Se nos recuerda: no debemos juzgar a otros, sobre todo si juzgamos sin conocer motivos, atenuantes y sin examinar si estamos siendo objetivos. La común precipitación para condenar a otros sin reflexionar el caso, hace mucho daño, a ellos y al propio juzgador espontáneo. Igualmente a los que repiten juicios que oyeron o leyeron sin que les conste nada.
Reflexión
Pero, podemos decir: ¿qué debo pensar, hacer o decir cuando sé que alguien hace algo que está mal? Si la “evidencia” me indica que se ha cometido una falta, un delito, un pecado… ¿no puedo juzgar lo que veo? La respuesta es: ¡No, no tenemos derecho!
Es verdad que podemos conocer actos indebidos que parecen cometidos por una persona, ¿cómo podemos entonces cerrar la mente para no pensar en ello, es decir, para no juzgar? No podemos evitar la reflexión sobre un acto, pero es posible ponernos límites, pues hay que distinguir entre opinar y juzgar. Lo primero es parte de un proceso, que debemos detener antes de juzgar.
No asumamos el papel de juez. El juez revisa un caso, las acusaciones, las pruebas de cargo y de descargo y con su conocimiento y experiencia (que debe tener), llega a una conclusión, y dicta sentencia. Esa sentencia es absolutoria o condenatoria. Si es condenatoria, porque está convencido que se violó la ley, ejerce el poder recibido para condenar y con ello aplicar una pena. Pero, algo más, el juez no es el verdugo.
Lo que hace el juez, como resultado de su análisis de causas, es lo que nosotros no podemos hacer: condenar y penalizar. Esta es la diferencia entre opinar y juzgar. Muchas veces acusamos y de una misma vez condenamos a alguien por un hecho indebido que parece haber cometido; pero, ¿tenemos todos los elementos para opinar, y para juzgar?
Los casos en que se acusa y juzga a inocentes por faltas que no cometió, son demasiado frecuentes. Lo más grave es que cuando juzgamos a alguien, no solamente nos quedamos con el juicio y su condenación, sino que en cuanto podemos lo gritamos a los cuatro vientos: que todos lo sepan. Que al responsable lo señale el mundo, lo humille, lo condene, le dé la espalda; y luego, en muchas ocasiones, resulta que es inocente o no es tan culpable, y es muy tarde para rectificar.
El problema de juzgar, que no de hacerse de una opinión, es que una vez que señalamos al culpable y resulta que no lo es, entonces la soberbia nos impide rectificar. Después del grito de ¡culpable! Nos quedamos callados.
Cuando juzgamos, y dictamos nuestra personal sentencia, olvidamos el caso de la mujer adúltera del Evangelio: “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. El problema es que la soberbia de constituirnos en jueces del actuar de los demás, nos impide reconocer, ante los demás, nuestro error, inclusive nos negamos a considerar la posibilidad de habernos equivocado.
Los juicios y penalizaciones han llevado a la gente a cometer delitos para “castigar” al culpable. Las chusmas son azuzadas para que agredan, apedreen y hasta quemen y maten a supuestos culpables: “justicia” por propia mano. Tan grave pecado e injusticia cometen quienes hacen el juicio y condenan como quienes los asumen y participan como verdugos en la ejecución de la condena. Una chusma fue azuzada para que gritara que se crucificara a un justo y se liberara a un delincuente, y así Pilatos, lavándose las manos, envió a Jesús a morir en el Calvario.
Insisto, entre opinar y juzgar hay, aunque no lo parezca, una gran distancia. La vida está llena de juicios precipitados, de acusaciones que pasan de boca en boca o son publicadas “para que todo mundo se entere”. Son los chismes, la maledicencia, la difamación, la calumnia. Lo más notorio es precisamente la precipitación, que no da tiempo a conocer más sobre el caso. La acusación, el juicio y la condena, se hacen en un solo acto.
Esto no se puede hacer; es más, un juez profesional no lo hace; toma su tiempo, pero los juzgadores sociales se sienten Dios: no tienen que pensar nada, allí está “la prueba”, y sin pensarlo acusan ante quien quiera escucharles o leerles, su juicio. ¿Y la sentencia y el castigo? Como verdugos, denigrar “al culpable” o culpables, ¡que lo sepan todos! Y así se corren las voces, y hasta se acusa y señala a alguien de oídas, porque se sabe “de buena fuente” que es culpable.
Primero que todo, un principio general de Derecho es la presunción de inocencia, y segundo, que el presunto responsable tiene derecho a defenderse, a dar su versión y presentar lo que se llama pruebas de descargo, a su favor.
Así, cuando nos parece evidente que alguien ha actuado mal, lo primero que se debe hacer es no precipitar conclusiones; hay que saber más, y aún es posible que la verdad de los hechos nunca la lleguemos a conocer. Así que en vez de lanzar condenas, sentencias al aire, guardemos nuestras opiniones, y no las convirtamos en acusaciones públicas o nos nombremos verdugos. Muchas buenas honras y famas han sido mancilladas, y luego no hay vuelta atrás, los daños hechos no se reparan. Y no sirve decir “es que yo pensé… yo creí…”
No nos arroguemos en jueces, no lo somos. Y recordemos que como juzgamos, también somos juzgados. El ofrecimiento de Jesús: no juzguéis y no seréis juzgado, tan maravilloso, debe ser aceptado. Evitemos juzgar, aunque algo nos parezca mal, no cometamos ese pecado.
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