Cuenta el evangelio que una vez se acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: “Si quieres, puedes curarme” (Mateo 1, 40).
¡Un momento! Pero, ¿por qué se acerca este hombre a Jesús? ¿Es que no sabe que, dada su enfermedad, debe mantenerse a distancia? ¿Cómo se le ocurre andar circulando entre sus congéneres como si tal cosa? La ley de Moisés era terminante a este respecto: “Cuando alguno tenga en su carne una o varias manchas escamosas o una mancha blanca y brillante, síntomas de la lepra, será llevado al sacerdote Aarón o ante cualquiera de sus hijos sacerdotes. Se trata de un leproso, y el sacerdote lo declarará impuro. El que haya sido declarado enfermo de lepra, traerá la ropa descosida, la cabeza descubierta, se cubrirá la boca e irá gritando: ‘¡Estoy contaminado! ¡Soy impuro!’. Mientras le dure la lepra seguirá impuro y vivirá solo, fuera del campamento” (Levítico 13, 1-2. 44-46).
La orden era terminante: debía permanecer solo y fuera del campamento, lejos de todos para no contaminarlos. ¿Cómo es, entonces, que este atrevido se acerca a Jesús? Y Jesús, por su parte, no retrocede, espantado, ni se hace a un lado, diciéndole: “Oye, tú, amigo, ¿es que no conoces las cláusulas de la ley? ¿Cómo es que andas circulando por nuestras calles así como así? ¡Anda, vete ya!”. En realidad, no sucede nada de esto, sino, más bien, esto otro: “Jesús, sintiendo compasión, extendió la mano y lo toco, diciéndole: ‘Quiero, queda limpio’. En seguida se le quitó la lepra y quedó limpio” (Marcos 1, 41-43).
¿Cómo es que Jesús se ha animado a tocar a este hombre? ¿No le dio miedo? ¡Nadie antes que él había tocado a un leproso en Israel! Pero Jesús toca al leproso, es decir, lo hace sentir vivo otra vez. El Señor pudo haberlo curado simplemente diciendo sencillamente lo que dijo, pero además extiende su mano sobre él y lo hace sentirse querido, aceptado.
¡El sentido del tacto! Lo que a menudo no podemos decir con las palabras, lo decimos tocando. Un amigo mío acaba de perder a su madre y llora junto al féretro. ¿Qué le debo decir en semejante circunstancia? ¿Que me duele aquella muerte a mí también? ¡Pero él bien sabe que no se trata del mismo dolor! Entonces opto por no decirle nada -¿para qué, si las palabras sirven aquí de muy poco?- y poso mi brazo sobre su cuello. Con este simple gesto he dicho más de lo que podría decirle con un discurso lacrimoso e hipócrita. El tacto es el sentido del afecto, y los que se quieren se tocan.
Así pues, todo parece indicar que Jesús no sólo quiso sanar a aquel enfermo, sino hacerlo sentir bien en todos los sentidos que pueda tener esta expresión. Pero afirmar que nadie había hecho nada semejante en Israel, ¿no es cargar las tintas, como suele decirse? ¡De ninguna manera! En el Antiguo Testamento se cuanta la curación de un leproso por obra del profeta Eliseo, pero aquí las cosas sucedieron de muy distinta manera. Veamos cómo.
“Naamán, general del ejército del rey sirio, era un hombre que gozaba de la estima y del favor de su señor…, pero era leproso. En una incursión, una banda de sirios llevó a Israel a una muchacha que quedó como sirvienta de la mujer de Naamán, y dijo a su señora: ‘Ojalá mi señor fuera a ver al profeta de Samaria; él lo libraría de su enfermedad’. Naamán fue a informar a su señor: ‘La mujer israelita ha dicho esto y esto otro’. El rey sirio le dijo: ‘Ven, que te doy una carta para el rey de Israel’. Naamán se puso en camino, llevando tres quintales de plata, seis mil monedas de oro y diez trajes. Presentó al rey de Israel la carta, que decía así: ‘Cuando recibas esta carta, verás que te envío a mi ministro Naamán para que lo libres de su enfermedad’. Cuando el rey de Israel leyó la carta, se rasgó las vestiduras, exclamando: ‘¿Es que soy yo un dios capaz de dar muerte o vida para que me encargue éste de librar a un hombre de su enfermedad?’.
“El profeta Eliseo se enteró de que el rey de Israel se había rasgado las vestiduras, y le envió este recado: ‘¿Por qué te has rasgado las vestiduras? Que venga a mí y verá que hay un profeta en Israel’.
“Naamán llegó con sus caballos y su carroza y se detuvo ante la puerta de Eliseo. Eliseo mandó uno a decirle: ‘Ve a lavarte siete veces en el Jordán y tu carne quedará limpia’ ” (2 Reyes 5, 1-10).
Véase que Eliseo no sale al encuentro del leproso, sino que se limita a mandarle decir lo que tiene que hacer para curarse. Y éste, claro está, percibe su falta de amabilidad y se queja, molesto, con estas palabras: “Yo me imaginaba que saldría en persona a verme y que, puesto en pie, invocaría al Señor, su Dios, pasaría la mano sobre la parte enferma y me libraría de mi enfermedad” (2 Reyes 5, 11). ¿Eso es lo que pensaba Naamán? ¡Cómo se equivocaba! Para decirlo ya, era un iluso. ¡Por nada del mundo hubiera Eliseo posado la mano sobre la parte enferma de aquel extranjero! Y no porque fuera malo o desatento, sino porque se lo prohibía la ley. Y, por lo demás, ¿Naamán venía a curarse o a que le hicieran cuchi-cuchi? Si quería curarse, ya sabía lo que tenía que hacer. “Entonces Naamán bajó al Jordán y se bañó siete veces, como le había ordenado el profeta, y su carne quedó limpia como la de un niño” (2 Reyes 5, 14).
Recapitulemos: en ambos casos, los leprosos son curados, pero no se compara la delicadeza de Jesús con la prudencia de Eliseo. Jesús fue amable, cercano, cálido. La diferencia entre Eliseo y Jesús, por decirlo así, es la misma que hay entre un médico acertado pero hosco, y otro igualmente acertado pero amable. No, para Jesús no era suficiente con curar al enfermo; era necesario, también, extender la mano hacia él y tocarlo con afecto. ¿Qué es lo que Cristo vino a traer a este pobre mundo? Él mismo lo dijo: vino a traer fuego, es decir, el calor, el sencillo calor humano sin el cual incluso la salud del cuerpo está de más: el calor que devuelve el gusto de vivir.
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