Mientras analizaba algunas objeciones que un apologeta protestante hacía del purgatorio, surgió un tema que me parece oportuno tratar, porque está muy relacionado con aquel, el del purgatorio, este tema se resume en la pregunta: ¿Pueden los cristianos que han sido justificados por la fe perder su salvación?
La primera vez que empecé a reflexionar en serio sobre esto fue durante uno de mis primeros empleos, cuando platicando con una amiga evangélica, me decía que yo había entendido la Biblia incorrectamente, y que una vez alguien ya ha aceptado a Cristo como su salvador, ya esta salvado no importa lo que hiciese en adelante. «¿Aunque peque gravemente?» le pregunté, y me dijo: «Sí, aunque peque, porque Cristo ya ha muerto por sus pecados y ha pagado por ellos» .
Debo confesar que la idea me pareció muy atractiva. Pensé: «sería maravilloso que en verdad fuese cierto», pero el problema es que no me parecía que esto estuviera de acuerdo con lo que había leído en la Biblia. Había sido formado en un Colegio Católico donde leíamos diariamente la Biblia, además de todas las lecturas que se hacían cada domingo en la Misa dominical, por lo que ya al finalizar el bachillerato conocía muy bien todo el evangelio. Luego durante la Universidad me había formado con un grupo de universitarios en el seminario, y aunque no nos formaron en apologética, profundizamos todavía más en el conocimiento de la Biblia.
Sí, hubiese sido fácil abrazar esa doctrina tan atractiva. No tendría que preocuparme más por mí salvación, podría dedicarme a disfrutar de la vida e incluso hasta caer en alguna que otra tentación sin preocuparme que me sorprendiera la muerte, ya que después de todo, mi futuro eterno no estaba en juego. Pero algo en mí decía que eso no encajaba. Pensé: «¿Y si se equivoca?». Menudo lío.
El primer pasaje que me venía a la mente era Mateo 7,21: «No todo el que me diga: «Señor, Señor», entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial«. Así, mientras de sus palabras se entendía que con sólo decir «Señor Señor» bastaba, eso no era lo que había dicho Jesús. Eso sin contar que su razonamiento carecía de toda lógica: ¿qué sucede si alguien luego de que ha abrazado la fe se desvía y roba, asesina, viola o comete otros crímenes y finalmente muere sin arrepentirse? ¿Cómo es posible que se salve?. Mi amiga respondía que la salvación era un regalo de Dios, y como no se hacía nada para ganarla, tampoco podía hacer nada para perderla. Ese razonamiento también me parecía absurdo, pues que alguien me regale algo no me obliga a conservarlo, ni me impide desecharlo. Además, la Biblia es bien clara en que los que cometen esos pecados no se salvarán:
«¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios» (1 Corintios 6,9-10)
Recientemente leyendo los argumentos del apologeta protestante en el debate del purgatorio, recordé muchos de los argumentos que esta chica en su momento me planteaba y que yo fui estudiando y discerniendo. Intentaré aquí hacer un pequeño resumen de ellos:
El que cree en Cristo tiene vida eterna
La mayoría de las personas que han abrazado la idea de que la salvación no se puede perder, generalmente se basan en los textos bíblicos donde se nos dice que al creer en Cristo tenemos vida eterna:
«Les escribo estas cosas a ustedes que creen en el nombre del Hijo de Dios, para que sepan que tienen vida eterna» (1 Juan 5,13)
«El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Juan 3,36)
«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.» (Juan 3,16)
«En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Juan 5,24)
El razonamiento protestante es bastante simple. Ellos entienden que si el que cree (en presente) tiene vida eterna (desde ese momento), ya está salvado, porque la palabra «eterna» como su nombre lo indica, es para siempre. Visto de esta manera no habría mucho que discutir, y por eso, una buena cantidad de hermanos evangélicos se conforman con estos textos para estar seguros de que no importa lo que hagan, ya han asegurado su salvación.
