Por: Ángel Gutiérrez Sanz | Fuente: Catholic.net
El progresivo olvido de Dios en los tiempos que vivimos es algo evidente. Una gran mayoría de hombres y mujeres han dejado de creer y los templos están cada vez más vacíos, por lo que ha llegado el momento de preguntarnos: ¿Qué está pasando en nuestra sociedad y por qué está sucediendo? Hoy en día, como lo fue en la Edad Media, creer en Dios resulta igualmente de razonable, sencillamente porque sin Él no nos queda otra salida que el absurdo; entonces ¿por qué el hombre actual ha elegido vivir en la más absoluta orfandad? La respuesta es compleja, porque son muchas las formas en que se nos muestra la increencia, que va desde las manifestaciones supersticiosas o falsos sustitutivos de la religiosidad auténtica, hasta el “Odium Dei“, pasando por el indiferentismo religioso, cada vez más en boga. A la crisis de fe se puede llegar por muy diversos caminos, tanto es así que hay quien piensa que en lugar de increencias habría que hablar de increyentes, porque cada cual puede tener sus personales motivos para mantenerse al margen de la fe. No vamos a hacer mención de todos ellos, pero sí al menos señalar aquellos que nos remiten a la aparición de los nuevos humanismos, claramente de signo laicista.
En efecto, aparte de las circunstancias personales, se puede hablar de humanismos de nuevo cuño, si es que así se les puede llamar, portadores de un virus mortífero que explican, al menos en parte, la creciente descristianización que ahora padecemos. Desde antiguo la egolatría anida en el corazón del hombre, siendo aprovechada, tanto por el marxismo materialista como por el laicismo liberal, ambos condenados por la Iglesia, para deificar al hombre, haciéndole creer que él podía ser el sustituto de Dios. Feuerbach sería el principal responsable de alimentar este humano endiosamiento. En su “Esencia del cristianismo” deja claramente establecido que Dios es el rival del hombre, que le está robando protagonismo, de modo que todo lo que atribuimos a Dios se lo robamos al hombre, que no ha de tener otro dios que no sea él mismo. Haciendo rico a Dios es como el hombre ha quedado empobrecido y ha llegado la hora, según Feurbach, de que el hombre deje de ser pobre, deshaciéndose de un Dios rico En esencia tal es la expresión de un materialismo ateo, primitivo y visceral.
La obsesión por desacralizar al hombre y por convertir la teología en una antropología inmanentista, la volvemos a encontrar en el espíritu pseudo-cientificista de la época, que tanto ha contribuido a que el hombre solo tenga ojos para ver lo que queda circunscrito al ámbito de su experiencia. A medida que la actitud positivista se consolidaba, se ha ido sustrayendo credibilidad a todo lo que de alguna forma quedaba fuera del ámbito de verificación cuantitativa, al modo como se procede en las ciencias experimentales, hasta llegar a un punto tal de que todo lo que no es susceptible de probación empírica carece de interés. Las conquistas en el campo de la ciencia y el progreso de la técnica han deslumbrado al hombre moderno, llevándole a una concepción muy restringida de la realidad. “Solo existe lo que puede ser comprobado experimentalmente”. Hay quien ha llegado a pensar incluso, que todo gira en torno del hombre-creador, al que es considerado como un pequeño dios, que no necesita de instancias superiores, porque con su ciencia puede hacer frente a cuanto se le vaya presentando. Admiradores de su propio poder, los hombres de hoy se sienten satisfechos de sus éxitos y conquistas, como si ahí acabara todo.
La mentalidad positivista de los hombres de nuestro tiempo hunde sus raíces en Augusto Comte, quien partiendo de la desautorización de todo saber teológico y metafísico establece, como único modelo de conocimiento fiable, el saber científico positivo, tal como quedara formulado en su ley de los tres estadios, con lo que abre su “Curso de Filosofía Positivista”. Naturalmente que si se da por bueno el «pseudo-dogma científico» de que solo la experiencia es fuente de conocimiento, cae por tierra todo planteamiento de tipo trascendente, pero una afirmación así carece de sentido porque entre otras cosas, al decir esto, se están rebasando los límites puramente experimentales, en los que está enmarcado el positivismo. De hecho, científicos cualificados consideran ilegítimos estos planteamientos exclusivistas y totalitarios, aún con todo, la orientación positivista comtiana habría de encontrar una buena acogida en la posmodernidad, hasta acabar constituyéndose como la única norma del saber humano. En palabras del Vaticano ll «la negación de Dios o la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta, no rara vez, con exigencia de progreso científico y de un cierto humanismo nuevo» («Gaudium et Spes», núm 7).
