eclesiastés– quien muerde en silencio es quien dice de otro el mal en secreto (10,11).
Otra forma de faltar a la caridad en las palabras es la maledicencia. No sólo se le quita la fama al prójimo, achacándole cualquier pecado como verdadero, o exagerando lo cierto, sino también cuando se descubre a otros algún pecado oculto. ¿Quién manda decir los pecados de los demás? ¿Acaso hay un mandato de Jesucristo, del Evangelio? Maledicencia. Y quien descubre un pecado grave ajeno, secreto, comete un pecado grave, pecado mortal si el pecado fue mortal, porque lo divulga sin causa justa.
También se falta a la caridad en las palabras con los chismes. No bien oyen hablar mal de otro, les falta tiempo para ir a contarlo a la persona de quien se murmura. Sacan chispas con los zapatos… «¿Vos sabés? Me enteré de tal…». Se les dice «correveidile» ¡Qué daño hacen! Dice el libro de los Proverbios que Dios odia al quien siembra discordia entre los hermanos (Pro 6,19). Dios odia…. Por eso hay que seguir el consejo del Eclesiástico: El que se regodea en el mal será condenado, el que odia la verborrea escapará al mal. No repitas nunca lo que se dice, y en nada sufrirás menoscabo. Ni a amigo ni a enemigo cuentes nada, a menos que sea pecado para ti, no le descubras. Porque te escucharía y se guardaría de ti, y en la ocasión propicia te detestaría. ¿Has oído algo? ¡Quede muerto en ti! ¡Ánimo, no reventarás! Por una palabra oída ya está el necio en dolores, como por el hijo la mujer que da a luz (Sir 19,5–11). Si se enteran de algún mal no lo revelen ni siquiera con indirectas… Porque ustedes son maestras en el arte de las indirectas: «si yo hablase…»; y siembra la sospecha, tal vez, mucho más grave de lo que en realidad es. Ni con indirectas, ni con gestos. Movimientos de cabezas o modos semejantes causan mayor mal porque dan a entender mayor mal que el que en realidad es. Todas son maneras de falta de caridad y pueden llegar a ser graves.
Aun hay más. Se falta a la caridad en las palabras cuando se ridiculiza o se mofa de la persona, tanto presente como ausente. Dice Nuestro Señor: Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas (Mt 7,12). Si no te gusta que se mofen de ti, si no te gusta que te ridiculicen, no lo hagas con los demás.
Por último, respecto a las palabras: las contestaciones. ¡Cuántas veces se falta a la caridad por las contestaciones mal dadas, por la falta de respeto a la persona que se le debe respeto, por el solo hecho de no dar el brazo a torcer! Se le corrige de algo, pero tiene que tener la última palabra, es incapaz por ejemplo, de decir, cuando recibe la corrección, «muchas gracias». Muy edificante es el ejemplo que nos contaba el P. Ortego. Iban manejando unas monjitas, las peruanas, hicieron una mala maniobra y por poco chocan con una camioneta. Cuando llegaron a un determinado lugar, la camioneta las había seguido y se les atravesó. Bajó el chofer enfurecido, porque por poco tienen un accidente, y les empezó a gritar
– ¡Ustedes son unas bestias, no saben manejar!
– Muchas gracias señor – le respondió la que manejaba.
– Porque ¡Cómo puede ser que hagan esas cosas! – replicó él.
– Muchas gracias señor – volvió a decir ella.
Entonces el chofer, cambiando de actitud, dijo:
– Pero hermanitas, tengan un poquito más de cuidado…
Como vemos, cambió de actitud. ¿Por qué? Por que se le supo responder.
Por eso las discusiones en pavadas que no terminan en nada bueno, llevan a cosas ociosas, y a discusiones más enojosas aun. Hay sobre todo quienes tienen el instinto de contradicción: siempre están en la contraria.
– ¡Qué lindo día!
– Sí, pero está nevado.
– ¡Qué buena noche!
– Sí, pero hace frío.
– ¡Qué invierno agradable!
– Más lindo es el verano.
Por lo que no te incumbe no discutas, y en las contiendas de los pecadores no te mezcles (Sir 11,9). Alguna dirá: «yo hablo de cosas razonables». Es increíble, pero aquí mismo me han dicho hace años: «…cosas razonables… nosotras no tenemos que ser carmelitas, tenemos la espiritualidad…» y qué se yo qué más… Y se había armado toda una discusión y división entre unas y otras, hablando de algo que no tenían ni la más remota idea.
