Demonio, carne y mundo son los enemigos del hombre: los tres obran en coalición permanente, y ellos son los que lo inducen al pecado y a la perdición temporal y eterna. El Evangelio de Cristo lo enseña con toda claridad y lo mismo los Apóstoles (Ef 2,1-3 et passim). El peor de los tres enemigos es el demonio, «príncipe de este mundo» (Jn 12,31), «dios de este mundo» (2Cor 4,4); y «quien comete pecado ése es del diablo» (1Jn 3,8), es decir, está más o menos cautivo de él, bajo su influjo.
«Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos dio vida por Cristo –por gracia habéis sido salvados–, y nos resucitó y nos sentó en los cielos por Cristo Jesús, a fin de mostrar a los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia, por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús. Pues por gracia habéis sido salvados por la fe. Y esto no os viene de vosotros, es don de Dios» (Ef 2,4-8).
Así es la vida del hombre en la tierra, y el hecho de que hoy estas cosas apenas se prediquen no cambia en nada la verdad de la realidad. Demonio, carne y mundo son los enemigos del hombre, y los tres han de ser vencidos con Cristo Salvador.
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Pruebas y tentaciones
–Pruebas (tentatio probationis). –Como las virtudes crecen por actos intensos, y como la persona no suele hacerlos como no se vea apremiada por la situación difícil, por eso Dios permite en su providencia ciertas pruebas que afectan al hombre –enfermedades, riquezas, desengaños, pobrezas, etc.–, dando su gracia para que la dificultad que ha permitido sea ocasión de crecimiento espiritual (Rm 8,28). De este modo, en una prueba, durante una enfermedad, por ejemplo, la persona puede con la gracia del Salvador crecer en paciencia y esperanza más en un mes de enfermedad que en diez años de salud.
Dios nos pone a prueba para acrisolar nuestro corazón (Dt 13,3; Prov 17,3; 1Pe 4,12-13). Y con la prueba, da su gracia: «Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que dispondrá con la tentación el modo de poderla resistir con éxito» (1Cor 10,13). Por eso, «tened por sumo gozo veros rodeados de diversas tentaciones, considerando que la prueba de vuestra fe engendra paciencia» (Sant 1,2-3). Y merece el premio prometido: «Bienaventurado el varón que soporta la tentación, porque, probado, recibirá la corona de la vida que Dios prometió a los que le aman» (1,12). En este sentido, toda la vida del hombre, que incluye por supuesto las consecuencias de los pecados propios y ajenos, es una serie continua de pruebas dispuestas por Dios providente para purificarlo, santificarlo y conducirlo al cielo.
–Tentaciones (tentatio seductionis). –Por la misma razón, Dios permite que el hombre sufra tentaciones, estos es, inducciones al mal que proceden del Demonio, del mundo y de la propia carne –y al decir «la carne», en sentido bíblico, decimos la propia naturaleza humana, caída en cuerpo y alma. Estos son los tres enemigos que hostilizan al hombre, según enseña Jesús, por ejemplo, en la parábola del sembrador. Denuncia la acción del Demonio: «viene el Maligno y le arrebata lo que se había sembrado en su corazón». Alude a la carne: «no tiene raíces en sí mismo, sino que es voluble»; y es que «el espíritu está pronto, pero la carne es flaca». Indica en fin el influjo del mundo: «los cuidados del siglo y la seducción de las riquezas» (Mt 13,1-8.18-23; 26,41). Los cristianos, pues, como dice el concilio de Trento, estamos en «lucha con la carne, con el mundo y con el diablo» (Dz 1541).
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El proceso de la tentación nos es bien conocido, pues ya desde el principio de la revelación la Biblia nos describe sus fases, tipificadas en el pecado de nuestros primeros padres (Gén 3,1-13):
La tentación parte de Demonio, y se inicia como una sugestión primera, aparentemente inocua («la serpiente, el más astuto de los animales», pregunta a la mujer: «¿cómo es que Dios os ha dicho “no comáis de ninguno de los árboles del jardín?”»). Tal sugestión, claramente envenenada por la mentira, debería ser desechada al instante. Pero el hombre entra en diálogo, también inocente en apariencia, con la tentación: sólo se trata de dejar la verdad en su sitio (Eva responde: «podemos comer del fruto de los árboles del jardín, pero del fruto del árbol que está en el medio del jardín, ha dicho Dios “no comáis de él, ni lo toquéis, bajo pena de muerte”»).
