Las sirenas de las ambulancias rasgan con sus bemoles de urgencia el fino velo del silencio. Chirridos de ruedas, gritos desaforados, lloriqueos lastimeros, charcos de sangre. El ambiente inyectado de temor y miedo. En el suelo yacen abatidos por los hombres-explosivo, gente anónima.
Caricatura blasfema de un verdadero mártir. Los kamikazes palestinos son aventureros exaltados por una idea de liberación. Mercenarios de la locura, venden su vida en un instante mortal, golpean en donde más pueden ofender: la inocencia de los civiles. Matando se matan. Su mortaja es una mochila llena de explosivos y con su rabia irracional debilitan cualquier intento de paz. Sobresale su “valentía” desatinada, respuesta brusca y no pensada a una noble causa… En fin, la cascada de desilusión que genera emana de su confusa desesperación.
Mueren no como mártires, sino como un pobres locos, engañados por slogans fanáticos de algunos de sus compatriotas. Creen dar una solución, y sin embargo, desencadenan, tras su muerte, un torrente impresionante de mayor violencia y odio. La sangre derramada por ellos y en los demás, no regará ningún jardín de paz, quedará estéril en la aridez de la irritación.
En contraste, el verdadero mártir: un bravo caballero que legitima su amor por un ideal. Se esposa con la muerte con sublime dignidad. Da la vida por su ideal. No mata, le arrancan la vida sin que lo busque, pero lo acepta. Recibe con su acto heroico el anillo del desposorio y las arras con las que pagará su entrada al cielo. Es más que nada, el fruto lozano de una amor sincero. Su respuesta es valiente, consoladora, jamás desesperada. Al fin y al cabo nadie tiene mayor amor que el que da la propia vida por sus amigos. Muere destilando en el ambiente la fragancia del amor. Fecunda el mal con el bien.
La diferencia es tan grande… El martirio es la exaltación de la perfecta humanidad y de la verdadera vida de la persona, como atestiguaba un mártir de Antioquía: “Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida (celestial), no queráis que muera… dejad que pueda contemplar la luz, entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios”. Los kamicazes, pierden el sentido de la vida y hacen resonar con su mala muerte las palabras del profeta: “¡Ay, los que llamáis al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!”
¡Qué gran diferencia entre un kamikaze y verdadero mártir! Es un gran error confundir una acto de despecho, la del kamikaze, con una vocación de mártir recibida de lo alto. Una nace abortada del hombre, otra viene benditamente donada por Dios. Es tan grande la diferencia, como el abismo que separa el odio del amor.
La seguridad aniquilada que ha reinado desde el 11 de septiembre urge que soplen con furor los nuevos vientos. No las armas, no las bombas ni los pérfidos tanques y las montañas de palabras de truncados planes de paz, sino el verdadero viento divino del perdón, de la comprensión, del diálogo envuelto en la aureola del amor.
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