Y sin embargo todos los días nuestra vida pasa girando en torno a la obediencia. Es más, desde que nacemos hasta que nos despedimos de este mundo vivimos en actitud constante de obediencia: obediencia a leyes del mundo que ordenan nuestra relación para con la naturaleza; obediencia a unas leyes del Estado que regulan las relaciones entre los hombres; obediencia a una ley interior que regula nuestra relación con Dios.
Ciertamente, para que se dé la obediencia como virtud hace falta mucho más que la simple vivencia inconsciente. Obedecer la ley de la gravedad no tiene mérito. Se vive y ya. Por mucho que alguno deseara omitirla, por más que mueva los brazos, no volará. Sí hay valor en el vivir la obediencia en relación a los demás hombres y en relación con Dios. Es aquí donde nos encontramos con maneras de obedecer que le darán el toque de virtud.
Se puede obedecer por miedo a un castigo, por el prurito de un premio o por amor. Durante el régimen de Hitler muchos se enrolaban en el ejército por temor a ser asesinados en caso de rehusarse: obedecían por temor. En la Edad Media muchos príncipes y caballeros se alistaban en los ejércitos convocados por los reyes y Emperadores pensando en el botín que alcanzarían en caso de ganar la batalla: obedecían por el prurito de un premio. En la guerra cristera mexicana los “soldados” se incorporaban a los regimientos por amor a su fe (que era amor a Dios).
¡He aquí la diferencia! ¡He aquí el detalle donde radica la virtud al obedecer! Y es que la obediencia supone confianza en el que obedece y responsabilidad en el que manda; observancia y docilidad en el que acata y justicia y humildad en el que ordena. Obediencia y autoridad son virtudes en relación permanente. En buena medida, si en el plano de las relaciones entre los hombres se ha dado una crisis en la obediencia es porque antes hubo una crisis en la autoridad. Todos obedecen con ecuanimidad donde hay personas dignas. Mas como todos ejercitamos el mando-autoridad en algún momento de nuestra existencia, en magnitudes y sobre números de personas distintos, no estamos como para echarle la culpa de esta crisis a los otros y sí para comprometernos en un buen desempeño de ella y en una mejora de su imagen.
En el plano de nuestras relaciones con Dios no tenemos nada que argüir. Ante Él no queda más que repetir aquello que decía Virgilio en la Eneida (5, 467): “Cede Deo” (“cede ante Dios”). ¿Y cómo saber ante qué debo ceder? ¿Qué modelos de obediencia puedo tomar de ejemplo? ¿Qué actitudes tomar cuando obedecer me cueste?
Sabemos qué debemos obedecer. Ya lo decía Jesús: “Ya sabes los mandamientos: no cometerás adulterio, no mates, no robes, no levantes falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre” (Lc 18, 20); y además nuestro interior nos lo dicta: hacer el bien y evitar el mal. Obedecer sólo tiene sentido y plenitud cuando de las intenciones se baja a los hechos. ¿Modelos? Abraham, Moisés, María… ¿Actitudes? Las del amor y la confianza. Dios jamás pedirá algo que esté fuera de nuestro alcance, algo que no podamos darle. Podrá parecernos humanamente imposible pero no será así en el fondo. Uno que ama sólo pedirá al amado más amor.
Obediencia también dice relación con la fe. ¿Cómo entender sino los modelos antes mencionados? A Abraham Dios le prometió una descendencia más grande que las arenas del mar y las estrellas del cielo. Y cuando tuvo a su hijo Isaac ¡Dios le pide sacrificárselo! ¿Cómo no imaginar la lucha interior, el humano pensamiento donde la razón no da para comprender aquellas palabras divinas, “multiplicaré tu descendencia”, y la petición de sacrificio del vástago prometido? Vamos, que si Abraham fuese un chavalito tendría tiempo de sobra para tener más hijos que ofrecerle a Dios y multiplicarse según aquellas promesa; pero era hombre anciano como su esposa Sara. Y qué decir de María: dijo que se hiciera en ella la voluntad de Dios, ¡obedeció libremente! Su sí no era uno cualquiera; no lo estaba dando a una orden de hamburguesas en el restaurante como quien no se entera de lo que está aceptando. Con su respuesta se jugaban muchas otras cosas…; tenía 15 años, era hija única, estaba comprometida… y de repente, ¡embarazada! “¿De quién es María?”, debieron preguntarle sus padres y el mismo José. Y qué iba a responder ella sino la verdad. Verdad verdadera –valga la redundancia- pero costosísima de creer. Y todo por obedecer porque amaba y confiaba en Dios.
Sabemos en qué terminaron aquellas historias: en la paz, en la serenidad de quien sabe ha obedecido. En Cristo hallamos el modelo más perfecto de obediencia -¡y qué obediencia!-. Y mirad qué beneficios nos dio su obedecer la voluntad de Dios al morir de la forma como lo hizo: la paz de sabernos redimidos. Como decía el lema del Papa Juan XXIII: “obediencia y paz”. La consecuencia de la obediencia es la paz. Tan sencillo y tan profundo como eso. Y no se puede olvidar.
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