Resentimiento y envidia, obstáculos para la felicidad
La persona humana tiene una fuerte inclinación a girar en torno a si, a convertir el yo en el centro de sus pensamientos y en el punto de referencia de sus acciones. A esta inclinación se le llama egocentrismo y es la antítesis, el polo opuesto, del olvido propio, de ese vivir hacia afuera de uno mismo, hacia los demás. Es un hecho de experiencia que el egocentrismo genera tristeza, infelicidad. No es difícil comprobarlo; basta ponerse a pensar en sí mismo, con enfoque egoísta, para sentir el decaimiento interior. Quien vive excesivamente pendiente de sí, concentrado en su propio yo, suele perder la visión objetiva de las cosas y se vuelve hipersensible y vulnerable. Todo le afecta mucho más, de lo bueno que la vida le ofrece. «Una de las cosas que entristece más al hombre es la egolatría, origen muchas veces de sufrimientos inútiles, producidos por una excesiva preocupación por lo personal, exagerando en demasía su importancia (70)
El egocentrismo se manifiesta de varias maneras. Dos de ellas constituyen grandes obstáculos para la felicidad y merecen tratarse con cierto detenimiento para comprenderlas, detectarlas en la vida personal y resolverlas oportunamente. Se trata, en concreto, del resentimiento y la envidia.
El veneno del resentimiento
El resentimiento es frecuentemente el principal obstáculo para ser feliz (71), porque amarga la vida. Para Max Scheler «el resentimiento es una autointoxicación psíquica» (72) un envenamiento de nuestro interior, que depende de nosotros mismos y que suele aparecer como reacción a un estímulo negativo en forma de ofensa o agresión. Evidentemente no toda ofensa produce un resentimiento, pero a todo resentimiento precede una ofensa.
La ofensa que causa resentimientos puede presentarse como acción de alguien contra mí, puede captarse en forma de omisión, o como atribuible a las circunstancias (la situación socioeconómica personal, algún defecto físico, enfermedades que se padecen y no se aceptan, etcétera). En cualquier caso, el estímulo que provoca la reacción de resentimiento puede juzgarse con objetividad, con exageración, o ser incluso producto de la imaginación. Estas variantes muestran en qué medida el resentimiento depende del modo como se juzgan las ofensas recibidas —con objetividad, exageradamente o de forma imaginaria — y explican el que
muchos resentimientos sean gratuitos, porque dependen de la propia subjetividad que aparta de la realidad, exagerando o imaginando situaciones o hechos que no se han producido o no estaban en la intención de nadie originar.
La respuesta personal
El resentimiento es un efecto reactivo ante la agresión, de tono negativo. Consiste en la respuesta ante la ofensa. Esta respuesta depende de cada quien, porque la libertad nos confiere el poder de orientar nuestras reacciones. Covey advierte que «no es lo que los otros hacen ni nuestros propios errores lo que más nos daña; es nuestra respuesta. Si perseguimos a la víbora venenosa que nos ha mordido, lo único que conseguiremos será provocar que el veneno se extienda por todo nuestro cuerpo. Es mucho mejor tomar medidas inmediatas para extraer el veneno». (73) Esta alternativa se presenta ante cada agresión: o nos concentramos en quien nos ofendió (y entonces seguirá actuando el veneno) o lo eliminamos mediante una respuesta adecuada, sin permitir que permanezca en nuestro interior.
La dificultad para configurar la respuesta conveniente radica en que el resentimiento se sitúa en el nivel emocional de la personalidad, porque en esencia es un sentimiento, una pasión, un movimiento que se experimenta sensiblemente. Quien está resentido se siente herido u ofendido por alguien o algo que influye contra su persona. Y es bien sabido que el manejo de los sentimientos no es tarea fácil. Unas veces no somos conscientes de ellos —con lo que pueden estar actuando dentro de nosotros sin que nos demos cuenta—, mientras que otras el resentimiento que-
La intervención de la inteligencia y de la voluntad
Estas dificultades pueden mitigarse si hacemos buen uso de nuestra capacidad de pensar. El conocimiento propio y la reflexión nos permiten ir conectando las manifestaciones de nuestros resentimientos con sus causas y, en esta medida, nos vamos encontrando en condiciones de encauzarlos. Si al analizar los agravios recibidos nos esforzamos por comprender la forma de actuar del ofensor y por descubrir los atenuantes de su modo de proceder, en muchos casos nuestra reacción negativa desaparecerá por debilitamiento del estímulo. Nuestra inteligencia puede influir así, indirectamente — Aristóteles hablaba de un dominio político y no despótico de lo racional sobre lo sensible—, para evitar o eliminar los resentimientos, modificando las disposiciones afectivas.
