Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús pertenecen al núcleo de la fe y de la existencia cristiana. Manifiestan, en primer lugar la obra que Dios realiza en nosotros haciéndonos semejantes a su Hijo y capaces de tener sus sentimientos, de confianza plena en el Padre, de amor y de perdón hacia todos. Las bienaventuranzas son, en efecto, como el retrato que Jesús trazó de sí mismo; son la expresión de la vida que Él encarnó y vivió históricamente; aquella vida que sus discípulos vieron con sus propios ojos y palparon con sus manos; la que les llenó de gozo y de alegría plena. Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad. Nos muestran el Camino que es Cristo para todos los hombres.
El camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre. El destino que Cristo arrostró y consumó felizmente es programa moral y de vida para sus seguidores. Ser cristiano es vivir en Cristo, vivir la misma vida de Cristo, vivir como Él vivió. Por eso las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el Monte iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana. Son su propia luz, son Jesús mismo, luz que ilumina a todas las naciones. Ellas son la riqueza de la Iglesia, porque su única riqueza y su única fuerza es Cristo.
La Iglesia no tiene otra Palabra que decir que Cristo, ni otra riqueza que Cristo, ni otro poder que el de Cristo que vino a servir y no a ser servido. Pero esta Palabra no la callará jamás, no la silenciará a pesar de los poderes de este mundo que quisieran silenciada o verla reducida a los espacios sacrales, no la dejará morir nunca. Esta riqueza no la dilapidará, ni dejará de compartirla con los hombres, ni cesará de ofrecerla a todos, que no imponerla a nadie. Nunca, además renunciará a esta fuerza o este poder de Jesucristo que es servir a los hombres, ayudar a los hombres, amar a los hombres, defender a los hombres.
Porque no tiene otra palabra, ni otra riqueza, ni otra fuerza que Cristo, no le importará otra cosa más que servir al hombre, apostar por el hombre. Y por eso defenderá la vida humana en todas las fases de su existencia, desde su concepción, hasta su muerte natural, y mostrará como camino y orientación para la sociedad cómo se viola esta suprema y fundamental exigencia del hombre con el aborto, con la eutanasia, con la manipulación de los embriones humanos, o con el terrorismo. Y por eso mismo, proclamará sin cesar y reivindicará en cualquier circunstancia la dignidad e inviolabilidad de todo ser humano y los derechos fundamentales que le corresponden al hombre, incluidos los de la libertad de conciencia y de libertad religiosa en toda su extensión, así como todos los correspondientes a la libertad de la educación.
Y por lo mismo proclamará a tiempo y a destiempo el evangelio y la verdad de la familia, y pedirá a todos trabajar por la familia, porque trabajar por ella es trabajar por el hombre y no hacerlo es ir contra el hombre, camino de la Iglesia, como lo es Cristo. A la Iglesia, como a Cristo, le importa el hombre de manera fundamental, porque le importa por encima de todo Dios, que en su Hijo ha amado al hombre hasta el extremo y quiere la felicidad para él. Ésa es la raíz de su actuación, aunque esto le traiga sinsabores, insultos, descalificaciones, y aunque así se vea sometida a juicios falsos e injustos que descalifican -lo siento- por sí mismos a quienes los hacen. Ese es el camino de las bienaventuranzas, de la bella y verdadera aventura que recorrió Cristo, verdadero autorretrato suyo.
En las bienaventuranzas, en Jesús, tenemos la afirmación de Dios como Dios, como lo sólo único y necesario, como el único que basta y llena el corazón del hombre, que ama al hombre, que apuesta por él, que quiere su felicidad y le muestra el camino para ella, que quiere que viva y le ofrece un futuro grande, que colma de esperanza verdadera. Inseparablemente, Jesús, en Él y en el camino que nos indica, el suyo, el que Él siguió, el de las bienaventuranzas, nos muestra la verdad del hombre llamado a la dicha plena y total, querido por Él hasta lo insospechado y haciéndole así ver su grandeza y su dignidad, así como a la meta y vocación a la que está convocado.
