Un buen libro sobre la Primera Guerra Mundial (y sobre tantas guerras) expone la cantidad de aspectos que entraron en juego en aquellos momentos tan dramáticos de la historia humana.
Porque aquella guerra dependía de las armas usadas y del valor de los soldados, de la estrategia de los generales y de las ideas de los políticos, de los enfados del Káiser y del estado de humor del presidente de Estados Unidos, de las huelgas de los obreros en la retaguardia y de una epidemia que explotó en las trincheras…
La lista de factores es enorme. En las complejas relaciones entre los mismos se explica por qué en aquel mes triunfaban las potencias centrales (Alemania y Austria-Hungría), y por qué a los pocos meses vencían los franceses, los británicos y sus aliados.
Lo que ocurre en lo grande, a gran escala, también se produce, en escala mucho menor, en lo pequeño (en una persona, una familia, un barrio). En tantas situaciones se entrecruzan miles de factores cotidianos, casi imperceptibles, que luego explican los resultados «finales».
Porque el enfado de esta mañana se explica desde la interacción entre un cambio de presión, un malestar en el estómago, la noticia apenas leída en Internet, y esa tardanza de una respuesta de la que depende el futuro profesional.
Esos, y tantos otros factores, han desencadenado esa rabia desde la cual luego se dicen palabras fuertes, se responde mal al teléfono, se grita al conductor del coche de al lado, y aumenta por la tarde el dolor de cabeza.
Entre tantos factores, en lo grande y en lo pequeño, y desde ellos, millones de hombres y mujeres toman las decisiones de cada día. Algunas bajo la presión de pasiones casi incontrolables, como cuando un soldado enloquecido sale de su trinchera y avanza de modo absurdo hacia el enemigo.
Otras, en cambio, desde una reflexión más serena y con una voluntad todavía libre, capaz de decir no a lo primero que pasa por el propio corazón para sopesar bien los pros y los contras de las opciones que uno alcanza a entrever en ese momento concreto de la propia vida.
Los resultados finales (de aquella batalla tan absurda, de aquel enfado desproporcionado en casa o en el trabajo) serán la consecuencia de la intersección de más y más factores, sin excluir los efectos de un virus que acaba de entrar en uno o muchos cuerpos humanos.
Un desastre (las tropas, desmoralizadas, huyen ante el nuevo ataque de los adversarios) o una victoria (en casa, por fin, los esposos consiguen un diálogo sereno para resolver los problemas más inmediatos) se convertirán en nuevos factores que, en el hilo continuo de la historia humana, abrirán espacios a daños futuros o a beneficios que generan alegría y esperanza…
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