Otro recurso con que contamos para echar fuera de nosotros el agravio, sin retenerlo, incluso en los casos de ofensas reales, es nuestra voluntad, por su capacidad de autodeterminarse. Cuando recibimos una agresión que nos duele, podemos decidir no retenerla para que no se convierta en resentimiento. Eleanor Roosevelt solía decir:
«Nadie puede herirte sin tu consentimiento». Marañón advertía que «el hombre fuerte reacciona con directa energía ante la agresión y automáticamente expulsa, como un cuerpo extraño, el agravio de su conciencia. Esta elasticidad salvadora no existe en el resentido»(74). Si, en cambio, la voluntad es débil, la ofensa se retiene y el sentimiento permanece dentro del sujeto, se vuelve a experimentar una y otra vez, aunque el tiempo transcurra. En esto precisamente consiste el resentimiento: «es un volver a vivir la emoción misma: un volver a sentir, un resentir» .
La lucha contra el resentimiento será mucho más eficaz si se cuenta con la ayuda de Dios, que clarifica nuestra inteligencia, favoreciendo la objetividad en el conocimiento y la capacidad de comprensión; y que potencia nuestra voluntad y fortalece nuestro carácter, para que no se doblegue ante la presión de los agravios.
«Sentirse» y resentirse
La forma de reaccionar ante los estímulos suele estar muy relacionada con los rasgos temperamentales. Por ejemplo, el emotivo siente más una agresión que el no emotivo; el secundario suele retener más la reacción ante el estímulo ofensivo que el primario; el que es activo cuenta con más recursos para dar salida al impacto recibido por la ofensa que el no activo. También la cultura y la educación, junto con el factor genético, influyen en la manera de reaccionar y, por tanto, en el modo como el resentimiento se origina y manifiesta.
Hay un modo de reaccionar ante las ofensas caracterizado sobre todo por su pasividad; consiste sencillamente en retraerse o distanciarse de quien ha cometido la agresión, en ocasiones incluso retirándole la palabra. Los mexicanos solemos calificarlo con el verbo sentirse. Peñalosa explica que «sentirse es verbo reflexivo que conjugamos todo el día, y que no es fácil hallarle digna explicación filológica, por la sencilla razón de que «sentirse» es verbo que registra más el alma mexicana que la gramática española. Estar sentido con alguien es lo mismo que estar dolido, triste, enojado por algún desaire que nos hicieron.
Muchas veces real y, muchas más, aparente» (76). Cabe señalar que Cervantes, en El Quijote, utiliza este verbo, con este sentido «mexicano», en más de una ocasión (77).
En cambio, cuando el sentimiento de susceptibilidad que se guarda incluye el afán de reivindicación, de venganza, se trata entonces propiamente de un resentimiento, en el sentido completo del término. El resentido no sólo siente la ofensa que le infligieron, sino que la conserva unida a un sentimiento de rencor, de hostilidad hacia las personas causantes del daño, que le impulsa a la revancha.
Alguien afirmaba con acierto que «el resentimiento es un veneno que me tomo yo, esperando que le haga daño al otro». Y es que puede ocurrir que aquél contra quien va dirigido el rencor ni siquiera se entere, mientras que quien lo experimenta se está carcomiendo por dentro. Un veneno tiene efectos destructivos para el organismo y el resentimiento lo que produce es frustración, tristeza, amargura en el alma. Es uno de los peores enemigos de la felicidad, porque impide enfocar la vida positivamente y aleja de Dios y de los demás.