Sin embargo, hay varios puntos que generalmente les pasan desapercibidos. En primer lugar, que el verbo «creer» está conjugado en tiempo presente y expresa una acción en progreso en el tiempo. ¿Qué quiere decir esto?. Que el texto debe entenderse de esta manera: «Todo el que en Él cree (mientras cree – en presente) tiene vida eterna«. Si se hubiese conjugado en tiempo aoristo, el cual hace referencia a un punto específico en el tiempo, mi amiga evangélica hubiese tenido razón, por ejemplo, si Cristo hubiese dicho:
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único, para que todo el que en él CREYÓ (aoristo), tuviese vida eterna»
Y tendrían razón, porque se habría establecido que sólo con el acto de haber creído en algún momento en el tiempo, ya se tendría vida eterna. Sin embargo, esas no fueron las palabras de Cristo, sino estas:
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único, para que todo el que en él CREA (presente), tenga vida eterna»
Por lo tanto, el tener vida eterna (en presente) está condicionado a creer (en presente). Si se deja de creer, ya la promesa de Cristo no aplica, porque no prometía vida eterna por haber creído, sino por creer (presente progresivo), o lo que es lo mismo, mantenerse creyendo.
Otro punto que pasan por alto, es que aquí creer no se refiere meramente a un asentimiento mental, sino que este «creer» está generalmente asociado a la obediencia. De allí que Jesús aclarara que no solo basta decir «Señor Señor» sino también «hacer» la voluntad del Padre. En la epístola a los Hebreos se nos dice que Cristo «se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hebreos 5,9). San Pablo aclara: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu» (Romanos 8,1), lo que deja claro que andar en Cristo, está íntimamente ligado a la obediencia.
¿Y cómo podemos comprobar que esto es cierto?. Lo vemos en la forma en que en la Biblia se utiliza la expresión «vida eterna» . Por ejemplo, cuando Juan nos habla de alguien que ha comenzado a odiar a su hermano, y por ese pecado ya no tiene vida eterna «permanente» en él:
«Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él» (1 Juan 3,15)
La idea se entiende sin dificultad: alguien puede haber creído, pero si se aparta de Dios y comienza a odiar a su prójimo, ya deja de creer (presente) y ser fiel a Él, y por tanto, deja de tener (presente) vida eterna. De allí que esta vida eterna deja de ser permanente, porque está condicionada a la fidelidad. Lo mismo aplica a cualquier pecado mortal que interrumpa la comunión de la persona con Dios.
Esta idea de la necesidad de creer para salvarse, no como un asentimiento mental de un momento en el tiempo (aoristo), sino de un presente progresivo, se encuentra diáfana en otros textos bíblicos:
«Él os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de El; con tal que permanezcáis sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis» (Colosenses 1,22-23)
«Pero Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza» (Hebreos 3,6)
Visto de esta manera, armoniza perfectamente con el resto de los textos de la Escritura, donde se exige fidelidad hasta el final para salvarse, y no un mero acto de haber creído:
«Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de la mayoría se enfriará. Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará» (Mateo 24,12-13)
«…Mantente fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (Apocalipsis 2,10)
«Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, …Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden» (Juan 15,2.6)
«¿cómo saldremos absueltos nosotros si descuidamos tan gran salvación? La cual comenzó a ser anunciada por el Señor, y nos fue luego confirmada por quienes la oyeron» (Hebreos 2,3)
«Así pues, considera la bondad y la severidad de Dios: severidad con los que cayeron, bondad contigo, si es que te mantienes en la bondad; que si no, también tú serás desgajado» (Romanos 11,22)
«Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado» (1 Corintios 9,25-27)
«Pues más les hubiera valido no haber conocido el camino de la justicia que, una vez conocido, volverse atrás del santo precepto que le fue transmitido. Les ha sucedido lo de aquel proverbio tan cierto: «el perro vuelve a su vómito» y «la puerca lavada, a revolcarse en el cieno».» (2 Pedro 2,21-22)
«El vencedor será así revestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que me declararé por él delante de mi Padre y de sus Ángeles.» (Apocalipsis 3,5)
En el Antiguo Testamento también encontramos la misma idea. Por un lado se nos dice que Abraham fue justificado por la fe, pero luego se nos dice que fue justificado por su obediencia. Además de eso, Dios deja meridiamenente claro que cuando el justo se aparta de la justicia perece:
«Cuando yo dijere al justo: De cierto vivirás, y él confiado en su justicia hiciere iniquidad, todas sus justicias no serán recordadas, sino que morirá por su iniquidad que hizo…. Cuando el justo se apartare de su justicia, e hiciere iniquidad, morirá por ello.» (Ezequiel 33,13-18)
Si no se entiende esto, se cae en el error del apologeta protestante del debate del purgatorio, que se inventa dos juicios distintos: uno para los no creyentes, donde se juzgan para ser condenados, y otro para los creyentes, en los cuales no se juzgan ellos sino sus obras, y en caso de que sus obras no pasen la prueba, lo más que perderán serán «sus recompensas».
