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Los agobios
Identidad

Los agobios

Ayer por la tarde me encontré por un pasillo a Bibiana, que, con las gafas a media asta, se arrastraba hacia la sala de estudio. En la mano izquierda llevaba una botella de agua, y estrujaba con el brazo derecho una carpeta de la que sobresalían algunos folios emborronados.

¿Duermes bien, Bibiana?

Tengunexamenparaelunyestoysuperstresadagrmaypuf…

El lenguaje de los agobiados/as es confuso; se requiere práctica para entenderlo y puede desconcertar a quien no se encuentre familiarizado con él. En este caso, la amable colegial quería decir que agradecía mi interés por su descanso, pero que no estaba en condiciones de mantener un diálogo civilizado.

Todo lo cual me ha llevado a redactar estas breves reflexiones sobre los agobios, basándome más que nada en la observación directa de la naturaleza y en los singulares comportamientos de los estudiantes en vísperas de exámenes.

Ay, chica, qué agobio. Mañana contabilidad

La palabra agobio deriva del término latino gybus, que significa giba o joroba. Por tanto, desde el punto de vista etimológico, agobiado/a equivale, aproximadamente, a jorobado/a, giboso/a o gibado/a.

El agobiado (pido permiso para suprimir de ahora en adelante la referencia femenina /a) lleva, en efecto, un sobrepeso en sus espaldas, una chepa moral que tiende a compartir con quienes le rodean para jorobar al prójimo como a sí mismo.

No es sólo cuestión de exceso de trabajo. El Planeta está lleno de gentes que no paran un minuto, y no por eso sufren tan penoso síndrome. El problema de los agobiados es, probablemente, que carecen de experiencia. Nunca se habían encontrado en la necesidad de aplicarse tanto, y piensan que el Cosmos entero debería ser partícipe de su sufrimiento interior.

El agobiado, más allá de su cansancio real, sobre todo tiene miedo. Miedo al trabajo mismo, al curre futuro, que se le aparece como una amenaza inminente y peligrosa. El agobiado padece hoy los tormentos que prevé para mañana. Y su cerebro, ante tal oleada de catástrofes presentidas, se colapsa, su mente se paraliza y queda incapacitado para trabajar serenamente. Todo lo cual sólo sirve para que se multiplique el agobio.

Carlos, que estudió conmigo hace mil años en un Colegio Mayor de Sevilla, era el prototipo de agobiado crónico.

«Mañana tengo que estudiar doce horas seguidas», aseguraba con mirada doliente.

Manos a la obra

Después de tan solemne aserción, lo disponía todo para la batalla: se levantaba tarde «para estar descansaíto» y con la mente lúcida. Tras un desayuno energético, daba un paseo para tonificar los músculos. El aperitivo, por supuesto, era sagrado. Después de comer, tres o cuatro cafés para mantenerse despierto. Un par de horas más tarde ya había preparado el escenario: los libros bien a mano; la luz, por la izquierda; un termo con más café; cuatro cajetillas de tabaco; zapatillas para sus cansados pinreles; un flexo de luz intensa para evitar fatigas; bolígrafos de tres colores; lápiz para subrayar; folios en abundancia; aspirina para previsibles cefaleas, y música ambiental.

A las nueve cena.

Que noche me espera. Tengo que estudiar lo menos quince horas…

La hora de la verdad

Después de la cena, una copita… Y entonces sí: con paso firme y mirada bizarra, entraba decidido en su habitación. Al cabo de diez minutos de estudio comprendía que, en realidad, donde mejor se trabaja es en la cama. Con tres almohadas de respaldo y un cuarto de hora perdido en trasladar el equipaje, se embutía el pijama, entraba en la piltra y abría el libro.

Una hora después me tocaba apagarle la luz.

Desde luego, ni Bibiana ni sus colegas del Somosierra son así. Carlos, además de agobio, tenía más morro que un oso hormiguero. Sin embargo la enfermedad y el tratamiento son idénticos.

El agobio se compone de un 30% de pereza, un 30% de pánico un 15% de remordimiento, un 15% de autocompasión y un 10% de desorden. De ahí que, para superarlo, haya que elaborar una fórmula a base de diligencia, orden, reciedumbre, valor y confianza. Confianza también, porque no es cierto eso de que «lo que no has hecho en todo el curso no lo vas a hacer en tres semanas»… En tres semanas pueden hacerse milagros.

Y no os olvidéis de ofrecer a Dios, con el estudio, los agobios. El mismo Jesucristo nos lo sugiere en el Evangelio: «Venid a mí todos los fatigados (por el trabajo) y agobiados (por el canguelo), que yo os aliviaré» (Mt 11, 28-29).

No, no dice que yo os aprobaré. Lo lamento.

 

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