De niño escuché esta fábula…
Un buen día en el cielo muchos ángeles y santos se presentaron ante el trono de Dios. Llevaban una petición a la que el Señor, justo y piadoso, no podría negarse. En los ratos libres de cielo, mientras los arcángeles jugaban con las estrellas, algunos santos habían curioseado las rendijas del infierno. No es que esté prohibido. Simplemente, los bienaventurados no suelen perder el tiempo. Pero esta vez divisaron un alma que, al parecer, no merecía el castigo eterno.
–En vida ha realizado bastantes buenas obras– afirmaba con gesto reverencial un ángel luminoso como el sol.
–Creo que merecería otra cosa… Quizás… podría estar a salvo-, profirió casi tartamudeando otro bendito. Y el coro de los ángeles y de los santos entonó una gran alabanza al Señor, que retumbó hasta las puertas del infierno.
Dios accedió a rescatarla, si todo eso era cierto. Y todos los santos y santas de la eternidad, desde el confín de los siglos, escudriñaron los abismos de fuego, azufre y llanto. Entre la muchedumbre de los condenados alguien lo identificó con la rapidez del rayo: “¡Aquél es!”. Los cielos se alegraron y el universo se conmovió.
Entonces el Señor mandó a su ángel de confianza, Gabriel, que bajara hasta el precipicio de tinieblas y vacío. -Tómalo y tráelo a la gloria-.
El ángel descendió, obedeciendo la orden de Dios. Bien equipado, surcó el abismo infranqueable y logró penetrar en la tiniebla. Al aproximarse sintió la llamarada centelleante del infierno. Temió internarse, pero se acordó de las palabras del Señor y de la dicha de los bienaventurados. Burlando la guardia, tomó del brazo al alma que le había sido encomendada. El condenado sintió un cierto alivio al percibir el tirón celestial.
Muchos condenados presenciaron la escena y, en vez de dar la voz de alarma, se asieron como pudieron del alma que ya se elevaba, de la mano del espíritu celeste. Habían comprendido que se trataba de un rescate. Muchos, a causa del vapor y de la humarada, no distinguían la escena. El caso es que todos, como podían, se agarraban fuertemente al alma en su despegue hacia las alturas. Los más próximos, los más lejanos: todos formaban una hilera de almas encendidas, luminosas, incandescentes. Como una mecha humana, iban subiendo infinidad de condenados, asidos unos de otros.
En el cielo la emoción era intensa. Los bienaventurados seguían sin pestañear el vuelo de salvación. Muchos se felicitaban. Pero al alma que los santos creían “santa” y merecedora de tan grande premio no le pareció bien tanto meneo. Y pensando en una gloria quizás menor por la multitud que de ella colgaba, comenzó a patalear y a deshacerse de cuantas almas podía.
Con saña diabólica, con odio infernal maldecía la suerte de quienes se precipitaban en el abismo de la desdicha. Poco a poco, entre bruscos movimientos y contorsiones, pudo librarse de la mitad de los que le seguían. Todavía una buena parte aguantaba los tirones. A lo lejos se escuchaban gritos desgarradores.
Cerca ya del paraíso de la luz, siguió pataleando hasta sentir que su carga se aligeraba. -Siendo menos, seré más feliz-, pensaba en su interior, mientras estrujaba fuertemente el brazo del ángel liberador. Sintiéndose ligera, su odio aumentaba.
Al llegar a la entrada de la gloria, sólo quedaba un condenado que, con grandes esfuerzos, continuaba sin soltar los pies del alma afortunada. Ésta se agachó y en una gesto de conmiseración le tendió la mano. El réprobo, confiando, soltó los pies. En ese momento una carcajada infernal acompañó el gesto malintencionado. Un movimiento brusco, un amago y el condenado rodó, precipitándose en el abismo entre aullidos de desesperación. Al fin el alma “buena” podría entrar a gozar de la eternidad.
El ángel Gabriel se cubría su rostro celeste y derramaba lágrimas (No sé si los ángeles pueden llorar). Al alma liberada le ardían de cólera los ojos. Después de su heroica acción se sentía salvada y, felicitándose se decía: -Ya era hora. Yo me he salvado. Merezco mi cielo.
Ante tanto egoísmo, las puertas del cielo se cerraron. Por un momento hubo tristeza y desazón en el cielo. Y el alma egoísta se precipitó por inercia en las llamas infernales como un imán. Y volvió a su lugar, porque incluso después de la muerte se es lo que se ha vivido.
Hasta aquí la fábula que no me dejó conciliar el sueño durante tantas noches. Y ahora que no soy tan niño me pregunto si esta fábula no será también verdad.
Porque a fin de cuentas lo único que cuenta en la vida del hombre es saber cuál es el centro de su alma. Se trata de descubrir si soy el centro de mí mismo o si tengo el alma y el corazón volcados hacia fuera. En una palabra, si mi vida y mi alma se alimentan de egoísmo o de amor. El egoísta, al ver caer la lluvia, afirma con toda la naturalidad del mundo: “Yo llueve”. Cuando los tejados de las casas se cubren de copos de nieve, recalca: “Yo nieva”. Al despejarse y clarear el día, volverá a señalar con cierto orgullo: “Yo hace sol”. Porque en un día de tormenta, de sol o de lluvia lo más importante, lo único es él. Y su vida es él, como su cielo o su infierno seguirá siendo él mismo.
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