La oración en el huerto de Getsemaní
La tristeza
Salen del Cenáculo, situado en la parte alta de la ciudad, y recorren el camino hacia el monte de los olivos por la escala de los Macabeos. Era una media hora de camino. Jesús empieza a sentir en su alma una tristeza extraña, que deja a todos sin saber qué decir y cómo consolarle. Pero le siguen en aquel camino iluminado por la luna de abril. Estaban ya en el día de la Pascua.
«Entonces llegó Jesús con ellos a una finca llamada Getsemaní, y dijo a los discípulos: Sentaos aquí mientras voy allá a orar». Parecía como de costumbre, pero tiene el alma en tensión. Las emociones de la cena le llevan a una vigilia de alma que quiere entregarse del todo. Ocho de los discípulos se quedan en una cueva, resguardados del relente de la noche. El Señor se aleja de ellos llevándose sólo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, Juan y Santiago. Son los mismos que estuvieron en la transfiguración del Tabor contemplaron su gloria, y los que vieron con sus ojos la resurrección de la hija de Jairo. Ahora van a ser testigos de algo mucho más difícil de entender: la agonía de Cristo, que quedará reducido a un hombre despojado de gloria y esplendor, como si estuviese derrotado. Y tienen que seguir creyendo que es Dios y hombre verdadero contemplándolo inerme, humillado, derrotado, sufriente. Es una situación que sólo se puede superar el escándalo con una fe nueva.
Jesús se retira como a un tiro de piedra a un lugar donde que existe una enorme roca. Y «empezó a entristecerse y a sentir angustia. Entonces les dijo: Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo»(Mt). No se trata de una batalla cualquiera, sino de un amor que va a sufrir la mayor dificultad. Cuando en el fondo del alma se vive el gozo de la presencia del Padre, lo externo se torna menos difícil. Pero ahora Jesús experimenta como una no presencia, aunque el Padre esté siempre allí.
Jesús ora
A Jesús se le hace presente todo el sufrimiento de la crucifixión. De esto se trata. De amar a pesar de los pesares. Y viene la angustia, el desasosiego, las lágrimas, el desaliento. Experimenta los efectos del pecado en su alma, especialmente la separación de Padre, que es lo más difícil, es un comienzo del descenso a los infiernos que ocurrirá después de la muerte. Es un anonadamiento en su alma. Ha comenzado la Pasión cruenta en su alma. Pero no cede, sigue rezando, y sigue amando la voluntad del Padre que también es la suya, y ama a los hombres todos, que son los causantes de ese dolor.
«Y adelantándose un poco, se postró rostro en tierra mientras oraba diciendo: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieras Tú»(Mt). Jesús llama a su Padre, con acentos de hijo pequeño, le llama «Abba»(Mc) oración desconocida en otros labios. Él es el Hijo que cumple la voluntad amorosa del Padre. El Padre quiere salvar a los hombres por la línea del máximo amor; y el Hijo quiere esa voluntad que costará tanto dolor. Ese es el precio de la salvación de los hombres: un acto de misericordia que cumple, al tiempo, toda justicia.
Entonces «Un ángel del cielo se le apareció para confortarle. Y entrando en agonía oraba con más fervor y su sudor vino a ser como gotas de sangre que caían sobre la tierra» (Lc). Todo el cuerpo está empapado en ese extraño sudor de sangre. La angustia del alma llega ser terror; pero no le vence, no desiste Jesús de su empeño de entregarse. Quiere la voluntad del Padre, que es la suya, no la del cuerpo que se resiste, lleno de pavor.
Los discípulos se duermen
En este estado busca consuelo en los suyos. «Volvió junto a sus discípulos y los encontró dormidos; entonces dijo a Pedro: ¿Ni siquiera habéis sido capaces de velar una hora conmigo?» Es un queja para los que no han sabido estar a la altura de las circunstancias. Se excusan por el cansancio, pero es un sueño extraño, su causa es «la tristeza» (Lc), es como una evasión cuando los enemigos de Jesús bullen aquella noche sin ceder a sueños ni descansos. Pero de nuevo Jesús se rehace y se vuelca en aquellos que no saben, ni pueden, hacer más. Y les dice: «Velad y orad para no caer en tentación: pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil»(Mt). El sueño de los discípulos tiene también una causa infranatural; es el diablo, que envuelve en su tiniebla las mentes y los espíritus de todos. Jesús no lucha sólo contra su debilidad, sino contra el príncipe de las tinieblas que está desplegando todo su poder; y ellos, sus seguidores, sin oración no son nada. La oración será la fuerza para vencer cualquier dificultad; al mismo diablo con todo su extraño poder.
Hágase Tu voluntad
Ya muy entrada la noche Cristo se retira durante un tiempo largo, y se repite la oración, la agonía que no puede superar a pesar del consuelo del ángel. Y «de nuevo se apartó por segunda vez y oró diciendo: Padre mío, si no es posible que esto pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad. Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados de sueño. Y dejándolos, se apartó una vez más, y oró por tercera vez repitiendo las mismas palabras» (Mt). La insistencia es amor que no cede; es una verdadera pasión en el alma, y también en el cuerpo. Parece un desecho de los hombres, está humillado y parece derrotado; supera una y otra vez la tentación y la oración -vida de su vida- se hace más intensa.
Jesús suda sangre
«Finalmente va junto a sus discípulos y les dice: Dormid ya y descansad; mirad, ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos; ya llega el que me va a entregar»(Mt). Se levanta, por fin, el Señor. Se limpia el rostro con el paño para cubrir la cabeza que queda empapado en sangre lo deja en el suelo doblado. Se adereza el aspecto. Va donde se encuentran Juan, Pedro y Santiago, después se dirigen donde duermen los otros ocho. Se despiertan también con excusas, están confusos.
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