En el origen de la crisis de fe nos encontramos también con una actitud biologicista, característica de nuestro tiempo. Es palpable el ansia insaciable de gozar de todos los placeres, no siendo el “bien vivir” lo que importa sino “el vivir bien”. La pasión por disfrutar a tope de la vida mantiene al hombre actual enajenado y cautivo en el marco del más descarnado hedonismo. Para muchos Dios ha llegado a ser una rémora, que podría comprometer su bienestar material y su libertad. La misma cultura, de signo claramente voluptuoso, envuelve con frecuencia a los espíritus, sin que sea neutralizada suficientemente por otro tipo de aspiraciones. Diversos humanismos vitalistas, en la línea del biologismo nietzscheano, han hecho su aparición y con el pretexto de hacer al hombre más libre y más feliz, han ido alejándole de Dios. Es así como las creencias religiosas han ido desapareciendo, para dar paso al impulso biológico instintivo. Entre las masas se ha ido extendiendo la idea de que Dios es enemigo de la vida y del hombre, tal como gritara Nietzsche: «Hombres superiores, Dios ha sido vuestro mayor peligro. No habéis resucitado hasta que ÉL bajó a la tumba; ahora solamente vuelve el mediodía. Ahora el hombre superior es el amo… Dios ha muerto. Ahora queremos nosotros que viva el superhombre» (Nietzsche, Así habló Zaratustra ‘Del Hombre Superior’, núm. 1 -3).
Por fin hemos de referirnos a otro de los humanismos ateos nocivos que hizo su mella, sobre todo, en las jóvenes generaciones del siglo pasado y que con su nihilismo ha barrido del horizonte humano todo resquicio de esperanza, no solo sobrenatural sino también humana. Me estoy refiriendo al existencialismo de corte sartreano, que aparece en un momento histórico de la posguerra, en el que la angustia y el pesimismo lo invadían todo. Los hombres, testigos de dos guerras, habían sufrido demasiado y ahora tenían que soportar las dificultades y hacer frente a las terribles consecuencias de tanta destrucción. En tal situación les costaba trabajo tener que admitir la presencia de un Dios Bueno, en un mundo dominado por la desolación y el desastre. Todo parecía suceder como si Dios no existiera, a los ojos de unos hombres dominados por la angustia y el pesimismo. Fue el momento del existencialismo ateo, que trataba de poner de manifiesto el absurdo de la existencia humana. El humanismo existencialista de Sartre presenta al hombre como una vana pasión, abocada irremisiblemente al fracaso. Nada ni nadie puede ponerle a salvo, ni siquiera Dios puede ser una respuesta a la humana frustración, porque la idea de Dios es imposible para Sartre, dado que en sí misma implica una contradicción, cual sería la representada por la síntesis integradora del «en sí, para sí». Está claro que, en el sentir del influyente filósofo francés, Dios es un imposible, pero aun en el caso de que existiera, las cosas no cambiarían. El hombre seguiría siendo lo que es, «El existencialismo —nos dice— no es de tal manera ateísmo, que se agote en demostrar que Dios no existe. El declara más bien: aun si Dios existiera, nada cambiaría… El hombre debe reencontrarse y persuadirse de que nada le puede salvar de sí mismo».
En estas y otras formas de humanismo ateo que han proliferado en los últimos tiempos, ha encontrado el hombre actual, formas seductoras de liberación humana y uno se pregunta: ¿por qué muchos hombres tuvieron que buscar consuelo fuera de la fe en Dios y depositar su confianza en falsas promesas de liberación? ¿Por qué los creyentes no hemos sido capaces de hacer llegar el mensaje liberador de Cristo al hombre moderno? Puede que nuestro cristianismo no haya sido lo suficientemente auténtico, o tal vez nos haya faltado y nos sigue faltando, intrepidez y coraje y nos sobren complejos y cobardías, que nos impiden ser verdaderos testigos de la fe que decimos profesar.
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