Las bienaventuranzas son el camino de realización del hombre que camina en la verdad de ser y vivirse como siendo de Dios, perteneciendo a Dios, apoyándose en Dios, confiando en Él; nos muestran el camino de la libertad que no está en el tener y en el acumular sino en el ser hombre criatura de Dios; nos muestran la senda de la esperanza: hay un futuro para el hombre, la vida tiene un sentido. Dios y hombre, la verdad de Dios y la verdad del hombre, inseparables, la unión de Dios y el hombre camino y meta de felicidad, de libertad, de amor, de misericordia, de justicia, de consuelo, de verdadera riqueza humana, de paz, de limpieza de miras y de verdad, de felicidad que se hace eterna.
Ahí, en las bienaventuranzas, está la dicha y la alegría del hombre. Ahí está la vocación a la que hemos sido llamados: hemos sido llamados por Dios a ser felices. Así, las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Deseo que Dios ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer. Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de nuestros actos humanos: Dios, por puro amor y benevolencia infinita, por misericordia eterna, nos llama a su propia bienaventuranza, a su felicidad y a su dicha que no tienen medida, a la alegría completa que en El se encuentra, al amor donde el corazón de todo hombre encuentra su reposo y consuelo.
Las bienaventuranzas, así, son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones y anuncian las bendiciones y las recompensas ya iniciadas por el amor y la misericordia insondable de Dios Padre manifestadas en su Hijo. Aunque el sufrimiento y la desesperanza parezcan llenar el mundo, Dios hace todo lo que hace para la vida y el gozo del hombre: Para la vida y el gozo del hombre, Dios ha creado el mundo, y nos ha dado el ser. Y para nuestra vida y nuestro gozo, destruidos por el pecado, ha venido el Hijo de Dios a nuestra carne, y la ha unido a sí, con un amor esponsal, y la vivifica con su Espíritu Santo y pueda recorrer la bella, dichosa y buena aventura que El mismo recorrió en el camino hacia el Padre.
Las palabras de Cristo hablan de sufrimiento, de pobreza, de hambre, de persecución, de llanto, de falta de paz y de injusticia, de mentira y de insultos. Hablan del sufrimiento del hombre en su vida temporal. Pero no se detienen ahí. Hablan de dicha, de alegría; proclama dichosos y felices, bienaventurados, precisamente, a los pobres, a los sufridos, a los que lloran, a los que tienen hambre de justicia, a los perseguidos, a los que trabajan por la paz, a los sencillos y limpios de corazón, a los calumniados. Y nos hablan de la motivación, de las razones, del porqué de esta dicha. Hasta ocho veces repite ese por qué, enseñándonos las razones por las que son dichosos: «Porque de ellos es el Reino de los cielos», porque de ellos es Dios mismo, amor sin límites, abismo sin fondo de misericordia, plenitud de vida y de gracia, justicia y santidad verdaderas, bondad suprema, paz, reconciliación y perdón para todos, fuente de luz.
Al decir que los que lloran serán consolados, Cristo indica, sobre todo, el consuelo definitivo más allá de la muerte. Lo enseña también la segunda bienaventuranza, porque heredarán la tierra, refiriéndose a la propiedad en sentido escatológico, definitivo y último: la nueva tierra donde habite la justicia, Dios para siempre. Igualmente quedarán saciados los que tienen hambre y sed de justicia, porque en el Reino de los cielos ésa será su herencia. Los que son misericordiosos encontrarán misericordia. Los que son limpios de corazón contemplarán a Dios cara a cara, lo cual, según las enseñanzas del Nuevo Testamento, es la esencia propia de la felicidad propia del Reino de Dios.
A lo mismo se refiere la bienaventuranza de los que trabajan por la paz, llamándolos hijos de Dios. Cuando Jesús enuncia el último de los grupos de los bienaventurados, considerando entre ellos a los perseguidos por causa de la justicia, se repite lo dicho a los primeros, los pobres, los pecadores, los desheredados: «porque de ellos es el Reino de los cielos». Cristo resume las bienaventuranzas dirigiéndose a los que de algún modo son perseguidos y falsamente acusados, exhortándoles a la alegría: «Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos».
