Hace cuatro años me encontraba en la Plaza de San Pedro en un encuentro del Papa con los movimientos eclesiales. En ese evento conocí a un joven y estuvimos conversando sobre la cantidad de gente, carismas y culturas allí presentes. Cuando comenté que los movimientos apostólicos ayudan a santificar a sus miembros, él se extrañó y me dijo: “Bueno, santos, santos, los que hacen milagros, los demás somos personas normales”.
No me pareció rara esa respuesta, pues algunos cristianos siguen pensando que la santidad es privilegio de pocos, que ser santo es tener estigmas como el Padre Pío, fundar congregaciones como la Madre Teresa o ser mártires de una persecución como el Padre Kolbe. Pero se equivocan.
La Iglesia dedica en su calendario litúrgico un día a conmemorar a todos aquellos hombres, mujeres, niños y niñas que no han tenido estigmas, no han fundado órdenes, no han sido martirizados en ninguna persecución y, sin embargo, bien merecen el título de santos.
El primer día de noviembre recordamos a las amas de casa que no llevan las llagas del Redentor, pero sí tienen las manos rugosas de tanto limpiar, lavar y cocinar, que convierten su amor a Dios y a su familia en atención, trabajo y servicio. Pensamos en los jóvenes que no han fundado congregaciones pero, en medio de sus tareas laborales, universitarias y familiares, buscan con fervor la Eucaristía o la Confesión. Festejamos a esos hombres que no son mártires en campos de concentración, pero que entre los ajetreos de cada día, reservan 15 ó 30 minutos a la oración, y por ello viven felices, entusiastas, radiantes. En fin, en esa fecha conmemoramos a esa multitud desconocida por nosotros, pero conocidísima por el Señor, a aquellas personas que se han dejado cautivar por el amor de Dios y que cautivan por su amor a Dios.
No es necesario hacer milagros para ser un santo, aunque estoy convencido de que todo santo obra el milagro que más agrada al Señor: la conversión de los corazones. No hacen falta estigmas, ni congregaciones ni persecuciones para alcanzar la santidad, para estar al lado de aquellos a los que se dedican velas, altares y novenas. Basta ejercitarnos en el verdadero amor, que es el servicio desinteresado de nosotros mismos a los demás; acudir con periodicidad a la Eucaristía y a la Confesión, esos impulsos visibles de la gracia que nos acercan a Cristo; ofrecerle a Dios unos momentos para estar a solas con Él para hablarle, escucharle y disfrutar de su compañía.
Si ya eres parte de este grupo, ¡Felicidades! ¡Sigue adelante! Si ya te diste cuenta de que la santidad sí está al alcance de tu mano, ya tienes la receta; si aún sigues pensando en que esto no es para ti, da el primer paso y Dios te irá llevando. A todos los santos de ayer y hoy y a quienes luchamos por serlo: ¡Feliz día!
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