Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte[1].
Trabajo, oración, apostolado: tres términos que, para quien se sabe hijo de Dios no resultan ámbitos diversos, sino que se van fundiendo en la vida como notas de un acorde, hasta componer una única partitura armónica.
Al inicio de la actividad profesional, es posible escuchar únicamente el sonido aislado del propio trabajo, monótono y sin gracia. Al descubrir cómo transformarlo en oración que se eleva al Cielo y en apostolado que fecunda la tierra, las notas se combinan y el sonido comienza a adquirir ritmo y armonía. Si abandonamos el esfuerzo de crear y componer, volvemos fácilmente a las notas sueltas, a los sonidos sin melodía; pero apenas permitimos que el Espíritu Santo gobierne de nuevo nuestra vida profesional y dirija la orquesta, surge otra vez la música, composición estupenda de amor a Dios y a los hombres —de oración y apostolado— en el trabajo diario. Cada una de las facultades de nuestro ser: voluntad, inteligencia, afectos…, interpreta su parte con maestría, y se alcanza esa unidad de vida sencilla y fuerte que agrada a Dios y atrae hacia Él a los hombres.
En la actividad profesional hay tres aspectos que conviene examinar con atención para alcanzar la armonía de la unidad de vida: la intención, el criterio y la conducta coherente con ambos.
Rectitud de intención
La unidad de vida en el trabajo profesional depende, en primer lugar, de la rectitud de intención: de la clara y firme decisión de trabajar por amor a Dios, no por ambición u otra forma de egoísmo; de cara a Dios y buscando su gloria, no de cara a los hombres y buscando la propia gloria, es decir, la satisfacción personal o la admiración de los demás.
Nadie puede servir a dos señores[2]. No podemos admitir componendas, no podemos tener en el corazón una vela encendida a San Miguel, y otra al diablo[3]. La intención debe ser transparente. Sin embargo, es posible experimentar que, aun queriendo vivir para la gloria de Dios, la rectitud de la voluntad fácilmente se tuerce en las acciones concretas, en las que junto a motivos santos se pueden encontrar muchas veces aspiraciones menos claras[4]. Por eso, San Josemaría aconseja purificar la voluntad, rectificando constantemente la intención. Rectificar. —Cada día un poco. —Esta es tu labor constante si de veras quieres hacerte santo[5].
Quien trabaja con rectitud de intención procura realizar bien su tarea siempre. No trabaja de un modo cuando los demás le ven y de otro cuando nadie le ve. Sabe que le mira Dios y por eso trata de cumplir su deber con perfección, como a Él le agrada. Cuida detalles de orden, de laboriosidad, de espíritu de pobreza…, también si nadie lo advierte o si se encuentra sin ganas. En los días grises de labor corriente, cuando la monotonía amenaza, un hijo de Dios se esfuerza en poner las últimas piedras por amor, y su trabajo se convierte así en oración.
Los momentos de éxito o de fracaso ponen a prueba la calidad de nuestra intención, ante la tentación del envanecimiento o ante el desánimo. San Josemaría enseña a prepararse para esas circunstancias, que podrían conducir al repliegue sobre uno mismo, torciendo el querer de la voluntad. Has de permanecer vigilante, para que tus éxitos profesionales o tus fracasos —¡que vendrán!— no te hagan olvidar, aunque sólo sea momentáneamente, cuál es el verdadero fin de tu trabajo: ¡la gloria de Dios![6]
Para fortalecer la rectitud de intención, verdadero pilar de la unidad de vida, es necesario buscar la presencia de Dios en el trabajo —ofrecerlo al comenzar, renovar ese ofrecimiento cuando sea posible, dar gracias al terminar…— y procurar que las prácticas de piedad, sobre todo la Santa Misa si nos es posible asistir, se dilaten a lo largo de la jornada en un trato continuo con el Señor. Olvidarse de Dios en la profesión indica poca unidad de vida y no simplemente un carácter distraído: quien ama de veras no se olvida del amado.