Las bienaventuranzas nos abren un horizonte nuevo con relación a la vida y a la conducta humana. Son dichosos, pues, quienes se dejan guiar por el espíritu de las bienaventuranzas y, ciertamente, heredarán la tierra, aunque hayan acabado los días de su vida terrena. Su victoria y su felicidad es el participar de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, ser asociados a la gloria de su pasión y resurrección. ¿Es ésta solamente una promesa de futuro? Las certezas admirables que Jesús da a sus discípulos, ¿se refieren sólo a la vida eterna, a un reino de los cielos más allá de la muerte? Sabemos bien, queridos hermanos, que ese Reino está cerca. Porque ha sido inaugurado con la vida, muerte y resurrección de Cristo. Sí, está cerca, porque también en buena parte depende de nosotros discípulos y seguidores de Jesús. Somos nosotros, bautizados y confirmados en Cristo, los llamados a acercar ese Reino, a hacerlo visible y actual en este mundo, como preparación a su establecimiento definitivo. Y esto se logra con nuestro esfuerzo y conducta concorde con los preceptos del Señor, con nuestra fidelidad a su persona, con nuestra identificación y seguimiento.
La bienaventuranza prometida nos coloca, así, ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malos instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo, a poner en Él la confianza plena, como un niño satisfecho en brazos de su madre, a no esperar de otro la salvación y la dicha definitivas. La bienaventuranza prometida nos enseña que la verdadera felicidad, la auténtica dicha, no reside en la riqueza o en el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, ni en ningún poder, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor, nuestro lote y heredad.
Esta es la verdadera felicidad, la auténtica alegría, la alegría de estar dentro del amor de Dios que nos hace hijos suyos. La alegría de los hijos es una alegría que requiere confianza total en el Padre. Es la alegría que tiene su fundamento no en el tener sino en el ser, no en el poder o en el dominio, no en el goce o disfrute individualista o en el bienestar a toda costa, sino en la entrega y donación de nosotros mismos, en el dar una preferencia absoluta a las cosas del Reino. Es la alegría profunda y exigente de las bienaventuranzas, la de las personas que viven una entrega total a Dios, aquellas para quienes sólo Dios basta. Es la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena: la alegría que nadie podrá quitar, la que es fruto del amor y, por consiguiente, de Dios mismo en persona, que es amor. Las bienaventuranzas, por ello, no son para unos pocos privilegiados, es la enseñanza moral para todos los que siguen a Jesucristo, que asume, además, lo mismo que afirma la razón humana y lo eleva y engrandece; no son un camino para el repliegue sino para que se vea en el mundo y se traduzca en los comportamientos humanos; son como el reverso de los diez mandamientos, son con ellos, la voluntad de Dios, el querer de Dios y el cumplimiento de su voluntad. Todo tiene que ver con este camino.
Esto es lo que enseña la Iglesia, lo que transmite una y otra vez la jerarquía de la Iglesia en España, vuestros Obispos a quienes algunos os pretenden enfrentar y de los que os intentan separar, y a los que no hay día que no se les critique. Esto es lo que hicimos y dijimos, por ejemplo, en la Instrucción Pastoral de hace dos años titulada «Orientaciones Morales ante la situación actual de España», o en aquella otra Instrucción sobre «La valoración moral del terrorismo y sus causas»; y esto es lo que la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal hemos dicho en nuestra reciente Nota de «Orientaciones» ante la próxima convocatoria electoral, que no se trata de imposiciones, sino de exhortaciones, en modo alguno partidistas, ni tampoco se trata de un texto coyuntural, sino que tiene una razón de ser muy profunda y muy en sintonía con sus anteriores enseñanzas, esto es, con lo que es la verdad del Evangelio, que nunca ha de callar por servicio a los hombres, servicio que reclama obedecer a Dios antes que a los hombres mismos.
No puedo olvidar las palabras de san Pablo a los tesalonicenses en las que afirma que «a pesar de sufrimientos e injurias padecidos, que ya conocéis, se ha de tener valor para predicaros el Evangelio de Dios en medio de fuerte oposición. Nuestra exhortación no procedía de error o de motivos turbios, ni usaba engaños, y así lo predicamos, no para contentar a los hombres, sino a Dios, que aprueba nuestras intenciones… nunca hemos tenido palabras de adulación, ni codicia disimulada. Dios es testigo. No pretendimos honor de los h
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