Todos hemos experimentado alguna vez nuestros límites para ayudar a nuestros semejantes, pero muy especialmente ante la dificil tarea de educar. Por eso, quienes estamos comprometidos de alguna u otra forma en esta tarea –padres de familia, profesores, catequistas y formadores en general–, debemos saber que Dios nos brinda «un don que es para provecho de todos» (cf. 1 Co 12, 7). Este don del que habla san Pablo es la «gracia de estado», y se debe a ella que nuestra limitación no nos estorbe cuando nos disponemos a servir generosamente.
¿Qué tipo de don es éste?
Santo Tomás de Aquino explica que hay dos tipos de gracias: la gracia santificante, que conseguimos colaborando con Dios, y las gracias dadas «gratuitamente», sin haber hecho nada para merecerlas. La «gracia de estado» es una gracia dada gratuitamente, y por lo mismo no hace santa a una persona, sólo le da la capacidad de hacer que otras personas se acerquen a Dios. Pero la gracia santificante, como su nombre lo dice, sí posee la virtud de santificarnos, precisamente porque nos toca hacer un esfuerzo personal, consciente y libre, por conseguirla y dejarla actuar. Ambas gracias se complementan y son necesarias para podamos ser colaboradores fieles en la misión que Dios nos ha encomendado.
¿Cómo actúa la «gracia de estado»?
La «gracia de estado» influye en nuestra inteligencia y voluntad, y nos atrae a actuar de una manera concreta o de otra, a fin de que podamos ayudar, aconsejar o persuadir positivamente a otras personas para que ellas lleguen a Dios. El Papa Juan Pablo II, de feliz memoria, recordó especialmente a los padres de familia, que ellos: «reciben en el Sacramento del Matrimonio la gracia de estado que van a necesitar para llevar adelante su misión, especialmente a la hora de educar a sus hijos» (Carta a las familias Gratissimam sane, 16).
No siempre sucede así…
Es evidente que las palabras del Papa Magno no parecen cumplirse siempre, pues no todos los padres saben guiar y ayudar eficazmente a sus hijos. Y esto sucede independientemente de que los padres sean cultos o incultos, ricos o pobres, tengan fe en Dios o no… Por lo mismo, no podemos decir que es siempre culpa de los padres el que algunos hijos tomen malos caminos, ni decir con exactitud cuáles son las condiciones óptimas para que esto no suceda. Lo que sí podemos decir es que Dios respeta la libertad de las personas, y que los padres no serán juzgados por las decisiones que tomen sus hijos, pero sí tienen el deber de poner todo cuanto esté de su parte para favorecer un desenlace feliz en las vidas de sus hijos. Es para ello que han recibido la «gracia de estado».
Lo que cuenta es el amor
Lo que vale es el deseo de ayudar al otro, la recta intención de conducirlo a Dios que sólo pide esta buena disposición para dejarlo actuar por encima de nuestros límites: «Así se explica que un simple pescador abunde en palabras de ciencia y sabiduría y cosas semejantes», dice santo Tomás refiriéndose a los Apóstoles. Dios da la sabiduría a los padres que tienen un verdadero amor por sus hijos. Y no hay duda que el padre o la madre que más aman no son los que procuran a sus hijos una profesión o una herencia material olvidándose de hacerlos ricos en valores. Y el fundamento de los valores es Dios.
Aquí es donde entra en escena el otro tipo de gracia que Dios nos quiere dar, la gracia santificante. Ayudamos mejor cuanto más santos somos, por encima de las apariencias. Recibimos la gracia santificante por nuestros esfuerzos constantes en hacer lo que agrada a Dios. Quien comete un pecado debe enmendarse, quien por la debilidad de su naturaleza encuentra graves dificultades por superar algún vicio o defecto debe poner mayor empeño, orar, recibir con frecuencia los sacramentos y no escatimar los sacrificios que sean necesarios por mantenerse de pie delante de Dios. Esto suscita la misericordia del Señor que ha venido a atender a los enfermos, a sanarlos con la ayuda de la gracia santificante. Que no duden los padres de familia en esta presencia de Dios que acompaña a los que no lo rechazan y le piden su ayuda para educar a los hijos.
Lilián Carapia es licenciada en Filosofía y religiosa del Instituto de Hermanas Misioneras Servidoras de la Palabra, en México. Lee otros artículos suyos en FAST
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