Pánico en medio de la tempestad
Los momentos de pánico pueden ser pocos o pueden por el contrario manifestarse con frecuencia en la vida de los hombres. Hay situaciones humanas donde predominan los vientos fuertes y las mareas y las tempestades se alzan impetuosas sobre la barca de nuestra vida. En el Evangelio encontramos algunos episodios en donde los discípulos de Jesús son presa del pánico en medio a la tempestad. San Mateo nos narra una tempestad que de modo imprevisto se alzó en medio del lago de Galilea, normalmente tranquilo. “De pronto se levantó en el mar una tempestad” (Mt 8, 24). También en la vida humana se levantan tempestades sin previo aviso. Nadie las espera, pero aparecen como resultado de varias causas que se entrecruzan por permisión divina. Cuando todo parece sereno, se levanta una tempestad, un problema, una dificultad, una situación que nos hace perder el equilibrio. “La barca quedaba tapada por las olas” (Mt 8, 24). Y esas olas no dejan ver el horizonte, llenan el corazón de aprensión, no se ven con facilidad las soluciones, la mente se oscurece, la lógica que había funcionado bien hasta entonces, deja de ser luz en la conciencia. Y todo aparece como un caminar en medio de un túnel negro sin salida.
Lo peor de todo no es tanto que aparezcan estos signos negativos que no sabemos dominar; lo peor es que puede ocurrir que Jesús no se halle en el corazón, no se le encuentre, aparezca lejano, duerma cuando más falta nos hacía: “Él estaba dormido” (ibid.). Entonces Jesús parece insensible a nuestra necesidad; parece que no le importamos: él duerme mientras nosotros sentimos que estamos a punto de perecer.
Sálvanos, Señor, que perecemos
Nuestra oración en estas circunstancias puede que no sea muy diferente de la de los discípulos que acompañaban a Jesús en la barca: “¡Sálvanos, Señor, que perecemos!” (Mt 8, 25). Esta oración sencilla y dramática podrá ser la nuestra en las ocasiones en las que también nosotros nos vemos abandonados por las fuerzas contrarias a Dios, cuando las pasiones se levantan como olas que amenazan con hundir la barca. Y esa ausencia de Dios puede asumir proporciones desgarradoras para el alma, como fue la experiencia de la Madre Teresa de Calcuta en su noche oscura: “Padre, le decía a su director espiritual, quiero contarle cuánto deseo –cuánto mi alma desea a Dios– lo desea solamente a Él y lo doloroso que es estar sin Él”. Madre Teresa por un período largo de su vida se sintió sin Dios, como abandonada y desolada. ¿Cómo fue su oración en estos momentos? Seguramente también que en ella su oración habrá asumido tonos llenos de dramatismo como la oración de los discípulos, pero también es probable que esta prueba de la fe haya llenado su alma de fortaleza y haya dado a su vida esa luminosidad que se desprendía en su rostro.
La oración es posible, aún en medio de las dificultades
Es posible orar en medio de las tempestades de la vida. Es posible perseverar en la oración aunque el miedo invada nuestro espíritu y lo llene de angustia. Es posible vivir con la convicción de que Dios no nos deja aunque en apariencia parezca como dormido.
En el contacto con el mar comprendemos mejor la majestuosidad de la creación divina y cómo somos pequeños en medio de las aguas. Allí también, en medio de las tempestades que puedan surgir mientras navegamos en el mar de la vida, podremos comprender cómo, aunque Jesús duerma en apariencia, Él nunca nos abandona y ante la oración que nace del corazón en medio de la dificultad para pedirle ayuda, también podemos oír su voz que manda con autoridad calmarse a los vientos y sobrevenir una gran bonanza.
“¡Hombres de poca fe!”, dirá Jesús a sus discípulos, nerviosos y asustados en medio de la tempestad. Entonces el Señor nos invita a creer más y con mayor profundidad. Toda prueba permitida por Dios es una ocasión para que nuestra oración crezca en una fe más intensa, más luminosa, más confiada, más concreta.
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