Viene entonces ya la tentación descarada y punzante («no, no moriréis. Es que Dios sabe que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal»). He aquí la fascinación de la felicidad, de la autonomía, la gozosa independencia del hombre, a la que se une la propia atración del fruto del árbol (la mujer ve «que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría»). Es el momento terrible y misterioso del consentimiento del mal, de la desobediencia a Dios (Eva «tomó de su fruto y comió»). Pero en seguida, tras el pecado, viene el escándalo, inexorablemente, como la sombra sigue al cuerpo, surgiendo así una nefasta solidaridad en el mal («y dio también a su marido, que igualmente comió»).
Así llega el hombre a la vergüenza inherente al pecado («entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta que estaban desnudos», desnudos ante todo del hábito de la gracia divina; y «el hombre y la mujer se escondieron de Yavé Dios por entre los árboles del jardín»). Los hombres se separan así de Dios, pierden la relación amistosa que tenían con Él. Y esa separación entraña la des-solidarización entre ellos mismos, las acusaciones mutuas y las excusas («la mujer que me diste por compañera me dio de él y comí», «la serpiente me engañó y comí»). Ésta es la sutil gradualidad de la tentación: el hombre puede hundirse en la muerte del pecado con extrema suavidad.
La lucha contra las tentaciones
La vida del hombre sobre la tierra es milicia (Job 7,1). Y el cristiano, como «buen soldado de Cristo Jesús» (2Tim 2,3), ha de librar «el buen combate» (1Tim 1,18). San Agustín dice que «la vida de los santos ha consistido en esta lucha continua; y en esta guerra tendrás que luchar tú hasta que muereas» (Sermón 151,7).
–Los enemigos son el Demonio, la carne y el mundo,como ya vimos. Evagrio Póntico ( 399), el monje sabio del desierto, señala ocho principales pensamientos malos (logismoi) y deseos pecaminosos: gula, lujuria, avaricia, tristeza, ira, acedía, vanagloria y soberbia (Practicós 6-33; De octo spiritibus malitiæ). Y su enseñanza se hace clásica. También Santo Tomás ( 1274) la acepta con alguna variante, y señala siete pecados o vicios capitales: soberbia o vana gloria, envidia, ira, avaricia, lujuria, gula y pereza o acedía (STh I-II,84). Estos pecados son como principios o cabezas de todos los demás («capitale a capite dicitur», 84,3). La avaricia (avidez desordenada de riquezas) y la soberbia (afán desordenado de la propia excelencia) son especialmente peligrosos: la avaricia, avidez de criaturas, y la soberbia están en la raíz de todo pecado (1Tim 6,10; I-II,84,1-2).
–Las actitudes del cristiano en su lucha contra el pecado están igualmente bien definidas. Ante todo
–la confianza en la gracia de Cristo Salvador: «todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4,13). «Tengo siempre presente al Señor; con Él a mi derecha no vacilaré» (Sal 15,8). «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo» (22,4). Fuera toda ansiedad, pues Cristo nos asiste y nos guarda con su gracia.
San Agustín: «El diablo está encadenado para que no haga todo el mal que puede, todo el que fuera su deseo hacer. Se le permite tentar solamente en la medida en que pueda servir para nuestro aprovechamiento» (In Psalmos 63,1). Luchamos con toda confianza y con
–la humildad, pues Dios «resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes» (Sant 4,6; 1Pe 5,5). Nadie se fíe de su propia fuerza, y «el que cree estar de pie, mire no caiga» (1Cor 10,12). A veces Dios permite que un defecto –el mal genio, por ejemplo– humille a un cristiano muchos años, por más que haga para superarlo. Sólo cuando el cristiano, humillado, reconoce su impotencia, llega a la perfecta humildad, y es entonces cuando Dios le da su gracia para superar ese pecado con toda facilidad. Ya no hay peligro de que el cristiano considere no como un don esa gracia, sino como fruto de sus propias fuerzas.
