Para la mentalidad del pueblo judío, las viudas y los huérfanos eran la imagen de la soledad y el desamparo. Tras la muerte del marido las viudas no heredaban y, en caso de no haber tenido hijos, debían regresar a la casa paterna: del sometimiento al difunto marido retornaban a la obediencia hacia el padre o hacia el hermano mayor. La legislación acentuaba el humanitarismo proveyendo que se les asignasen los restos de las cosechas que quedaban en el campo tras la siega y después de la recogida de la aceituna y la vendimia (Dt 16, 11 s.s.; 24, 19), lo que nos deja entrever la situación de penuria y estrechez en que vivían la mayoría de ellas.
Pero a la pobreza material, que podría justificar algún pequeño acto de egoísmo, se le antepone la virtud. En el Nuevo Testamento hay una viuda que me ha llamado la atención desde que escuché por vez primera el pasaje evangélico que a ella se refiere. Su actitud, sencillamente conmovedora, conquista con facilidad. El comentario que de ella hace Jesús la enaltece.
La escena no es difícil de imaginar: frente al receptáculo de las limosnas en el templo, Jesús observa las actitudes de los ricos que pasan a dejar sus monedas. Unos alardean las cantidades depositadas mientras otros se retan soberbiamente a ver quién es capaz de dejar más… De pronto, entre las finas telas de las túnicas de esas opulentas personas, se va abriendo paso un cuerpecillo encorvado que roba inmediatamente la mirada del Maestro.
Es una mujer adornada con la vejez de muchos años; una mujer envuelta en un largo y gastado velo negro. Arrastra las sandalias y camina con dificultad pero con paso seguro. No lleva algo en la mano, lo lleva todo. Los ricos la ven despectivamente mientras ella baja la cabeza y sigue su paso. Al llegar a la urna alza la mano con temblor, con un poco de pena ante los hombres que continúan viéndola. Apenas abrir la palma de su mano y los oídos perciben casi inmediatamente dos pequeños golpes nacidos del contacto del metal con el fondo… Y el Señor Jesús, que seguía todo con fina atención, mueve la cabeza con ese gesto tan conocido por los suyos, un gesto propio para cuando deseaba convocarlos sin necesidad de pronunciar palabras.
Todavía no se congregan todos sus discípulos cuando, sin quitarle la mirada a la ancianita, empieza a decir con firmeza: “Os digo de verdad que esa viuda pobre ha echado más que todos los que han echado. Pues todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir” (Mc 12, 43-44).
…No ha echado de lo que le sobraba sino de lo que necesitaba, cuanto poseía y tenía para vivir… Es que únicamente las almas grandes y virtuosas son capaces de darse enteramente y sin cláusulas. Sólo las almas generosas son capaces de actos como ese porque han penetrado el misterio de aquella máxima de la sabiduría popular que dice que hay más alegría en dar que en recibir.
Pero no, la viuda del relato evangélico no era nada más una persona generosa. Los generosos saben dar pero todavía arrastran el lastre de la sujeción al devenir de los estados de ánimo: hoy dan si se sienten bien pero mañana no saben si serán capaces; dependerá de cómo se sientan. Y es que nuestra viuda es una persona que ha conducido su generosidad al culmen, hasta la cima de la virtud, hasta la magnanimidad. Y no se puede pensar en que aquel gesto hubiese sido un hecho puntual aislado sino un acto más en esa cadena de buenos hábitos que dan esa áurea de virtud a su obra. Tan es así que se ganó el laurel del reconocimiento de un Dios que conoce los interiores de las personas.
Al recordar ese acto culmen de una mujer sencilla y en las condiciones propias de su viudez, ¿no nos interpela algo dentro a nosotros? La imitación, ciertamente, no consiste en reproducir el mismo acto –si bien no estaría de más tenerlo en lista– sino en cultivar las mismas actitudes, lo que está en el fondo. Nadie se vuelve magnánimo de la noche a la mañana sino a través de pequeños actos de generosidad diarios que a la larga se vuelven espontáneos y, poco a poco, magnánimos. Seguramente pocos tendrán los medios como para comprar una casa a un pobre vagabundo pero todos tenemos la oportunidad de ofrecer una cálida sonrisa, una palabra de aliento o un gesto de afecto a aquellos con quienes nos topamos diariamente.
No podemos esperar grandes oportunidades para ser generosos y, luego, poco a poco, magnánimos.
Bastan las pequeñas ocasiones del día a día. Así, casi sin darnos cuenta, con el empeño constante, seremos capaces de dar como esa viuda, las “moneditas” que de no ser por ejercitarnos todos los días, jamás hubiésemos dado.
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