Algunas personas tienen una especial propensión al resentimiento: reaccionan desproporcionadamente ante estímulos de poca entidad o acumulan rencores infundados. El origen de esta inclinación suele estar en el egocentrismo, con su tendencia a girar en tomo a sí mismo, a convertir el propio yo en el centro de los pensamientos y en el punto de referencia de todas las acciones. Las personas egocéntricas se toman muy vulnerables por vivir concentradas en su propia subjetividad y «son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo» (78). El olvido propio es, también, el mejor antídoto contra el resentimiento, porque reduce considerablemente la resonancia subjetiva de los agravios y evita retenerlos.
El remedio del perdón
En el Antiguo Testamento prevalecía la ley del Talión, inspirada en la estricta justicia: «ojo por ojo, diente por diente». Jesucristo viene a perfeccionar la Antigua Ley e introduce una modificación fundamental que consiste en vincular la justicia a la misericordia, más aún, en subordinar la justicia al amor, lo cual resulta tremendamente revolucionario. A partir de Él, las ofensas recibidas deberán perdonarse, porque el perdón se convierte en parte esencial del amor.
La misericordia que Jesús practica y exige a los suyos choca, no sólo con el sentir de su época, sino con el de todos los tiempos: «Habéis oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y rogad por los que os persiguen y calumnian(79). «Al que te golpee en una mejilla, presentarle la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica»(80). Estas exigencias del amor superan la natural capacidad humana, por eso Jesús invita a los suyos a una meta que no tiene límites, porque sólo desde ahí podrán intentar lo que les está pidiendo: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso (81).
Qué es perdonar
A diferencia del resentimiento, el perdón no es un sentimiento. Perdonar no equivale a dejar de sentir. Hay quienes consideran que están incapacitados para perdonar ciertos agravios porque no pueden eliminar sus efectos: no pueden dejar de experimentar la herida, ni el odio, ni el afán de venganza. De aquí suelen derivarse complicaciones en el ámbito de la conciencia moral, especialmente si se tiene en cuenta que Dios espera que perdonemos para perdonarnos El. La incapacidad para dejar de sentir el resentimiento, en el nivel emocional, puede ser, efectivamente, insuperable, al menos en el corto plazo. Sin embargo, si se comprende que el perdón se sitúa en un nivel distinto al del resentimiento, esto es, en el nivel de la voluntad, se descubrirá el camino que apunta a la solución.
El perdón es un acto de la voluntad porque consiste en una decisión. Al perdonar opto por cancelar la deuda moral que el otro ha contraído conmigo al ofenderme y, por tanto, lo libero en cuanto deudor. No se trata, evidentemente, de suprimir la ofensa cometida y hacer que nunca haya existido, porque carecemos de ese poder. Sólo Dios puede borrar la acción ofensiva y conseguir que el ofensor regrese a la situación en que se encontraba antes de cometerla. Pero nosotros, cuando perdonamos realmente, desearíamos que el otro quedara completamente eximido de la mala acción que cometió. Por eso, como señala Leonardo Polo, «perdonar implica pedir a Dios que perdone, pues sólo así la ofensa es aniquilada.(82)
Perdonar y olvidar
Si bien el acto de perdonar consiste en una decisión, la acción de olvidar, en cambio, tiene lugar en el ámbito de la memoria, que no responde directamente a los mandatos de la voluntad. Yo puedo decidir olvidar una ofensa, pero no lo consigo. La ofensa sigue ahí, en el archivo de la memoria, a pesar del mandato voluntario. Lo primero que esto me dice es que olvidar no es lo mismo que perdonar. El perdón puede ser compatible con el recuerdo de la ofensa. Una señal elocuente de que se ha perdonado, aunque no se haya podido olvidar, es que el recuerdo de la ofensa no afecta en el modo de conducirse con el perdonado, a quien tratamos como si hubiéramos olvidado. El verdadero perdón exige obrar de este modo, porque el verdadero amor «no lleva cuentas del mal»(83) .
En cambio, la expresión «perdono pero no olvido» significa que, en el fondo, no quiero olvidar la ofensa, que equivale a no querer perdonar. ¿Por qué? Cuando se perdona, se cancela la deuda del ofensor, lo cual es incompatible con la intención de retenerla, de no querer olvidarla. En consecuencia, si bien no podemos identificar el perdón con el hecho de olvidar el agravio, sí se puede afirmar que perdonar es querer olvidar.
