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Tres condiciones de la amistad
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Tres condiciones de la amistad

Aristóteles hablaba, hace ya muchos siglos, de tres condiciones para que exista la amistad.

La primera: querer el bien del otro, apreciarle por lo que es en sí mismo y desear que sea feliz, que triunfe, que se realice plenamente.

Esto parece algo sencillo, pero no resulta tan fácil. El mismo Aristóteles ponía el ejemplo del vino: un aficionado a los buenos vinos puede “amar” una botella, cuidarla, guardarla en el mejor lugar de la casa. Pero, en el fondo, todo su cariño queda explicado por la sencilla razón de que un día esa botella le podrá dar un gran placer. Ha amado la botella por lo que esperaba a conseguir de ella, no porque ella fuese digna de un amor desinteresado.

En otras palabras, no hay verdadero amor de amistad si éste se funda en el interés (“me puedes ayudar”) o sólo en la búsqueda de una satisfacción egoísta (“me haces sentir cosquillas en la barriga…”).

La segunda condición: que el otro quiera mi bien, me ame a mí como yo le amo a él.

Aquí las cosas se ponen más difíciles, pues es posible que yo ame a otro, pero el otro no tenga prácticamente el menor interés por mí. Es algo que ocurre muchas veces en el mundo de los enamorados: Francisco ama apasionadamente a Isabel, pero Isabel se siente como ante un poste de luz cada vez que encuentra o mira a Francisco. La amistad verdadera no puede ser unidireccional: tiene que ir de un lado a otro, y viceversa.

La tercera condición puede parecer banal: que haya conocimiento del mutuo afecto, que se sepa por las dos partes que hay amor.

Porque pasa, no sólo en novelas o películas, que un chico ame a una chica, que esa chica ame también al chico, y, sin embargo, por mucho tiempo no se dicen una palabra: les falta el valor para dar el primer paso que permite construir el puente sobre el que pueda pasar la corriente del amor descubierto y correspondido.

Son tres condiciones sencillas, que pueden llevar a preguntarnos: ¿tenemos muchos amigos verdaderos, profundos, incondicionales?

Volvamos a escuchar a Aristóteles. Para él, no es verdadera la amistad basada en el placer, como tampoco lo es la que se construye sobre la utilidad.

Porque, y no hay que ser filósofos para darnos cuenta de ello, el placer cambia como cambia el viento: hoy me produce placer una persona y mañana otra. Por eso fracasan tantos matrimonios y tantas amistades de artificio.

Tampoco hay verdadera amistad en las alianzas que buscan un beneficio mutuo. En este caso sólo habría unión de esfuerzos en tanto en cuanto sirven para los intereses mutuos. Lograda la meta, se rompe el motivo de la aparente amistad, que no era sino una alianza de egoísmos. Luego, cada quien sigue su camino, a no ser que se haya descubierto en la otra parte (en el “socio”) algo nuevo: no sólo me puede ayudar en un trabajo o negocio, sino que es bueno, que vale la pena amarlo por sí mismo.

Lo propio del amor verdadero consiste, por lo tanto, en ir a fondo, al centro del otro. Tiene que saber respetarlo con sus defectos y sus cualidades, apreciarlo por lo que es, aunque los años hayan cambiado el pelo, la piel o la silueta del esposo o de la esposa…

El camino para lograr la verdadera amistad que todos desearíamos es difícil y arduo. Inicia cuando uno deja de ser el centro de su vida y empieza a girar en torno al otro. Cuando uno, como repetía Aristóteles, llega a ser “virtuoso”, bueno, desinteresado, capaz de dejar egoísmos o avaricias para ganar y ser más gracias al amor.

El programa es difícil, pero vale la pena. Los que tienen un amigo de verdad lo saben muy bien. Quizá no son muchos, pero pueden serlo muchos más de los que imaginamos. Basta con que cada día dejemos de pensar en el propio bienestar, en los intereses coyunturales, para empezar a darnos, para amar y dejarse amar. El resto depende del tiempo y de la fidelidad, que es la corona del amor.

 

 

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