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¿Seré capaz…?
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¿Seré capaz…?

Cuando uno entra en la aventura de seguir a Dios y se decide hacer alguna obra apostólica por Él, enseguida vienen como un relámpago las inquietudes, las dudas, y, lo peor de todo, un sentimiento demoledor de indignidad. ¡Y cuánto más cuando Dios no nos pide niñerías o trivialidades! ¡Deposita sobre nuestros hombros la salvación del mundo o, cuando menos, de una persona! “¿Seré capaz de hacerlo?”, “¿Cómo yo? si soy tan pecador…”, “Nunca podré hacerlo”, son los pensamientos más comunes.

 

El miedo es algo muy natural y sería de locos querer erradicarlo por completo. Y al querer forzar la naturaleza, sólo se logra carecer de naturalidad. Además, Dios nos quiere hombres completos, con defectos y todo. Pues bien, quisiera dar algunos consejos que me han ayudado en mi vida. Estos “tips” no eliminarán el miedo que nos ataca constantemente, sino que lo convertirán en nuestra mejor arma para dejar actuar a Dios.
 

Tu debilidad es tu fuerza:

“Porque cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Corintios 12,10). Normalmente consideramos nuestra debilidad como algo malo. Como si fuera una malformación del alma que debemos extirpar. En cambio ¡Qué distinto piensa Dios! Él no quiere que seamos superhéroes que alcanzan todo lo que desean con el chasquear de sus dedos. Él sabe que si fuera así, no tendríamos necesidad de él. Dios nos sobraría. Nuestras limitaciones, nuestra pobreza no son un obstáculo. Son una bendición. Pues es sólo en ellas cuando vemos manifiestamente la fuerza de Dios. A lo único que le debemos tener miedo es a la auto-suficiencia, a creer que todo lo conseguiremos con nuestras propias fuerzas. Dios quiere que le presentemos nuestra nada, y de esa nada fluirá el agua fresca de la gracia. Se realizará lo que Bernanos llamaba “el milagro de las manos vacías”. No tengamos miedo de ser pobres, de no tener un alma llena condecoraciones de conquistas y logros, pues “de los pobres es el reino de los cielos”.

Confía: Dios está contigo:

Lo mejor de todo es que nunca nos abandona. Basta con ver el ejemplo de tantos santos que confiaron y efectuaron grandes obras: San Juan Bosco, la Beata Teresa de Calcuta, San Juan Pablo II. Seamos sinceros: si a veces “fracasamos” en el apostolado, la causa no está en nuestra negligencia (en la mayoría de los casos) sino en nuestra falta de confianza.

No lo olvides nunca: vales más de lo que tú piensas.

En el Génesis leemos que, al final de la creación, “vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Génesis 1,31). Dios no se equivoca en todo cuanto hace. Y tú no eres la excepción. Él te ha creado con una infinidad de valores, dones y cualidades. Eres único en este mundo y es esa singularidad la que estás llamado a aportar. Es verdad que también tenemos defectos y limitaciones. Nunca hay que hacer las paces con nuestras caídas, pues Dios siempre bendice nuestros esfuerzos. Pero no podemos permitir que sean ellos los que tiranicen nuestra alma y la paralicen. Nuestra única desgracia no consiste en ser despreciados, sino, tan sólo, en despreciarnos a nosotros mismos. Todos tenemos en nuestro interior una mina fertilísima esperando que sea explotada. Lo malo es que nunca nos atrevemos a bajar para trabajarla. Nos sucede como el jornalero de la parábola, que entierra su talento. No confiaba en sí mismo. Ni en su señor. Y ya sabemos el final de la parábola. De la parálisis causada por el miedo no sale nada. La desconfianza en nosotros mismos hiere profundamente el corazón del Padre. Es una desconfianza a su amor, poder y gracia. Hemos salido de sus manos. Demostremos lo que Él vale.

Todos estos consejos se aprenden poco a poco. Parecen fáciles, incluso aliviadores, pero en la práctica son muy difíciles de seguir a causa de nuestra soberbia escondida (pero activa) que pretende dominarlo todo. Incluso el desprecio puede ser también hija de la soberbia.

Santa Teresita decía que hay que aprender el arduo arte de amar nuestra pequeñez. Su caminito de vida espiritual se ha convertido en un faro de luz en la santidad de muchísimas personas. Estos consejos nacen de su poderosa espiritualidad. Ella nos ha enseñado que la santidad no está en la derrota de nuestros defectos, en alcanzar la indefectibilidad de nuestra pequeña alma. Como si fuera un “boy scout” que se esmera en conseguir todas las medallas.

La santidad es amar a Dios con todas nuestras fuerzas. Amarlo como ama un niño a su padre. Debemos luchar contra todo aquello que reduce en nosotros el amor a Dios. Por eso debemos luchar contra el pecado. Pero sólo será en nuestras limitaciones donde brillará con toda su fuerza la misericordia de Dios que ama a su niño no por lo que hace, sino por lo que es. Al fin y al cabo, Dios a través de Cristo, se nos reveló como un Padre y ¿qué padre hay en el mundo que no ame a su hijo cuando lo estrecha entre sus brazos?

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