Por qué perdonar
Cuando perdonamos, nos liberamos de la esclavitud producida por el odio y el resentimiento para recobrar la felicidad que había quedado bloqueada por esos sentimientos. También tiene mucho sentido perdonar en función de las relaciones con los demás. Si no se perdona, el amor se enfría o puede incluso convertirse en odio; y la amistad puede perderse para siempre.
Además de estos motivos humanos para perdonar, existen razones sobrenaturales, que posibilitan perdonar ciertas situaciones extremas donde los argumentos humanos resultan insuficientes. Dios nos ha hecho libres y, por tanto, capaces de amarle u ofenderle mediante el pecado. Si optamos por ofenderle, El nos ofrece el perdón si nos arrepentimos, pero ha establecido para ello una condición: que antes perdonemos nosotros al prójimo que nos ha agraviado. Así lo repetimos en la oración que Jesucristo nos enseñó: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Cabría preguntarse por qué Dios condiciona su perdón a que perdonemos y, aún más, nos exige que perdonemos a nuestros enemigos incondicionalmente, es decir, aunque éstos no quieran rectificar.
Lógicamente Dios no pretende dificultarnos el camino y siempre quiere lo mejor para nosotros. Él desea profundamente perdonarnos, pero su perdón no puede penetrar en nosotros si no modificamos nuestras disposiciones. «Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre (84).
Además de esa ocasión en que enseñó el Padrenuestro, Jesús insistió muchas otras veces en la necesidad del perdón. Cuando Pedro le pregunta si debe perdonar hasta siete veces, le contesta que hasta setenta veces siete (85) porque el perdón no tiene límites; pidió perdonar incluso a los enemigos, (86) a los que devuelven mal por bien(87). Para el cristiano, estas enseñanzas constituyen una razón poderosa a favor del perdón, pues están dictadas por el Maestro.
Pero Jesús, que es el modelo a seguir, no sóio predicó el perdón sino que lo practicó innumerables veces. En su vida encontramos abundantes hechos en los que se pone de manifiesto su facilidad para perdonar, lo cual es probablemente la nota que mejor expresa el amor que hay en su corazón. Mientras los escribas y fariseos acusan a una mujer sorprendida en adulterio, Jesús la perdona y le indica que no peque más(88);cuando le llevan a un paralítico en una camilla para que lo cure, antes le perdona sus pecados(89); cuando Pedro lo niega por tres veces, a pesar de la advertencia, Jesús lo mira, lo hace reaccionar(90). y no solamente lo perdona, sino que le devuelve toda la confianza, dejándolo al frente de la Iglesia. Y el momento culminante del perdón de Jesús tiene lugar en la Cruz, cuando eleva su oración por aquellos que lo están martirizando: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (91).
La consideración de que el pecado es una ofensa a Dios, que la ofensa adquiere dimensiones infinitas por ser Dios el ofendido, y que a pesar de ello Dios perdona nuestros pecados cuando ponemos lo que está de nuestra parte, nos permite percibir la desproporción que existe entre ese perdón divino y el perdón humano. Por eso, también aquellas ofensas que parecerían imperdonables, por su magnitud, por recaer sobre personas inocentes o por las consecuencias que de ellas se derivan, habrán de ser perdonadas porque “no hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino” (92). De ahí que, para perdonar radicalmente, se necesite el auxilio de Dios.
Perdonar es la manifestación más alta del amor y, en consecuencia, es lo que más transforma el corazón humano. Por eso, cada vez que perdonamos se opera en nosotros una conversión interior, una verdadera metamorfosis, al grado que San Juan Crisóstomo llega a exclamar que “nada nos asemeja tanto a Dios como estar dispuestos al perdón» (93), con lo que se puede concluir que perdonar es el principal remedio contra el resentimiento.