¿Qué creían sobre esto los primeros cristianos?
Pero si estos textos son bastante claros, y no tendrían sentido si la salvación estuviese asegurada, también me llamó la atención darme cuenta de que ésta idea fue totalmente ajena al cristianismo primitivo. Ya en la Didaché, que es el escrito cristiano no canónico más antiguo (año 60) contemporáneo a los evangelios, se escribe: «Porque de nada os servirá todo el tiempo de vuestra fe, si no sois perfectos en el último momento» (La Didaché 16,2). San Clemente Romano, ordenado por el propio San Pedro, en el año 96 escribe: «Por nuestra parte, luchémonos por hallarnos en el número de los que le esperan, a fin de ser también participes de los dones prometidos. Mas ¿cómo lograr esto, carísimos? Lo lograremos a condición de que nuestra mente esté fielmente afianzada en Dios; a condición de que busquemos doquiera lo agradable y acepto a Él; a condición, finalmente, de que cumplamos de modo acabado cuanto dice con sus designios irreprochables y sigamos el camino de la verdad«. (Clemente Romano, Carta a los Corintios, 35,4-8) y la misma idea de mantenerse fiel hasta el final para salvarse mantiene a lo largo de toda su epístola. San Policarpo, discípulo del apóstol San Juan escribe: «el que a Él le resucitó de entre los muertos, también nos resucitará a nosotros, con tal que cumplamos su voluntad y caminemos en sus mandamientos» (Policarpo, Carta a los Filipenses 2). San Ignacio de Antioquía, discípulo de San Pedro y San Pablo, afirma que no basta solo tener fe sino perseverar en ella hasta el final (Ignacio de Antioquía, Carta a los efesios, 14,1-2). El pastor de Hermas, datado a mediados del siglo II nos habla de una visión donde ve a cristianos que habían creído pero pierden su salvación al apartarse del camino de la fe y la obediencia (El Pastor de Hermas, Visión tercera, 7). Y junto con ellos, San Justino Martir (siglo II), San Ireneo de Lyon (Siglo II), San Teófilo de Antioquía (siglo II), entre muchos otros.
Llega la Reforma protestante
De esta manera, nadie creyó este despropósito hasta la llegada de Martín Lutero, quien al no poder vivir una vida virtuosa, encontró consuelo en esta interpretación novedosa de las Escrituras, que fue abrazada por todo el protestantismo. Posteriormente dentro de las filas protestantes, comenzaron a surgir voces que cuestionaron esta interpretación y se enfrentaron a los luteranos y calvinistas. Aunque en el Sínodo de Dort (año 1618) los calvinistas prevalecieron sobre los arminianos (que defendían entre otros puntos, que la salvación si se podía perder) ya hoy en día están en minoría.
Una doctrina muy peligrosa
El problema de esta doctrina es que expone al creyente a una falsa seguridad, y es que si la salvación ya estuviera asegurada, en vano serían todas las advertencias que Cristo nos hizo, respecto a estar preparados para cuando nos llegue el momento de la muerte.
«Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a media noche se oyó un grito: «¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!» Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: «Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan.» Pero las prudentes replicaron: «No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis.» Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos!» Pero él respondió: En verdad os digo que no os conozco». «Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora«. (Mateo 25,1-13)
«Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Entendedlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le horadasen su casa. Por eso, también vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre. «¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el señor puso al frente de su servidumbre para darles la comida a su tiempo? Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre haciéndolo así. Yo os aseguro que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si el mal siervo aquel se dice en su corazón: «Mi señor tarda», y se pone a golpear a sus compañeros y come y bebe con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, le separará y le señalará su suerte entre los hipócritas; allí será el llanto y el rechinar de dientes.» (Mateo 24,42-51)
Mi amiga evangélica hasta el final creyó que no podía perder su salvación. Estaba embarazada por haber tenido relaciones prematrimoniales cuando murió por un lamentable accidente. Ruego a Dios que esa falsa seguridad de salvación no le haya impedido hacer un acto de contrición perfecta antes de morir y obtenido el perdón de sus pecados.
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