Los soberbios se exponen, sin causa, a ocasiones próximas de pecado, y caen en él: «El que ama el peligro caerá en él» (Eclo 3,27). Para excusar su pecado hipócritamente se reconocen débiles («es que no puedo evitarlo», «con ese ambiente es imposible»); pero en cambio para adentrarse en la situación pecaminosa se creen fuertes («todo es puro para los puros», Tit 1,15; «a mí esas cosas no me hacen daño»). ¿En qué quedamos?… Algunos, incluso, parecen sentirse autorizados por su propia vocación secular para someterse a una cierta tentación en la que con frecuencia sucumbe («todos van, yo no quiero ser raro, no tengo vocación de monje»). Es como si se creyeran autorizados para pecar. Al fondo de todo esto, obviamente, está «el padre de la mentira» (Jn 8,44).
–Las armas principales del cristiano en la lucha contra la tentación son aquellas que le hacen participar de la fuerza de Cristo Salvador. Hemos de vencer las tentaciones con las mismas armas que empleó Jesús al sufrirlas y vencerlas en el desierto (Mt 4,1-11). La oración, el ayuno (Mc 9,29) y la Palabra divina, nos harán poderosos como Él para confundir y ahuyentar al Demonio, que como león rugiente busca a quién devorar (1Pe 5,8-9). «Vigilad y orad, para que no caigáis en la tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41).
«Reforzaos en el Señor y en el vigor de su fuerza. Revestíos la armadura de Dios para que podáis resistir a las acechanzas del diablo: pues vuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que hay en los espacios cósmicos. Por eso, tomad las armas de Dios, para que podáis resistir en el día malo y manteneros en pie después de haber superado todas las pruebas. Estad, pues, alerta, ceñida la cintura con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia, y con los pies calzados de celo para anunciar el evangelio de la paz; embrazando en todo momento el escudo de la fe, con que podáis hacer inútiles las flechas incendiarias del Maligno. Tomad el casco de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios, con toda oración y súplica, rezando en toda ocasión con el Espíritu, y para ello velando con toda perseverancia y súplica por todos los santos» (Ef 6,10-18).
Muy equivocados van quienes pretenden vencer la tentación apoyándose sobre todo en medios naturales –técnicas de respiración, concentración y relajación, regímenes dietéticos, dinámicas de grupo, métodos y posturas corporales, etc.–. Todo eso puede tener una cierta eficacia benéfica. Pero quienes ahí quieren hacer fuerza parecen olvidar que «el pecado mora en nosotros», que «no hay en nosotros, esto es, en nuestra carne, cosa buena» (Rm 7,17-18), y, sobre todo, que no es tanta nuestra lucha contra la carne, sino contra los espíritus del mal (Ef 6,12). Son como niños que salieran a enfrentar la artillería enemiga armados con un tirachinas. Por el contrario, los cristianos, «aunque vivimos ciertamente en la carne, no combatimos según la carne; porque las armas de nuestra lucha no son carnales, sino poderosas por Dios para derribar fortalezas» (2Cor 10,3-4).
–Las tácticas convenientes para vencer las tentaciones también nos han sido reveladas.
-La tentación hay que combatirla desde el principio, desde que se insinúa. Hay que apagar la chispa del fuego inmediatamente, antes de que haga un incendio. Hay que aplastar la cabeza de la Serpiente tentadora en cuanto asoma, al punto, sin entrar en diálogo, sin darle ninguna opción.
–debe ser vencida por las buenas o por las malas. Si puede vencerse por las buenas, bendito sea Dios: «si tu ojo es puro, tu cuerpo entero estará iluminado» (Mt 6,22). Y si han de vencersepor las malas, Dios sea bendito: «si tu ojo te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti» (5,29). Pero si por principio se excluyen ciertas medidas radicales que a veces son necesarias –cambiar de domicilio, dejar de ver a alguien, renunciar a un ascenso–, estamos perdidos: el diablo nos vence.
–No hemos de dramatizar los despojamientos que fueran precisos para vencer la tentación, ya que si la renuncia que sea nos guarda más unidos a Dios, fuente de todo bien, siempre serán una nada.
San Agustín: «Me retenían unas bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades, antiguas amigas mías; y me tiraban del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: “¿nos dejas?”, y “¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?”, y “¿desde ahora nunca más te será lícito esto y aquello?”; “¿qué, piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?”» (Confesiones VIII, 11,26). San Juan de la Cruz: «Todas las criaturas en este sentidonada son, y las aficiones de ellas menos que nada podemos decir que son, pues son impedimento y privación de la transformación en Dios» (1 Subida 4,3).
–Manifestar al director espiritual los propios combates, ya desde antiguo, sobre todo en medios monásticos, se conoció que era un medio especialmente humilde y eficaz para vencer la tentación y el pecado al que nos lleva.