El problema de la envidia
Lo mismo que el resentimiento, la envidia «es un serio obstáculo para la felicidad» (94) e incluye el agravante de que resulta difícil reconocerla en uno mismo: muy pocas veces escuchamos a alguien decir que es envidioso, cuando no tiene inconveniente en declararse ante los demás como ambicioso, desordenado, soberbio o destemplado. En un mundo competitivo como el nuestro, la propensión a la envidia se agudiza considerablemente. Tomás de Aquino explica que la envidia posee como característica específica el entristecerse del bien ajeno, en cuanto que se mira como un factor que disminuye la propia excelencia o felicidad (95). Analicemos cada una de estas nociones.
La tristeza de la envidia
La tristeza aparece como efecto inmediato y directo de la envidia. Si la alegría deriva de la posesión de un bien, la tristeza es causada por la relación con el mal. Cuando alguien pierde un ser querido, fracasa en un proyecto profesional o padece una grave enfermedad, se siente triste por esos sucesos adversos. Experimentar la tristeza en estos casos es algo natural, porque la carencia de ese bien para sí mismo, que se ve como un mal, es evidente, aunque quepa la posibilidad de sobreponerse a ella y, sin dejar de sentir el dolor que la origina, encauzarla dándole un sentido. En cambio, la envidia consiste en entristecerse del bien ajeno. Nos encontramos, pues, ante una situación distinta y un tanto sorprendente: lo que causa la tristeza no es un mal, sino un bien. Esto ya no es natural, porque lo que el bien suele provocar naturalmente es alegría. Si el resultado, en cambio, es la tristeza, no se ve cómo pueda justificarse la reacción. Más aún: lo anormal de tal respuesta ante el bien hace que resulte vergonzosa esa reacción y que instintivamente se intente ocultar. Esto explica la dificultad para que alguien se reconozca como envidioso: no es fácil justificar la tristeza ante la presencia del bien. Y entonces se intenta disimular, aunque no siempre se consiga. Los niños, que no tienen doblez, no pueden ocultarla y la suelen manifestar con toda naturalidad: todos hemos presenciado la reacción violenta del niño que arrebata a otro un juguete, o las lágrimas de la niña ante el regalo que su hermana acaba de recibir.
¿Por qué el bien del otro me produce tristeza? La respuesta no está en el bien en sí, sino en mi modo de percibirlo o de juzgarlo: es algo de lo que carezco y que, en el fondo, no acepto. La no aceptación de mi carencia me lleva a mirar ese bien ajeno con retorcimiento, que se traduce en inconformidad con quien lo posee. Si yo aceptara con paz mis limitaciones y estuviera identificado con lo que soy y tengo, el bien de los demás no me inquietaría, más aún, me alegraría. Y en este caso, al alegrarme de los méritos de los demás, estaría actuando conforme al querer de Dios (96).
Por tanto, el origen de la envidia radica en el egocentrismo, que toma cuerpo en forma de comparación(97). El propio sujeto se convierte en el término de referencia de los valores que descubre en los demás y, en lugar de mirarlos objetivamente, como cualidades que los harían dignos de admiración, los contempla en función de sí mismo y de manera negativa, como algo de lo que carece. Esta desviación en él enfoque, provocada por la comparación, produce tristeza por su efecto egocéntrico —la alegría depende de nuestra capacidad de salir de nosotros mismos— y porque concentra la atención en lo negativo: la carencia personal de esos valores. Si fuéramos capaces de descubrir lo bueno que hay en los demás, sin compararnos y con una disposición generosa, abierta al bien del prójimo, no habría reacciones de envidia.
Un defecto en el modo de mirar
La envidia, como se ve, adolece de un defecto en el modo de mirar el bien de los otros. El mismo origen etimológico de la palabra hace referencia a esta manera equivocada de orientar la mirada: procede del latín invidia, que significa mirar con malos ojos, esto es, con mirada retorcida que interpreta negativamente lo positivo por excelencia: el bien. Y este mirar torcidamente el bien de los demás puede consistir también en mirarlo más de la cuenta, lo cual provoca, por añadidura, un entorpecimiento para valorar el bien propio. Séneca decía que «quien mira demasiado las cosas ajenas no goza con las propias». En cambio, quien sabe con-formarse con lo que tiene o, mejor aún, agradecerlo, puede disfrutarlo sin que el bien de los otros le perturbe.