Recto criterio
La rectitud de intención es esencial para la unidad de vida, pero no hay que olvidar que la voluntad necesita la guía de la razón iluminada por la fe. Hay personas que no aciertan a llevar una conducta coherentemente cristiana no por mala voluntad inicial, sino por falta de criterio. Cuando no se ponen los medios para formar bien la conciencia, para adquirir un conocimiento profundo de las implicaciones morales de cada profesión, se corre el peligro de aceptar como norma lo que es normal. Es posible entonces que se cometan con buena voluntad graves desvaríos e injusticias, y, por no saber juzgar con prudencia, se deje de hacer el bien que se debe hacer. La falta de criterio impide alcanzar la unidad de vida.
Un hombre de criterio acierta con lo bueno, sin caer en los extremos ni pactar con lo mediocre. A veces, la falta de criterio lleva a pensar que la alternativa a un defecto es el defecto opuesto: que para no ser rígidos hay que ser débiles, o para no ser agresivos, bondadosos… En la práctica, no se ha entendido bien la naturaleza de las virtudes. El punto medio en que consiste la virtud —in medio virtus— no es quedarse a medias, sin aspirar a la cima, sino alcanzar la cumbre entre dos defectos[7]. Se puede ser enérgico y manso a la vez, comprensivo y exigente con los deberes, veraz y discreto, alegre sin ser ingenuo. Sed prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas[8], dice el Señor.
El criterio necesario para la unidad de vida es un criterio cristiano, no simplemente humano, pues su regla no es únicamente la recta razón sino la razón iluminada por la fe viva, la fe informada por la caridad. Sólo entonces las virtudes humanas son virtudes cristianas. Un hijo de Dios no ha de cultivar dos clases de virtudes, unas humanas y otras cristianas, unas sin la caridad y otras con ella, porque esto sería una doble vida. En su trabajo no debe conformarse con practicar en unas cosas una justicia sólo humana —limitándose, por ejemplo, al estricto cumplimiento de la ley— y en otras una justicia cristiana, con el alma de la caridad, sino siempre y en todo esta última, la justicia de Cristo. Considerad especialmente los consejos y las advertencias con que preparaba a aquel puñado de hombres que serían sus Apóstoles, sus mensajeros, de uno a otro confín de la tierra. ¿Cuál es la pauta principal que les marca? ¿No es el mandato nuevo de la caridad? Fue con amor como se abrieron paso en aquel mundo pagano y corrompido. (…) Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor (1 Jn 4, 16) (…).
La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo…; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo (Gal 6,2). (…) Eso requiere la entereza de someter la propia voluntad al modelo divino, trabajar por todos, luchar por la felicidad eterna y el bienestar de los demás. No conozco mejor camino para ser justo que el de una vida de entrega y de servicio[9]. Esto es tener criterio cristiano, luz imprescindible para la unidad de vida. Adquirir ese criterio exige dedicar tiempo a la formación, y en particular al estudio de la doctrina. Sería temerario fiarse de la intuición y no poner los medios para formar la cabeza. Pero además, tampoco basta un estudio teórico. La unidad de vida cristiana requiere una doctrina asimilada en la oración.
Valentía
Además de querer y de saber, la unidad de vida reclama actuar, pues obras son amores y no buenas razones[10]. Que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos[11], dice el Señor. Conviene examinarse con franqueza, como aconseja San Josemaría: ¿Cunde a tu alrededor la vida cristiana? Piénsalo a diario[12].
Cuando hay unidad de vida es lógico que se note, con naturalidad, a nuestro alrededor. Quien ocultase su condición de cristiano por miedo a que le encasillen, o por timidez o por vergüenza, quebraría la unidad de vida, no podría ser sal y luz, sus obras serían estériles en orden a la vida sobrenatural. El Señor nos dice a cada uno: dabo te in lucem gentium, ut sit salus mea usque ad extremum terrae[13], te pondré por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra.
Hemos de tener la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe[14], escribe San Josemaría, haciendo eco a la advertencia del Señor: quien se avergüence de mí y de mis palabras, de él se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria[15]. Jesús nos impulsa también con una maravillosa promesa: a todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los Cielos[16]. No caben ambigüedades. No hay que tener miedo a hablar de Dios: con la palabra, porque el mismo Cristo ha mandado id y enseñad el Evangelio a todas las gentes[17], y con el ejemplo de una fe que obra por la caridad[18].