Ahora, en algunos de nuestros monasterios contemplativos, salió el tema de vivir la clausura. Y ponen ese tema allá arriba: está la clausura, y después viene la Santísima Trinidad. Entonces discutían si la reja tiene que ser doble, si no, si con puntas hacia fuera o hacia adentro, de si la distancia debe ser de medio metro, porque «hay que evitar el contacto físico»… Parece mentira. De niño yo iba a las carmelitas y cuando entraba decía «¡Madre!», y metía el dedito entre la reja para tocar su dedo, porque uno está acostumbrado a dar la mano. Y hasta algunas aludieron a que Santa Clara compara la clausura con la virginidad. Lo cual es una comparación análoga. Pero cuando la cabeza no funciona, hay quienes lo entienden de manera unívoca. ¡Cómo es posible! Entonces, si una fue al casamiento de su hermana, o de algún pariente, perdió la virginidad… O cuando visitó a algún familiar enfermo… ¿Qué? ¿Perdió la virginidad? ¡¿Puede ser eso?! Evidentemente que no. Pero hay alguna que le echa leña al fuego, y entonces se arma el incendio. Y puede ser que tengan razón, pero como dice San Roberto Belarmino: «más vale un grano de caridad, que cien kilos de razón»[4]. ¿Qué es lo que hay que hacer? Hablar bien de todos, no escuchar a quienes hablan mal. Conozco el caso de un seminarista al que un sacerdote fue y comenzó a hablarle mal del superior… «Padre, hable con el superior porque conmigo no tiene que hablar». Se salvó (al poco tiempo ese padre abandonó los votos religiosos). Porque sino, si lo escucha, ya le entra el mal espíritu y comienza a desconfiar del superior, empieza a meterse en una cosa que no le corresponde y muchas veces hasta se termina mal.
Defender en cuanto sea posible a las víctimas, «si no es posible excusar la acción, por lo menos salvar la intención»[5], dice San Bernardo. Practicar la mansedumbre con todos. El libro de los Proverbios dice: una respuesta blanda calma la ira, una palabra áspera, enciende la cólera (Prov 15,1). Corregir al que yerra de manera correcta, como corresponde, como una obra de caridad, tal como se nos manda en el Evangelio y decir como ese seminarista: «Padre, lo que Usted está haciendo está mal, está murmurando». Ahí termina la cosa y si uno no hace así, uno es cómplice de la murmuración.
- En las obras
Por último, la caridad en las obras, dice San Juan, también, No amemos sólo de palabra y con la lengua, sino con obras y de verdad (1Jn 3,18). Y aquí tiene importancia fundamental la limosna. «¿Padre, cómo podemos hacer nosotros limosna, si no tenemos dinero?». La limosna no es solamente con el dinero. La limosna es el alivio que se da, la ayuda que se presta, el servicio de uno, el tiempo que uno le da a otro, el saber escuchar, el saber callar, saber corregir. Son todas las obras de misericordia materiales y espirituales. También rezar por las almas del Purgatorio es una manera de practicar la caridad en obras, con los enfermos, con los que nos fueren más antipáticos, con los que nos persiguen. La caridad cristiana consiste en querer y hacer bien a quienes nos odian y hacen mal… amad a vuestros enemigos, rogad por los que os persiguen (Mt 5,44). Y si hacemos así podremos rezar de verdad el Padre Nuestro: «perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
Pidámosle a la Santísima Virgen y a Santa Teresa de los Andes la gracia de vivir en verdad y en profundidad la caridad entre nosotros, reconociendo así que «Dios es alegría infinita».
[1] Santa Teresa de los Andes, Carta 101; cit. Marino Purroy, Así pensaba Teresa de los Andes, Ediciones Paulinas (Santiago de Chile) 90.
[2] En líneas generales seguimos un sermón de San Alfonso sobre la Caridad con el prójimo; cfr. San Alfonso, Obras ascéticas, II (Madrid 1964) 884ss.
[3] De divers., s. 17, in Ps 56.
[4] cit. en San Alfonso, Obras ascéticas, II (Madrid 1964) 890.
[5] In Cant., s. 40.
Blog del Padre Carlos Miguel Buela, IVE
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