Si damos un paso más y nos preguntamos por qué el envidioso se siente afectado negativamente al descubrir el bien ajeno, la respuesta la encontramos en la última parte de lo que Tomás de Aquino afirma: porque mira ese bien como un factor que disminuye su propia excelencia o felicidad. Esto lo entiende fácilmente quien vive comparándose con los demás y de alguna manera cifra su valía personal en salir favorecido de esas comparaciones. Si yo valgo porque soy mejor que el otro, porque tengo más cosas que él o porque lo supero en uno u otro aspecto, entonces dejaré de valer en cuanto me vea superado. Cada elemento positivo que surja en el otro me disminuirá y, en consecuencia, me entristecerá.
Manifestaciones de envidia
Aunque cueste mucho reconocerse envidioso e incluso se intente disimularlo, hay algunas manifestaciones que revelan la envidia a quien es buen observador. Todas ellas pretenden reducir de alguna manera el bien ajeno, para compensar el efecto peyorativo que provoca en el que envidia. Tal vez la más evidente sea la crítica negativa, que pretende subrayar deficiencias que quitan valor al envidiado. También la difamación, que consiste en propagar hechos peyorativos que disminuyen la fama de la otra persona- De manera más sutil, el silencio o la aparente indiferencia ante los méritos de los demás pueden revelar una envidia que se intenta ocultar. O una especie de resistencia o bloqueo que impide contemplar con apertura y visión positiva lo que los demás hacen, sus logros, su valía personal, puede Ser también una manifestación sutil de este problema. Otros recursos, como la burla o la ironía ante las cualidades o los buenos resultados del otro, frecuentemente llevan la intención de relativizar sus méritos y quitarles brillo, por la envidia que producen. Al envidioso le cuesta elogiar y, cuando no le queda más remedio que hacerlo por la evidencia de los hechos, se siente obligado a añadir un complemento reductivo al elogio: fulano es muy inteligente, pero no muy culto; mengano tiene mucho prestigio profesional, pero es egoísta; y así sucesivamente. O, en el mejor de los casos, dirá: hay que reconocer que es un buen arquitecto o un médico competente, si no hay más salida que aceptarlo.
La envidia suele tener también manifestaciones corporales. Como el ser humano forma una unidad, no sólo lo físico repercute en lo psíquico —como la salud en el estado de ánimo—, sino también a la inversa: las emociones pueden producir efectos fisiológicos. Y así como la vergüenza ruboriza el rostro, el sentimiento de envidia parece generar una reducción de la circulación sanguínea, que se refleja en 1a palidez de la cara. Por eso se habla de la pálida envidia o de la envidia lívida.
Quevedo decía que «la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come». Hay, finalmente, una versión peculiar de la envidia, que manifiesta con mucha evidencia su malicia y consiste en alegrarse con el mal ajeno, disfrutando pausadamente cada una de las desgracias que ocurren al otro.
Especial inclinación a la envidia
Aunque cualquier persona pueda sentir envidia, hay quienes poseen una especial propensión. Tomas de Aquino dice que suelen ser envidiosos los ambiciosos de honor, los pusilánimes y los viejos98. Dejando de lado a estos últimos, cuya inclinación a la envidia puede originarse en la falta de aceptación ante las limitaciones impuestas por la edad, veamos los otros dos casos. El pusilánime, de ánimo pequeño, suele padecer un sentimiento de inferioridad que le lleva a sentirse agredido por todo lo que le resulta superior y, en esa medida, se considera disminuido. Ese sentimiento suele vincularse a la inseguridad provocada por diversos factores, entre ellos: los fracasos no resueltos interiormente, la falta de resultados en el cumplimiento de las obligaciones o en las metas propuestas, algún defecto físico no asimilado, etcétera.
La solución en este punto está, por una parte, en aceptar las propias limitaciones y, por la otra, en hacerse consciente de los propios valores y capacidades, que suelen ser más de los que se admiten, para empeñarse en sacarles el máximo partido, en función del desarrollo personal y del servicio a los demás.
El ambicioso de honor también está especialmente expuesto a la envidia por su egocentrismo y su vanidad. Posee un afán desordenado por destacar en todo y no soporta que alguien lo supere. Cuando esto ocurre, siente que le usurpan un derecho que considera exclusivo, y la reacción de envidia no se hace esperar. El efecto final es la tristeza, que puede convertirse en frustración o incluso en resentimiento acompañado de una reacción violenta de venganza.
