Jericó es una ciudad muy tumultuosa. Siempre hay gente que viene y va, y caravanas que no dejan de traer y llevar incienso y animales muertos hacia Jerusalén. Jericó está en el camino para llegar al Templo de la ciudad de Jerusalén y, por lo tanto, siempre hay comerciantes y turistas: griegos, hebreos, fenicios, de Mesopotamia, de Asia Menor. No hay barco que no haya dejado sus mercancías en la orilla del mar para que miles y miles de camellos se encargaran de llevarlas a su destino final. Pero, siempre a través de la ciudad de Jericó.
Aquí todo el mundo se conoce. Es más, se puede atravesar la ciudad en media jornada sabática. Siempre hay conglomerados de compradores que prefieren venir aquí a comprar sus ofrendas al Santísimo del Templo, porque la mercancía se vende hasta por la mitad de l precio que en Jerusalén. Pero, la Gran Dominadora, Roma, bajo el poder directo de Julio César, no es tonta: ha nombrado a personas, confiriéndoles casi toda su autoridad, para cobrar los impuestos. Yo soy el único de Jericó. Por lo tanto, cada camello, cada vendedor, cada carreta y burro y cada mujer floristera pasa por mí; y yo les cobro lo del César.
Pero, hace mucho que estoy trabajando en medio de este polvo: tengo casi 10 años en esto. Incluso, tengo mi propio puesto, con una silla detrás de un gran peñón que quedó de la construcción de la muralla de la puerta norte. Y todo este tiempo lo que hago es esperar a que los mercaderes saquen de su riqueza los tributos del Emperador. A veces me hacen falta bolsas más grandes para los impuestos, porque las caravanas vienen con mayor mercancía y con mayor frecuencia, ya que se acerca el tiempo de la Pascua de los judíos y, además, se está rumorando la llegada del Mesías judío. ¡Por Dios! ¡¿Creen ellos que llegará alguien que acabe con Roma?! Es más, ¿es posible que ya exista? ¡Y no puedo creer que sea un tal Jesús Nazareno que anda por toda Judá alborotando la gente!
De todos modos, hoy es un día muy caluroso, y, como publicano, creo que tengo derecho a más que trabajar por unos cuantos chelines. Volveré a mis oficios. Se siente bien cobrar el doble de los impuestos, porque así, la mitad es del gran César… ¡Oh! ¡Salve, César! Y la otra mitad, para mí… ¡Salve, yo! Ja ja ja já. A veces me remuerde la consciencia, pero no me dejo engañar por ella, porque es la única manera que tengo de vivir y mantener lo que ya tengo.
* * *
¡¿Y ahora qué?! ¡¿Es que estos mercaderes no tienen educación?! ¿Cuál es el bullicio? ¿No pueden venir en una sola fila? ¿Y por qué hay tanta gente dentro de la ciudad? ¿Habrá llegado algún cargamento especial? ¡Ahora sí que cobraré hasta el triple!… Pero… ¿qué es esto? Son muchas personas alrededor de alguien. Parecería que fuera Herodes Antipas mismo quien estuviera aquí, si no fuera por el hecho de que esta persona es alta y parece de paso firme. Se acercan aquí… ¡Debo esconder mis impuestos, para que no los roben! Debo atesorarlos y guardarlos.
Pero, justamente, bajando mi mirada para buscar las bolsas, pasó el hombre aquél frente a mí, seguido de cientos de personas gritándole que les tuviera compasión. Aseguro que no le vi, pero cuando pasó frente a mí, mi corazón quiso salírseme por la boca, la respiración se me cortó y caí al suelo. ¡¿Qué me pasa?! ¡¿Quién es ese?! Necesitaba verlo. Necesitaba saber quién era. Olvidé las bolsas, e intenté seguirle; pero, debido a mi baja estatura, no alcanzaba a verlo. La multitud se detuvo justo debajo de un sicómoro joven, a la sombra de éste. El sol estaba en su cenit, y todos buscaban refugio en la sombra. Pero, yo no. Necesitaba ver a ese hombre vestido de blanco. Busqué manera y sólo vi una rama alta del sicómoro que salía horizontal sobre la multitud. Y subí. Pero quedaba muy por delante de ellos y, cuando decidí bajarme a buscar otro lugar, la multitud empezó su marcha nuevamente con este hombre a la cabeza. Me quedé abrazado del ramo, y, cuando pasaron por debajo de mí, no tuve que hacer gran esfuerzo para verlo… pues Él me vio a mí.
Fue como si un rayo entrara por mis ojos y desnudara mis adentros. Me sentí indefenso, como ante una fiera. Me sentí caer en un abismo. Pero me sentí feliz… No salía aún de mi asombro cuando este hombre me llama por mi nombre y me dice: “Zaqueo, baja. Te conviene que me quede en tu casa”. ¡¿Qué?! ¿Qué me conviene qué? Creí fielmente en lo que me dijo, aunque no tenía ni la menor idea de lo que me decía. Estuve al punto de caerme del árbol cuando me dijo eso. Y bajé. Estaba tan feliz. No se me quitaba la sonrisa de la cara. Y este hombre se sonreía conmigo. Quizá pensó que yo estaba loco… En ningún momento me pregunté de dónde me conocía, pero sólo sé que estaba contento de recibirle, y más en mi casa. Le ofrecería lo mejor que allá tengo. Le daré vino, frutas secas, dátiles, pan… ¡le daré todo!
Pero, en ese mismo instante de alegría me vino un golpe de tristeza. Ese gozo había quedado destrozado cuando escuché a la muchedumbre que allí estaba decir: “Es un pecador”, “Ese hombre es un pecador”, “Va a cenar con el peor hombre de todo Jericó”, “Va a cenar con un publicano, un ladrón”. Mi corazón quería latir, pero la vergüenza no lo dejaba. ¡¿Dónde había quedado mi rango de Jefe?! ¡¿Por qué me sentía tan mal con algo tan cierto que nunca había negado o escondido?! Cabizbajo, caminé hacia mi casa, y allá, me esperaba este hombre con Doce más de diferentes edades. ¿Quién será?
* * *
Los criados nos lavaron los pies y nos sentamos alrededor de la mesa; y el hombre este, que causó tantos sentimientos en mí, tomó la comida en sus manos y le dio gracias a Dios por ella. Cuando la bajó, me miró y sonrió y me dijo algo que terminó de remover todo el sucio de mi corazón: “Hoy ha llegado la Salvación a esta casa”, y miró alrededor, todas mis pertenencias, todas las riquezas. Y yo, entristecido, lloré. Y, mientras lloraba, le prometí que nada de eso sería mío de ahora en adelante. Le prometí darle la mitad de todo cuanto veía a los pobres, y a todo aquel que le había hecho mal, hasta cuatro veces de lo que le había robado le daría. Entregaba yo todos mis bienes con esa decisión. Y el hombre me dijo: “De verdad, ha llegado la Salvación a esta casa. Yo, el Hijo del hombre he venido a buscar y salvar lo que perdido estaba”. Y entonces mis ojos se abrieron: ¡Este hombre que ha revolucionado mi vida es el mismo que está revolucionando Judá! ¡Este hombre es Jesús! ¡En verdad, Él es el Mesías!
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Ahora, caminando junto a estos Doce, llevando sólo lo que llevo puesto, y comiendo lo que me den los seguidores de Jesús en sus hogares, llevo la Buena Nueva de que Jesús es el Mesías… No dudo que revolucionará no sólo Judá… ¡Sino el Mundo!
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