¿Cómo será el cielo? Todos nos lo preguntamos, y Don Antonio Orozco nos da las claves para responder esta misteriosa pregunta
«Mis días se van río abajo, salidos de mí hacia el mar, como las ondas iguales y distintas de la corriente de mi vida: sangres y sueños. Pero yo, río en conciencia, sé que siempre me estoy volviendo a mi fuente»[1]
Cómo será el Cielo
«Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por pensamiento de hombre cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman»[2]. Sabemos que supera toda posible imaginación, porque la generosidad de Dios y su poder son infinitos. «Sabemos que si esta nuestra casa terrestre se desmorona, tenemos habitación de Dios en los Cielos»[3]; porque «esta es la promesa que Él mismo nos ha hecho: la vida eterna»[4].
Dios mismo, que nos ha creado con un ansia hondísima de vivir siempre, nos asegura que, en efecto, más allá del tiempo -breve en todo caso- nos espera la eterna plenitud del gozo: «Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida»[5].
Es claro que todo hombre tendrá vida eterna. Pero cuando en la Escritura Santa se habla de «vida eterna», se refiere sólo a la de los bienaventurados, porque la otra, la de los que se autocondenen a la lejanía de Dios, más que vida, será lo suyo una agonía interminable.
«Queridísimos -escribe San Juan-, nosotros somos ahora hijos de Dios, mas lo que seremos algún día no aparece aún. Sabemos que cuando se manifieste Jesucristo, seremos semejantes a Él, porque le veremos como Él es»[6]. No como al través de velos o sombras, sino en Sí mismo [7]. Seremos semejantes al Jesús del Tabor. Endiosados, extasiados, contemplaremos y viviremos en el torrente inefable de Amor que es Dios. Escucharemos el diálogo eterno de las tres divinas personas. Asistiremos a la eterna generación del Hijo y a la espiración del Espíritu Santo.
La juntura de todos los bienes
A gentes poco ilustradas se les puede antojar algo monótono pasar la eternidad contemplando -simplemente contemplando- a Dios. Pero sucede que en ello se encuentra «la juntura de todos los bienes», según el decir de San Juan de la Cruz, porque Dios es toda la Verdad, toda la Bondad, toda la Belleza, toda la Sabiduría, todo el Amor. Por lo demás, amar no es pasividad sin más: es una contemplación que suscita una actividad intensísima, la entrega de toda la persona en un éxtasis de sumo gozo.
«Si el amor, aun el amor humano, da tantos consuelos aquí, ¿qué será el amor en el Cielo?»[8], donde el Amor se posee y se vive en toda su maravilla. «Vamos a pensar lo que será el Cielo (…) ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: «ni ojo vio, ni oído oyó…» Vale la pena, hijos míos, vale la pena»[9].
Cuenta Francisca Javiera del Valle, cómo «allá… en inmensas y dilatadas alturas, fue arrebatada mi alma por una fuerza misteriosa y con tanta sutileza, que así como nuestro pensamiento, en menos tiempo de abrir y cerrar los ojos, recorre de un confín a otro confín, allí con esa mayor ligereza me veía allá, en aquellas inmensas y dilatadas alturas, donde siempre están todos como en el centro de Dios metidos, vayan donde vayan, recorran lo que quieran. Siempre se hallan en el centro de Dios y siempre arrebatados con su divina hermosura y belleza. Porque Dios es océano inmenso de maravillas y también como esencia que se derrama, y siempre está derramándose. Y como lo que se derrama son las grandezas y hermosuras, dichas y felicidades y cuanto en Dios se encierra, siempre el alma está como nadando en aquellas dichas, felicidades y glorias que Dios brota de sí. Es Dios cielo dilatado y por eso siempre se está viendo y gozando nuevos cielos, con inconcebibles bellezas y hermosuras, y todas estas bellezas y hermosuras siempre las ve y las goza el alma como en el centro de Dios. Y recorriendo aquellos anchurosos cielos nuevos siempre el alma se halla eternamente feliz».
No hay riesgo de cansancio o hastío. «Aquí -dice Malon de Chaide- dura siempre una alegre primavera, porque está desterrado el erizado invierno; ni la furia de los vientos combaten los empinados árboles, ni la blanca nieve desgaja con su peso las tiernas ramas; aquí el enfermizo otoño jamás desnuda las verdes arboledas de sus hojas (…)»
«Cuando demos el gran salto, Dios nos esperará para darnos un abrazo bien fuerte, para que contemplemos su Rostro para siempre, para siempre, para siempre. Y como nuestro Dios es infinitamente grande, estaremos descubriendo maravillas nuevas por toda la eternidad. Nos saciará sin saciarnos, no nos empalagará jamás su dulzura infinita»[10].
Lo único necesario
«Allá no se sabe qué cosa es dolor, no hay enfermedad, no llega a ti muerte porque todo es vida, no hay dolor porque todo es contento, no hay enfermedad porque Dios es la verdadera salud. Ciudad bienaventurada, donde tus leyes son de amor, tus vecinos son enamorados; en ti todos aman, su oficio es amar y no saben más que amar; tienen un querer, una voluntad, un parecer; aman una cosa, desean una cosa, contemplan una cosa y únense con una cosa: Unum est necessarium»[11]. Una sola cosa es necesaria.