Naturaleza de la envidia
De acuerdo a la estructura y constitución de la persona humana, cabe distinguir en la envidia varias dimensiones. En primer lugar, es un sentimiento, una pasión, como lo advierte García Hoz: «En el panorama psicológico ocupa la envidia un lugar entre los sentimientos superiores (…); es una tendencia de aversión contra el que, por el mero hecho de su superioridad nos afecta desagradablemente; es fundamental esta conciencia de la propia inferioridad (99).
La pasión de la envidia puede traspasar el nivel racional de la persona, haciéndole perder el dominio de sí misma, y conducirle a reacciones violentas y descontroladas, como se ve en diversos pasajes de la Sagrada Escritura: por envidia, Caín mató a su hermano Abel (100), Esaú aborreció a Jacob (101), José fue vendido por sus hermanos (102) Saúl intentó asesinar a David, (103)Jesús fue condenado a muerte (104).
La envidia es también un acto de la voluntad, dotado – por ser voluntario- de libertad y, como va en contra del orden establecido por Dios, «la envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida (105). Desde el punto de vista moral, hay que diferenciar entre un acto libre de la voluntad y el mero sentimiento como tendencia emocional. Esto último, si no se consiente —si la voluntad lo rechaza y procura contrarrestar la mala inclinación (106)— no es pecado. Finalmente, cuando los actos libres se repiten en sucesivas ocasiones, suelen dar origen a hábitos que, si son malos, se denominan vicios. Así, la envidia se convierte en vicio si el acto se reitera una y otra vez. Cuando al vicio se une la pasión, las consecuencias pueden ser imprevisibles. «La envidia es a la vez un vicio y una pasión; el primero se contrapone a la virtud y el segundo recae sobre el plano afectivo, pero como algo que embarga tanto, que tiene tanta fuerza por su contenido, que siendo algo emocional es capaz de traspasar el nivel intelectual y provocar en éste una ceguera de sus facultades (107). Por tanto, la envidia no sólo va contra la felicidad del envidioso que la padece, sino en algunos casos también contra los envidiados.
La emulación es la otra cara de la envidia y, si cabe, su vertiente positiva. Emular es imitar, con competitividad sana, triunfos y ejemplos positivos observados en otras personas. Responde a un sentimiento noble y auténtico de superación. No va en contra de la felicidad. Por eso, en el lenguaje coloquial se le suele llamar envidia sana o envidia buena: lleva a la propia persona, gracias a un esfuerzo de su voluntad —estimulada por el triunfo ajeno—, a empresas humanas de altura. En el orden sobrenatural, cabe incluso hablar de santa envidia (108).
Soluciones a la envidia
Después de ver con tanta claridad la gravedad de la envidia — «no hay nada más implacable y cruel que la envidia (109), decía Schopenhauer — y el serio obstáculo que supone para la felicidad, ¿qué medios pueden ayudar a superarla? La solución estará en todo aquello que favorezca la capacidad de «alegrarse del bien ajeno», que es precisamente lo contrario a la envidia.
Las disposiciones adecuadas serían las siguientes:
1) Aceptarse a sí mismo, incluyendo defectos y cualidades, para aceptar a los demás con sus valores y sus logros.
2) No compararse egocéntricamente con los demás, ni hacer depender de ellos el juicio sobre sí; compararse, en cambio, positivamente, con la intención de superarse (emulación).
3) Cultivar el olvido propio y el servicio al prójimo, para ganar en humildad y valorar a quienes nos rodean.
4) Fomentar la magnanimidad, la grandeza de espíritu, para erradicar todo sentimiento de inferioridad.
5) Amar a los demás, de manera que su progreso, sus cualidades y sus éxitos sean vistos como un motivo de alegría propio.
6) Saberse amado por Dios, teniendo en cuenta que la persona humana es «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma (110)
Referencia:
Resentimiento al perdón Una puerta a la felicidad:
Tema 3 libro Pag 37 38 39 40 y 41 42,43,44,45,46,47, 48, 49, 50,51,52,53, 54, 55,56
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