Es natural que los demás, en el ambiente en que se mueve un cristiano, conozcan su fe viva y operante. Con mayor razón ha de resultar fácilmente reconocible, por contraste, en una sociedad en la que predominan el materialismo y el hedonismo. Si pasara largo tiempo inadvertida, no sería por naturalidad sino por doble vida. Esto es lo que sucede tristemente en quienes relegan la fe a la vida «privada». Esta actitud, si no es simple cobardía, si responde a la idea de que la fe no debe influir en la conducta profesional, refleja una mentalidad no laical sino laicista, que pretende arrojar a Dios de la vida social, y muchas veces prescindir también de la ley moral. Es justamente lo opuesto al ideal de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. A esto estamos llamados los cristianos, y es bueno que muchos a nuestro alrededor lo sepan. Más aún, ciertamente el apostolado del cristiano que vive en medio del mundo debe ser de amistad y confidencia[19] con los colegas de profesión, uno a uno, pero esto no excluye que a veces sea conveniente o necesario —exigencia de la unidad de vida— hablar en público y explicar las razones de una conducta moral, humana y cristiana. Las dificultades pueden ser muchas, pero la fe asiste al cristiano y le da la fortaleza que necesita para defender la verdad y ayudar a todos a descubrirla.
En la práctica, sin embargo, la experiencia nos dice que, aun rechazando los extremos, es fácil dejarse influir por esa mentalidad laicista y convencerse, por ejemplo, de que en un determinado ambiente profesional no es oportuno en ningún caso hablar de Dios, porque sería chocante o estaría fuera de lugar, o porque otros aducirían que las posturas de un cristiano en cuestiones profesionales están condicionadas por la religión. Se presenta entonces la tentación de poner entre paréntesis la propia fe, precisamente cuando debería manifestarse.
Aconfesionalismo. Neutralidad. —Viejos mitos que intentan siempre remozarse. ¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?[20]. San Josemaría no invita a hacer alardes, ni mucho menos a utilizar etiquetas de católico que no se compaginan con la mentalidad laical. Lo que pide es molestarse en meditar, cada uno en sus circunstancias, cuáles son las exigencias externas y visibles de la unidad de vida en la propia profesión y actuación social. Habéis de tener la valentía, que en ocasiones no será poca, dadas las circunstancias de los tiempos, de hacer presente —tangible, diré mejor— vuestra fe: que vean vuestras obras buenas y el motivo de vuestras obras, aun cuando venga a veces la crítica y la contradicción de unos y de otros[21].
La unidad de vida es un don de Dios y, a la vez, una conquista que exige lucha personal. El trabajo profesional es terreno en el que se forja esa unidad a través de decisiones concretas de actuar en todo cara a Dios y con afán apostólico. Con la gracia de Dios hemos de aspirar y llegar a amarle con totalidad: ex todo corde, ex tota anima, ex tota mente, ex tota virtute[22], con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas.
El contenido es cortesía de nuestros aliados y amigos: Opus Dei
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Notas
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 10.
[2] Mt 6, 24.
[3] San Josemaría, Camino, n. 724.
[4] Cfr. Ibid. n. 788.
[5] Ibid. n. 290.
[6] San Josemaría, Forja, n. 704.
[7] Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 83.
[8] Mt 10, 16.
[9] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 173.
[10] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 933.
[11] Mt 5, 16.
[12] San Josemaría, Forja, n. 856.
[13] Is 49, 6.
[14] San Josemaría, Surco, n. 46.
[15] Lc 9, 26.
[16] Mt 10, 32.
[17] Mc 16, 15.
[18] Gal 5, 6.
[19] San Josemaría, Camino, n. 192.
[20] San Josemaría, Camino, n. 353.
[21] San Josemaría, Instrucción, 8-XII-1941, n. 13, en E. Burkhart, J. López Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, III, Rialp, Madrid 2013, p. 647.
[22] Mc 12, 30.
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