Hablando de los antiguos monjes, decía Casiano ( 435): «Se enseña a los principiantes a no esconder, por falsa vergüenza, ninguno de los pensamientos que les roen el corazón, sino a manifestarlos al anciano [maestro espiritual] desde su mismo nacimiento; y, para juzgar esos pensamientos, se les enseña a no fiarse de su propia opinión personal, sino a creer malo o bueno lo que el anciano, después de examinarlo, declarare como tal. De este modo el astuto enemigo ya no puede embaucar al principiante aprovechándose de su inexperiencia e ignorancia» (Instituta 4,9).
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Muchos errores ha habido y hay en la lucha contra las tentaciones, es decir, contra el pecado
Algunos, como Lutero y Bayo (Dz 1950) confunden concupiscencia y pecado, sin saber que no hay pecado en sentir la inclinación al mal, sino en con-sentir en ella. Y no todos los católicos quedan exentos de ese grave error. En el sacramento de la penitencia comprobamos los confesores que no rara vez los penitentes se acusan de haber tenido tentaciones en las que no han caído, como si sólo el haberlas tenido fuera pecado.
Otros, al verse tentados, ceden la voluntad, alegando su debilidad congénita o que «todos lo hacen». Incluso algunos, en actitud que recuerda el luteranismo primitivo o el quietismo, creen que no se debe resistir activamente contra la tentación (Errores de Molinos 1687: Dz 2237ss).
Pero es mayor la corrupción de quienes, ante la tentación, ceden también el intelecto, autorizándose a ver lo malo como bueno (2Tim 3,1-9; 4,3-4; Tit 1,10-16) o, al menos, excusando el pecado como algo sin importancia y en cierto modo inevitable. Mala es la flaqueza de la voluntad, pero en cierto modo aún es peor la corrupción del entendimiento. El hombre queda entonces sujeto del todo al padre de la mentira, cuando no sólo le cede su voluntad en la tentación, sino cuando permite incluso que su entendimiento, rechazando la verdad, quede cautivo de sus mentiras. Según esto, puede llegarse a considerar ciertas situaciones de pecado mortal –por ejemplo, el adulterio–, como «un regalo del cielo» (Cardenal Kasper), como «un desarrollo, como un acercamiento personal a Dios» (Arzobispo Agrelo) (305).
El Beato Raimundo de Capua, O.P. ( 1399), director espiritual de Santa Catalina de Siena ( 1380), escribió su biografía, la llamada Legenda maior. Y en una ocasión refiere lo que la Santa le dijo a propósito de una visión que había tenido del purgatorio. «“Me sorprendió de un modo especial la manera en que son castigados los que pecan en el estado matrimonial, no respetándolo como es su deber y buscando las satisfacciones de la concupiscencia”. Le pregunté entonces por qué aquel pecado, que no era más grave que los demás, era castigado más severamente. Respondió: “Porque a ese pecado no le dan importancia, y por consiguiente no sienten dolor por él como por los demás y, por tanto, caen en él más frecuentemente y con más facilidad”» (Legenda 215).
Y no faltan quienes consideran el pecado como una experiencia enriquecedora. Sin el pecado, argumentan, la persona humana no podría llegar a conocerse bien y a experimentar del todo la misericordia de Dios. Por otra parte, toda experiencia, incluso la culpable, implica una dilatación positiva de la personalidad.
Según este enorme error, la personalidad de los santos conversos sería más rica que la de los santos que con la gracia divina mantuvieron la inocencia. Habría que pensar, según esto, que las personalidades de Jesús o de María, al no haber conocido el pecado, serían en algo incompletas. Gran mentira: 1.- El pecador habitual no ve frecuentemente su pecado, ni se considera culpable, porque está plenamente connaturalizado con él. Por ejemplo, el rico gravemente injusto de la parábola no conoce ni reconoce su pecado: no mira al pobre Lázaro con mala conciencia, entre otras cosas porque no lo mira, aunque esté tirado en la puerta de su propia casa. 2.- Nadie conoce el pecado tanto como los santos. Los pecadores, conocen algo de él, en la medida en que se reconocen culpables, se convierten y se alejan de él. Pero en la medida en que siguen pecando, son los que menos saben del pecado: «no saben lo que hacen» (Lc 23,34; cf. Rm 7,15; 1 Tim 1,13).
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