Jesús se va a encontrar a lo largo de su ministerio con muchos leprosos. Esa terrible enfermedad aterraba al pueblo. Pero lo peor era que la pobre víctima se veía condenada a un aislamiento horrible. El leproso no formaba parte de la sociedad. Estaba excluido de la misma de una manera inhumana. Cuando alguien se le acercaba, había de gritar: -¡Leproso, leproso!…, y nadie se podía arrimar a él.
Todo esto nos parece hoy algo increíble. Pero, así era.
Cuando, a fuerza de remedios inútiles, alguno se creía haber curado de semejante mal, tenía que presentarse al sacerdote de la Ley, que diagnosticaba sobre la curación o la permanencia de la enfermedad.
Hay que tener esto presente para valorar la valentía de los leprosos y la de Jesús. La de los unos, para romper con el miedo a la gente y meterse en medio de ella hasta acercarse al Maestro. La de Jesús, para aceptar el diálogo con ellos y hasta tenderles la mano…
Así las cosas, vemos ahora que un leproso, con verdadera audacia, se introduce entre la gente, se arrodilla ante Jesús, y comienza a suplicar:
– ¡Maestro, Maestro! Si tú quieres, puedes curarme!
¡Y qué va a hacer ahora el bueno de Jesús! Se conmueve ante ese cuadro siempre desgarrador de un leproso del que todos huyen. Extiende el brazo, –¡y qué valentía, Dios mío, ante la ley que prohibía tocar a un inmundo!–, le toca al enfermo sus carnes que se caen a pedazos.
Todos los del auditorio se callan. Y oyen las palabras de Jesús:
– ¡Sí que quiero! ¡Cúrate!…
En el mismo instante desaparece la lepra a la vista de todos, que quedan entusiasmados, mientras que el pobre leproso de antes estalla en gritos de júbilo. Jesús cumple con la Ley, y le manda:
– Vete ahora al sacerdote para que testifique tu curación, lleva la ofrenda establecida, y puedas así reintegrarte a la sociedad.
Pero, no queriendo Jesús que se extienda su fama, pues no le conviene ante los posibles levantamientos políticos del pueblo contra los romanos, le ordena ahora severamente:
– ¡Y haz el favor de no decir nada a nadie! ¡Vete con cuidado!…
Sin embargo, el recién curado no hace ningún caso. Mientras se aleja, va gritando a todos: -¡Jesús de Nazaret me ha curado! ¡Jesús de Nazaret me ha curado!…
Jesús no tiene más remedio que esconderse. Se aleja de los centros urbanos y se acoge a lugares solitarios, a pesar de lo cual las gentes no le dejan en paz, porque vienen a Él de todas partes.
Hasta hace poco, cuando se nos narraba este milagro en la Iglesia, siempre los predicadores nos llevaban como de la mano hacia la consideración del pecado, lepra del alma, y de la cual nos libraba el Señor mediante el ministerio del sacerdote. No estaba del todo mal… Pero hoy la cosa ha cambiado de signo.
Cuando narramos este hecho en nuestros días nos vamos más bien en nuestra reflexión hacia los marginados modernos, a los hombres hermanos nuestros que se ven excluidos de tantos bienes de la vida social.
Y podemos hacer la lista bien alargada:
los pobres que no tienen nada;
las víctimas de enfermedades antes desconocidas y que actualmente nos espantan;
los trabajadores explotados;
las mujeres víctimas de organizaciones criminales que las reclutan para el vicio;
los niños comprados para fines inconfesables;
los drogadictos y muchos alcoholizados de los que nadie quiere cuidar;
los detenidos en muchas cárceles sin las atenciones debidas a los más elementales derechos humanos.
¿Para qué seguir señalando otros males que están muy presentes en nuestra mente y a flor siempre de nuestros labios?…
Todos estos leprosos modernos, ¿no tienen remedio? ¿Se sienten de veras excluidos de todo cuidado? ¿Jesús mismo huye de ellos?… ¡No! ¡Afortunadamente, no! Jesús, por su Iglesia, sale siempre al encuentros de todos ellos. Y ellos saben que la Iglesia no los va a rechazar nunca.
La prueba la tienen en tantas organizaciones católicas creadas expresamente para acogerlos.
Tenemos el ejemplo de las Misioneras de la Madre Teresa. Apenas empezó a extenderse el SIDA, la Madre propuso a sus religiosas, y ellas lo aceptaron inmediatamente, el cuidar de esos enfermos de los que todos huyen.
Y no solamente hace esto la Iglesia Católica, sino tantas otras organizaciones humanitarias, que llevan a todos los marginados una muestra cariñosa de la bondad y del amor de Dios.
Cuando llega el momento de curar a los leprosos modernos, y nos piden una colaboración de nuestro bolsillo, vemos en las mesas petitorias a caballeros y damas respetables, a jóvenes magníficos y a señoritas simpáticas. En sus rostros adivinamos otro rostro que todos conocemos muy bien, el de Jesús que sigue diciendo:
– ¡Sí, quiero! Yo quiero que esos leprosos modernos se curen. Hacia ellos extiendo el brazo de mi compasión y de mi bondad, mientras lo alargo hacia vosotros pidiendo vuestra colaboración generosa…
¡Señor Jesucristo! Esto es lo que nos dices hoy. Esto nos pides a favor de tantos leprosos en su espíritu. ¿Por qué no te vamos a hacer caso?….
MARCOS 1,40-45
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