Si somos fieles, seremos como los ángeles, que «vueltos a mirar aquella fuente de amor dulcísima, arden con un sabroso fuego, adonde ¿quién podrá decir lo menos de lo que gozan? Están rendidos a aquella divina, pura, antiquísima hermosura de Dios; llévalos el amor enlazados y presos de un dulce y libre lazo de amor, para que tornen a la fuente y principio de donde salieron; y como ven aquel Sol de infinita belleza, amante eterno de sí mismo, vanse aquellas mentes angélicas, atónitas, enajenadas de sí, libres, sin libertad, presas, sin prisión, como las mariposas a la llama. Allí se encienden y no se queman; arden y no se consumen; apúranse y no se gastan. Oh sol resplandeciente, hermosura infinita, espejo purísimo de la gloria ¿Quién podrá decir lo que sienten los que te gozan?» [12].
Nadie puede decir lo indecible. He aquí el testimonio de Teresa de Jesús: «Ibame el Señor mostrando grandes secretos… Quisiera yo dar a entender algo de lo menos que entendía, y pensando cómo puede ser, hallo que es imposible; porque en sola la diferencia que hay de esta luz que vemos a la que allí se representa, siendo todo luz, no hay comparación, porque la claridad del sol parece muy desgastada. En fin, no alcanza la imaginación, por muy sutil que sea, a pintar ni trazar cómo será esta luz, ni ninguna cosa de luz que el Señor me daba entender como un deleite tan soberano que no se puede decir; porque todos los sentidos gozan en tan alto grado y suavidad, que ello no se puede encarecer, y así es mejor no decir más».
Y así, según San Agustín, «este Bien que satisface siempre, producirá en nosotros un gozo siempre nuevo. Cuanto más insaciablemente seáis saciados de la Verdad, tanto más diréis a esta insaciable: amén, es verdad. Tranquilizaos y mirad: será una continua fiesta».
Asistiremos pasmados a la eterna generación del Verbo y a la espiración del Espíritu Santo. Veremos y paladearemos el cariño infinito que nos tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Dios Uno y Trino, y con la Trinidad del Cielo la Trinidad de la tierra, Jesús -Verbo que enlaza una y otra Trinidad-, María y José. Los grandes amores, las Personas infinitamente buenas serán nuestra compañía, nuestra conversación, nuestro gozo eternos. Todas las maravillas del amor divino y del amor humano las gozaremos en plenitud. Ciertamente «será una continua fiesta».
Un futuro que ya es
No son éstos sueños vanos, no sólo consuelo para los afligidos de este valle de lágrimas. Son objeto de una esperanza certísima, fundada en la palabra de Dios. Al extremo de que San Pablo, por su esperanza teologal, se consideraba en la tierra ya en el Cielo: «Nosotros somos ciudadanos del Cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo»[13]. Por eso, el cristiano de fe ardiente, se adelanta a todos, vive desde el futuro, un futuro que ya es: Cristo Jesús. Viene de lo Eterno, camino hacia la Eternidad, sin perder un instante.
¿Cómo será mi Cielo?
Depende, claro es. Depende de mi caridad en el instante de cruzar la frontera del tiempo [14]. Mi belén eterno depende de la medida del amor a Dios que haya conquistado en este tiempo fugaz. Qué bien se entiende la urgencia del Fundador del Opus Dei: «Tened prisa en amar»; «todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad». La eternidad, lejos de lo que algunos piensan, nos revela e ilumina todo el valor del tiempo. Nos enseña que aun eso, que aparece sin importancia, tiene un valor de eternidad [15]. Porque cada momento, cada ocupación, puede -y requiere- llenarse con todo el amor divino que se lleve en el corazón. «Un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale!» [16].
Este es el camino para arribar al Cielo: La santidad «grande» está en cumplir los «deberes pequeños» de cada instante [17]. No es poco, porque no es fácil. Pero la gracia de Dios nos lo hace asequible, nos eleva hasta esa medida divina.
Fe, esperanza, amor -vida teologal- en los mil detalles de la vida ordinaria. Incrementando así, cada día un poco, las virtudes humanas y las sobrenaturales. Pequeños detalles de prudencia, de justicia, de fortaleza, de templanza. El cuidado en las pequeñas cosas -no sólo de las grandes- que pertenecen al culto divino, a la santa pureza, a la vocación recibida. Así, día a día, paso a paso llegará el momento de oír la voz de Jesús: «Muy bien, siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu Señor»[18]. «Yo mismo -dice Dios- seré tu recompensa inmensamente grande»[19].
El cielo y la tierra, el tiempo y la eternidad, coexisten en lo más íntimo de mi ser. El tiempo pasa, pero no todo pasa con el tiempo. Yo no paso, mi yo no envejece, al contrario, se aproxima a la juventud eterna de Dios. A cada paso, se enriquece con las obras que hace a impulsos del Amor.
Madre Nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi razón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre Nuestro que está en los cielos[20].
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