No sé si a usted le ocurre lo mismo que a mí. Algunas expresiones del Evangelio me han sido difíciles de entender, cuanto más de vivirlas.
Una de ellas es la que el Santo Padre ha propuesto a los jóvenes: “En esta ocasión, deseo invitarles a reflexionar sobre las condiciones que Jesús pone a quien decide ser su discípulo: Si alguno quiere venir en pos de mí – Él dice -, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9, 23).
De las tres condiciones que Cristo pone (renunciar a sí mismo, tomar la cruz y seguirle), la primera me ha creado más dificultades de comprensión.
Parecería que Jesucristo y el mismo Papa no saben mucho de psicología y sociología humana, pues “el hombre tiene arraigado en el profundo de su ser la tendencia a pensar en sí mismo, a poner la propia persona en el centro de los intereses y a ponerse como medida de todo”. ¿Cómo, entonces, se les ocurre pedir al hombre, y más aún al joven, que renuncie a sí mismo, a su vida, a sus planes?
En realidad, “Jesús no pide que se renuncie a vivir, sino que se acoja una novedad y una plenitud de vida que sólo Él puede dar”. He aquí el elemento que nos hace entender las palabras evangélicas. En realidad no se nos pide renunciar sino todo lo contrario. Se nos pide y recomienda acoger, y en concreto, acoger toda la grandeza de Dios.
Quizá un ejemplo nos ayude a entender este juego verbal entre renunciar y acoger. Cuando unos recién casados me piden bendecir su hogar me muestran, una por una, las dependencias de la casa: el comedor, la cocina — ¡para que no se le queme la comida!, suelen comentar los maridos –, la sala de estar, la habitación del matrimonio — me da mucho gusto cuando la preside un crucifijo o una imagen de la Virgen — y la habitación de los niños. Ésta ordinariamente, como todavía no han llegado los bebés, está llena de todos los regalos de boda. No falta el comentario de la esposa que se excusa porque todavía no ha tenido tiempo de revisar todos los presentes recibidos.
Pero, he aquí que llega la cigüeña y es necesario preparar la habitación para el bebé. ¿Qué se hace? ¿Se renuncia a los regalos? ¡Ni mucho menos! El deseo de acoger al primer hijo, plenitud del amor y de la vida de los nuevos esposos, les mueve a buscar lugares en el hogar dónde colocar los regalos de modo ordenado.
El modo de actuar de los primerizos papás es algo parecido a lo que Cristo nos pide. Como la alegría del primer bebé ordena las cosas del hogar, así cuando “el seguimiento del Señor se convierte en el valor supremo, entonces todos los otros valores reciben de aquel su justa colocación e importancia”.
”Renunciar a sí mismo – dice el Papa – significa renunciar al propio proyecto, con frecuencia limitado y mezquino, para acoger el de Dios”. Pero debemos entenderlo correctamente. Renunciar a sí mismo no es un rechazo de la propia persona y de las buenas cosas que en nosotros hay, sino acoger a Dios en plenitud y con su luz, no con la nuestra, ordenar todos los elementos de nuestra vida.
Ante nuestros proyectos limitados y mezquinos, como los llama el Santo Padre, se encuentra la plenitud del proyecto de Dios. ¿En qué consiste esta plenitud? En primer lugar, ante el limitado plan humano del tener y poseer bienes, Dios nos ofrece la plenitud de ser un bien para los demás. En realidad, el Señor no quiere que rechacemos los bienes, por el contrario desea que nosotros nos convirtamos en un bien y usemos de lo material en la medida que nos ayude a ser ese bien para los demás. “La vida verdadera se expresa en el don de sí mismo”.
A la autolimitación del hombre que “valora las cosas de acuerdo al propio interés”, se nos propone la apertura a la plenitud de los intereses de Dios. Se nos invita a obrar con plena libertad aceptando los planes de Dios, que siempre serán mejores que los nuestros. No se nos quita la capacidad de decidir. Por el contrario, se nos ofrece la oportunidad de que nuestra libertad escoja en cada momento lo mejor para nosotros, que es la voluntad de Dios.
Por último, a la actitud humana de “cerrarse en sí mismo”, permaneciendo aislado y sólo, se nos propone el vivir “en comunión con Dios y con los hermanos”. No se nos pide dejar de ser nosotros mismos. Más bien, se nos invita a valorar lo que somos, hasta el punto de considerarnos dignos para Dios y para los demás.
En resumen, cuando Jesucristo nos pide renuncia, en realidad nos está invitando a vivir plenamente la vida.
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