La fiebre del tatuaje va en aumento. Entre los jóvenes mexicanos, casi tres de cada diez tienen un tatuaje. En los Estados Unidos, la cifra global de tatuados es de 45 millones. “¿Estilo, moda o rebeldía?”, se preguntan algunos.
No hace mucho, los tatuajes sólo se veían entre camioneros, pandilleros y rebeldes sociales. Aunque el tatuaje no nació ni con los “hippies” de los setenta ni con los “punks” de los ochenta. Lo practicaba ya el hombre del neolítico. Cate Lineberry encontró en Egipto el cadáver humano con piel más antiguo que se conoce, de unos 5,200 años. Estaba tatuado. Como se ve, la práctica no es muy novedosa que digamos.
Hoy, sin embargo, cada vez más chicos y chicas graban en sus cuerpos nombres, fechas y símbolos inspirados en el artista, deportista o romance del momento. El Mundial de Futbol está siendo, entre otras cosas, un escaparate de tatuajes. Neymar, Sergio Ramos y Fernando Torres son, según la afición, los mejores ejemplos.
Ahora bien, el tatuaje, por permanente que sea, es un ingrediente de la “cultura de lo efímero” señalada por el Papa Francisco. Lo que un día se graba a fuego en la piel, al día siguiente se borra del corazón. Hace una semana, en el metro de Roma iba frente a mí una chica que llevaba tatuado en el cuello y la espalda alta un corazón con sus iniciales y las de su novio, y un poema que terminaba con un “amore per sempre”. Al conversar con ella me dijo que había roto con su novio, y que aquel tatuaje ya no tenía sentido. Luego vine a saber que entre un 80 y 90% de las personas con tatuajes, después de unos años, quieren eliminarlos.
San Pablo dice que nuestro cuerpo es templo de Dios; y no se antoja una gran idea pintar grafitis en las paredes de una iglesia. Por eso, más que tatuajes externos, habría que hacerse “tatuajes internos”. Es decir, grabarse a fuego en el alma y el corazón los valores profundos, principios vitales y verdaderos amores que orientan, estimulan y dan sentido a nuestro día a día. Un corazón sin tatuajes me preocuparía. Sería un corazón sin pasión ni ilusión, sin fuerza ni garbo para afrontar el desafío de vivir.
Hasta el Corazón de Dios está tatuado. Lo dice Dios mismo en la Biblia: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, te tengo tatuado en las palmas de mis manos” (Is. 49, 15-16).
Dios lleva tatuado al hombre “en las palmas de sus manos”. Obviamente, Dios es espíritu; sus manos y su corazón son una misma realidad. Al referir que nos lleva tatuados nos está diciendo que somos su “pasión”, su “ilusión”, su “debilidad”; lo único capaz de alterar su imperturbable Ser. Cómo trabaja la mente de Dios, no lo sabemos; cómo opera su corazón, sí: es todo amor y bondad, todo compasión y misericordia. Lo dice el salmo 144: “El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus creaturas”.
Tatuarse es costoso, laborioso y doloroso. Dios pagó un altísimo precio por llevarnos tatuados en su corazón. Ojalá también nosotros estemos dispuestos a pagar el precio de llevarlo a Él tatuado en el nuestro. Cada oración, cada acto de caridad, cada obediencia a sus mandamientos es una aguja que inyecta tinta bajo la epidermis de nuestro corazón y nos marca con el sello de Dios, opuesto a “la marca de la Bestia”, como la llama el Apocalipsis. Ahí dice también: “Al vencedor le pondré de columna en el Santuario de mi Dios… y grabaré en él el nombre de mi Dios, y el nombre de la Ciudad de mi Dios” (Ap. 3, 12). Ningún tatuaje valdrá entonces más que éste, pues nos identificará como hijos de Dios y nos abrirá las puertas del Cielo.
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