La búsqueda sincera de la justicia lleva al esfuerzo por mejorar las leyes, perseguir a los culpables, defender a los inocentes, promover los derechos de todos.
Pero los mejores esfuerzos no siempre llegan a resultados concretos. Por eso, miles, millones de personas, sufren a causa de injusticias atroces que se prolongan por meses y por años.
Unos viven en situaciones endémicas de hambre. Otros son golpeados, heridos, asesinados. Hay quienes asisten en silencio a expropiaciones “legales” que son auténticos delitos de estado. En cientos de hospitales se practica el crimen del aborto como si fuera un “servicio” público. Millones de trabajadores son explotados, mal pagados, humillados o despedidos sin las mínimas garantías laborales.
¿No constatamos, además, cómo miles, millones de personas, no ven nunca, en su existencia terrena, la llegada de jueces buenos y de ayudas verdaderas? En aquellas otras situaciones en las que intervienen policías y jueces y llegan a castigar a los verdaderos culpables, ¿basta la condena de los asesinos para que unos padres sientan alivio tras la muerte despiadada de su hijo?
El mundo ha estado y está ahogado por la injusticia. Ante tanto dolor, ante las lágrimas y la angustia de los inocentes, miles y miles de personas luchan casi heroicamente para perseguir a los culpables, para rescatar a las víctimas, para compensar, en la medida de lo posible, los daños. Pero la “realidad” se impone: es casi imposible lograr la justicia para todos.
Para empeorar las cosas, el mal también está presente entre los magistrados, los policías, los políticos. No podemos olvidar que hay parlamentos que aprueban leyes que pisotean en sus derechos a miles de trabajadores, que perpetuan situaciones de miseria, que permiten el asesinato de los hijos antes de su nacimiento. No podemos cerrar los ojos ante la corrupción, real, de jueces o de policías que actúan duramente contra unos (a veces incluso contra inocentes) mientras hacen la vista gorda o llegan a colaborar con grupos más o menos poderosos de delincuentes.
En nuestro planeta azul y confuso, millones de seres humanos han vivido y viven aplastados por situaciones intolerables de injusticia. Muchos de ellos, quizá la mayoría, murieron y mueren sin haber sido atendidos, en el tiempo terreno, en sus derechos, en sus necesidades, en sus heridas, en sus lágrimas.
Alguno dirá que, el día del mañana, la historia les “hará justicia”. Pero no sirve para nada, a quien ahora muere de hambre, saber (si es que llega a pensarlo) que dentro de unos años habrá historiadores que lo ensalzarán en sus libros mientras condenarán a los culpables (que, por cierto, muchas veces mueren “tranquilos” en medio de sus riquezas y sus placeres).
La idea de justicia exige que, de algún modo, los buenos sean rescatados y reconocidos, sean atendidos en sus deseos sanos, y que los malos sean castigados y corregidos en la medida de sus perversiones y miserias.
Si en el mundo no se llega en tantos millones de casos a restablecer la justicia, algo nos dice que tiene que existir, tras la muerte, un Ser bueno, justo, incorruptible, capaz de reconocer los méritos de unos y de castigar las maldades de otros.
Sin Dios, la idea de justicia queda truncada e incompleta. No podemos suponer que el mundo estuvo tan mal hecho que permitió a unos gozar a costa de los pobres mientras que otros eran pisoteados y humillados en sus derechos más elementales.
Benedicto XVI afrontaba esta temática en la encíclica “Spe salvi” (n. 43): “Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la «revocación» del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna”.
Sí: la idea de justicia nos lleva a elevar los ojos hacia Dios y a esperar en una vida eterna que “arregle” lo que en la Tierra no pudo ser reparado. Sólo si Dios existe es posible dar sentido pleno a la existencia humana y a los ideales irrenunciables de justicia.
Es necesario recordarlo, para corregir ahora, en el tiempo, todo el mal que hayamos podido cometer; y para esperar, en la otra vida, la llegada de un juicio decisivo, que se basa, sin sobornos y sin engaños, en lo que haya sido el actuar concreto de cada ser humano.
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