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¿Por qué no estaba Tomás allí el Domingo de resurrección?
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¿Por qué no estaba Tomás allí el Domingo de resurrección?

Cuando todos huyen, Tomás sufre un gran desconcierto, reacciona a su modo, quizá muy similar al de Pedro, y gira en torno a los lugares donde estaba el Señor. Nada puede hacer para librar al Maestro, quizá sólo gritar ante el pretorio de Pilato mezclado entre la muchedumbre que pide su muerte. Luego ve a Jesús llevando la Cruz y la enfurecida multitud que le insulta. Cada paso en la Pasión es un golpe que desmonta sus esquemas mentales y demasiado humanos. Debió buscar seguir a Jesús y se acerca al lugar de la crucifixión donde muchos insultan y se mofan de Cristo. Por fin, cuando todos huyen al desaparecer el sol y temblar la tierra en la muerte de Jesús, quizá observó, sin atreverse a acercarse -estaba avergonzado de su falta de valentía- el descendimiento del Cuerpo del Señor realizado por José de Arimatea, Nicodemo y Juan. Entonces vio los agujeros de los clavos y de la lanza en el cuerpo de Jesucristo y se desmoronó la fe y la valentía que le quedaban aún, por eso no se atrevió a volver con los suyos.

Los sentimientos de Tomás

Su intrepidez, unos días antes al animar a todos a ir con Jesús aunque sea hasta la muerte fue sincera; pero había presunción. Tomás había confiado mucho en sus fuerzas y en su amor en el Maestro. Sus declaraciones le traicionan, y el que más pretendió, más se hundió. Quiso ser el más valiente, y se siente el más humillado, por eso no se atreve a volver con los demás. Estaba destrozado, roto, humillado.

Tomás no estaba con los demás en el Cenáculo el Domingo de Resurrección por la tarde. Parece probable que los diez apóstoles, o alguno de ellos, buscase al desanimado Tomás para ayudarle a volver al redil. Habían escuchado directamente del Maestro la alegoría del Buen Pastor, y podían unir la solicitud por la búsqueda del hermano perdido con el encuentro deseado con el amigo que sufre.

La amistad siempre ha sido el principal instrumento apostólico; pero ahora se trata de demostrar un cariño que no retrocede ante el error o la vacilación. Y Tomás lo estaba pasando muy mal.

La alegría de los Diez, y la de las mujeres, unida a la serenidad gozosa de María Santísima -la que nunca dudó- contrastarían con el aspecto taciturno y dolorido de Tomás. Por así decirlo, Tomás no se perdona a sí mismo el haber sido cobarde, y casi traidor, pues así se considera él a sí mismo. Y, como suele ocurrir, la tristeza formaría como un velo en su mente que le impide ver con claridad lo que ocurre a su alrededor.

La tristeza

Los demás discípulos le anuncian el gozo de la resurrección con una cierta exaltación: «¡Hemos visto al Señor!»(Jn). Es comprensible que uniesen toda clase de datos unidos a su impresiones. Las conversaciones se superpondrían unas a otras. Pero Tomás permanece aferrado a su tristeza y les responde: «Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en la señal de los clavos y mi mano en su costado, no creeré»(Jn).

Es muy posible que su resistencia a creer a sus amigos se deba más al orgullo herido que al racionalismo. Se creía tan valiente que su cobardía se convierte en una herida difícil de cerrar. Se había confesado fiel y amador del Maestro, pero falló. Y se aferra a los sentidos, como no queriendo engañarse de nuevo. No quiere que su capacidad de entusiasmo se desborde de nuevo y vuelva a caer tan bajo como se encuentra ahora. La duda de Tomás es fruto más de orgullo herido que de incredulidad. Tomás es un valiente derrotado, que no sabe perder.

Jesús se dirige a Tomás

El domingo siguiente: «estaban de nuevo dentro los discípulos y Tomás con ellos. Estando cerradas las puertas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: La paz sea con vosotros»(Jn). Tomás debió sentir que todo se agitaba en su interior: ¡era verdad lo que le habían dicho los suyos! Y un nuevo dolor se sumó a los anteriores que rompían su alma: «no he sido capaz de creer a mis hermanos», «he fallado una vez más»; pero ahora la alegría de ver de nuevo a «su» Jesús disipa el desaliento, y la luz divina llega dentro, porque hondo era el dolor y la oscuridad que le acongojaban.

Entonces Jesús se dirigió a él personalmente: «Después dijo a Tomás: trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente»(Jn). Y llega la luz a la mente antes en penumbras: «Jesús no sólo es el Maestro bueno, o sólo el Mesías, ¡es verdaderamente Dios!» y tocando las llagas dijo: «¡Señor mío y Dios mío!»(Jn).

Un acto de fe

Es el acto de fe más extraordinario y explícito de todos los evangelios. Pedro había declarado que Jesús era el Hijo de Dios vivo, pero ahora Tomás, viéndole a Él, resucitado, tocando un cuerpo, declara que Jesús es Dios. No se puede expresar de modo más claro la divinidad del Maestro. Una vez más, de los males Dios saca bienes, y de los grandes males grandes bienes. Si la incredulidad de Tomás fue grande, mayor fue su acto de fe.

Dios permitió las dudas de Tomás para dejar un signo a los que viniesen detrás. Algunos no creen, aunque vean. Basta pensar en los testigos de milagros. Otros creen sin ver nada. Tomás es como la ayuda sensible para los que piden algunas pruebas de que el cuerpo del Resucitado es real, aunque glorioso, tangible. Tomás tocó a Cristo como Hombre, y creyó en Jesús como Dios.

El leve reproche de Jesús a Tomás es un aliento para la fe de los que vendrán: «Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído»(Jn).

En las palabras de Tomás es posible ver, junto al acto de fe, un acto de contrición; dolor de amor, por no haber sabido estar a la altura de la circunstancias. La paz inundó su alma. Pudo comprobar cómo la fe está unida a la caridad. Y junto a la luz de la fe que experimentaba, comprobó la dulzura de la caridad divina que le perdonaba y le introducía en la vida nueva ganada por Jesucristo. Tomás era ya un hombre nuevo.

 

 

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