-¿Quién sabe algo de Juan?
-Fue al médico. Parece que lo de la presión es por el estrés.
-¡Qué cara tenés!
-Es que ando estresado.
Comentarios como éstos y muchos más son usados, hoy, corrientemente para explicar un estado sin que la mayoría de las personas tenga claro en qué consiste.
El estrés se ha convertido en una palabra cotidiana de nuestros tiempos y es considerado uno de los grandes males que nos tocan padecer, sin distinción de edad, género o clase social. Las personas que manejan un alto grado de responsabilidad suelen ser las más afectadas por este trastorno que se está transformando, cada vez más, en una especie de enfermedad alarmante.
¿Sabemos de qué hablamos cuando hablamos de estrés?
El empleo de este término se ha popularizado sin que la mayoría de las personas sepa realmente qué significa. Etimológicamente, proviene del participio latino (strictus) del verbo stringere que significa provocar «tensión».
El ritmo acelerado de vida, así como el desarrollo tecnológico y la prisa con que debemos iniciar y vivir cada día ha creado una tensión permanente en nuestro diario vivir que nos lleva a estar angustiados, ansiosos, apurados y perder vitalidad. Esto hace que nuestro organismo emita una respuesta a semejante cantidad de estímulos o, dicho de otra manera, el estrés es la respuesta «adaptativa» del organismo ante los diversos «estresores». Esta adaptación a las condiciones de cambio se denomina «síndrome general de adaptación ». La utilización actual del término tiene su antecedente fundamental en la teoría de la adaptación: «Síndrome General de Adaptación » (G.A.S), del húngaro y endocrinólogo de la Universidad de Montreal, Hans Selye, a quien, posteriormente, se ha llamado «padre del estrés».
El estrés es algo habitual en nuestras vidas, no puede evitarse, ya que cualquier cambio al que debamos adaptarnos representa estrés. Es la reacción de nuestro organismo frente a la presión constante, y, cuando los mecanismos de recuperación fallan, se produce las enfermedades de adaptación. La disconformidad crónica, el apuro, la urgencia, los estados ansiosos, los sentimientos de impotencia, el alerta constante, el miedo irracional, las preocupaciones económicas, laborales o escolares y otras generan, consecuentemente, ansiedad, angustia y tensión. Nuestro cuerpo responde con cansancio, problemas digestivos, dolores de cabeza, pérdida del apetito se nos olvidan las cosas, cambia nuestro estado de ánimo, tenemos problemas para dormir o descansar, dolores musculares, irritabilidad o aislamiento, aumentan las frecuencias respiratorias y cardíacas, entre otras. Cuando estos síntomas perduran y se instalan en el tiempo, el estrés se constituye en un proceso relativamente independiente del síndrome general de adaptación, en una «enfermedad» en sí misma. Cualquier suceso que genere una respuesta emocional puede causar estrés. Las experiencias estresantes provienen de tres fuentes básicas: nuestro entorno (referente a las condiciones ambientales, como el ruido, las aglomeraciones, etc.), nuestro cuerpo y nuestros pensamientos. Esto incluye tanto las situaciones positivas (el nacimiento de un hijo, matrimonio), como las negativas (pérdida del empleo, muerte de un familiar).
Las situaciones que provocan estrés en una persona pueden resultar insignificantes para otra.
Si logramos percibir estos síntomas como alertas y no como parte normal de nuestra vida, si aprendemos a escucharlos como mensajes que nos dicen que estamos a punto de perder el equilibrio que debe haber entre las presiones diarias y nuestra capacidad de respuesta a ellas, es el momento justo de otorgarnos un respiro y tomarnos un tiempo para nosotros mismos.
Pero ¿cómo darnos ese respiro con todas las exigencias que nos abruman? Lo primero que deberíamos hacer es discernir entre lo que tiene una importancia vital y lo que no. Muchas de ellas son autoexigencias que nuestro «deber ser» nos impone. Las situaciones que no podemos controlar son, a menudo, las más frustrantes. Uno puede sentirse mal simplemente por ejercer presión sobre uno mismo: sacar buenas notas, tener aspiraciones en un trabajo, la autocrítica desmedida es una de las causas principales.
El estrés no siempre es malo. De hecho, un poco de estrés es bueno. Por ejemplo, la presión de la competición (competencia en el sentido de mejorar) permite el logro de los objetivos. Sin el estrés de alcanzar la meta, la mayoría de nosotros no sería capaz de terminar un proyecto o de llegar a trabajar con puntualidad.
¿Qué hacer, entonces, frente al estrés?
No preocuparnos de las cosas que no podemos controlar. (No sólo en los días soleados suceden cosas buenas.)
Hacer algo con las cosas que sí podemos controlar. (Aprendamos a poner límites a aquellos que nos exigen dar o hacer más de lo que podemos dar o hacer.)
Prepararnos, lo mejor posible, para sucesos que sabemos que pueden ocasionarnos estrés. (Al fin de cuentas, esas circunstancias también pasaran, y vendrán otras mejores.)
Esforzarnos por resolver los conflictos con otras personas. (Un buen diálogo quiebra barreras y concilia los ánimos.)
Pedir ayuda a nuestros amigos, familiares o profesionales. (Dejar la omnipotencia de lado no es signo de debilidad.)
Fijarnos metas realistas en casa, en el trabajo o en la escuela. (Poner mucha expectativa en un proyecto, casi imposible acarrea desdicha.)
No olvidar de realizar una actividad física (Alguien dijo mens sana in corpore sano
Orar un poco más. (La buena oración nos conecta con lo trascendente.)
Tratar de ver los cambios como desafíos positivos, no como amenazas. (Dice el saber popular «no hay mal que por bien no venga».)
Poner más atención en lo que tenemos y no en lo que nos falta. (Por ahí, descubrimos lo inmensamente ricos que somos.)
Seguramente, dado los tiempos que corren, no podremos eliminar, del todo, las fuentes que nos suscitan estrés, sin embargo, sí podemos aprender a buscar un equilibrio ante las consecuencias que la presión y las exigencias excesivas generan. Si logramos no llegar a los extremos, tal vez entonces, tengamos tiempo para disfrutar y ver la vida desde un lugar más positivo.
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