Por: Kathleen Beckman | Fuente: Catholic Exchange // Píldoras de Fe
En el gran libro de Cardenal Sarah, El Poder del Silencio: Contra la Dictadura del Ruido, él cita a San Juan Vianney sobre la oración:
«Vean mis hijos, el tesoro de un cristiano no está en la tierra. Está en el cielo. ¡Bien entonces! Nuestros pensamientos deben ir donde está nuestro tesoro. El hombre tiene una función delicada: orar y amar. Ustedes oran, aman: ¡ésa es la felicidad del hombre en la tierra!» (p.151)
Cuando las mujeres oran
La oración es el camino para conocer a Dios Padre, a Jesús, el Hijo y al Espíritu Santo.
El valor que ponemos en la oración equivale a una elección entre sabiduría o locura. Es así de simple.
La oración es un deber necesario y santo.
La oración es sabia porque es la voluntad de Dios. La oración vale la pena el esfuerzo y aporta fecundidad. La oración fortalece el apostolado activo y forma «contemplativos en acción».
Pero para la oración necesitamos coraje (el Catecismo claramente indica que la oración es una batalla) y necesitamos el aliento de otros que practican el camino de la oración.
Por esta razón, invité a diez mujeres conocidas en los círculos católicos por su fecundo apostolado (actividad o trabajo) en y para la Iglesia. Invité a estas líderes a escribir sobre la parte oculta de su espiritualidad: su vida de oración.
El Espíritu Santo tejió así un hermoso tapiz sobre la vida de oración con el que nos podemos sentir identificados, y que es totalmente informativo e inspirador.
Johnnette Benkovic escribió:
«Para el cristiano que es serio acerca de lo que realmente es, la oración no es opcional. Como los pulmones son para la vida física, la oración es a la vida espiritual. La oración nos informa, nos reforma, nos transforma y nos conforma a Cristo».
La Dra. Ronda Chervin escribió:
«El Espíritu Santo me llevó a infundir la oración en el aula, no sólo al comienzo y al final de cada clase, sino a medida que surgía la ocasión. Si un estudiante mencionaba estar ansioso por un pariente enfermo y preguntase cómo un Dios de amor podría dejar que la gente sufra, yo paraba la clase y hacía que oráramos por esa persona».
La Dra. Pia de Solleni escribió:
«San Juan Pablo II escribió: ‘Quizás más que los hombres, las mujeres reconocen a la persona, porque ven a las personas con sus corazones’. ¿No podría esto referirse a la manera en que el cuerpo de una mujer la dispone para ver e interactuar con la vida humana en sus comienzos?»
La Dra. Mary Healy ofreció estas palabras:
«A lo largo de este tiempo, encontré que una clase de oración era más cambiante que cualquier otra (de hecho, creo que es el secreto mejor guardado de la vida espiritual): el poder de la alabanza. Primero experimenté este don a través de las ‘fiestas de alabanza’ en las reuniones de la Universidad Franciscana, donde los estudiantes pasaban horas haciendo nada más que elogiar y adorar a Dios».
Lisa Hendey escribió:
«Ser madre por primera vez evocó emociones en mí que me llevaron (a menudo literalmente) a mis rodillas. Mis ruegos suplicantes, entre la lluvia de pañales sucios y noches sin dormir, pidiendo las habilidades para ser una madre digna formaron mis lamentaciones».
Joan Lewis escribió:
«Entonces me di cuenta de que no soy Teresa de Ávila, ni Teresa, ni Juan Pablo II, ni un salmista, aquellos a quienes Dios había dado mayores gracias. Yo soy Joan, creada a imagen y semejanza de Dios y con mis propios dones. Esos regalos no incluían frases de amor poderosas y galopantes. Tal vez mi don es poder hablar y, a veces, llorar y reír con una sencillez infantil, con mi amigo Jesús».
Kathryn Jean López ofreció las siguientes palabras:
«Cuando rezo, siento la presencia de algunas de estas mujeres que he mencionado – los santos a los que el Papa Benedicto XVI me ayudó a conocer mejor. A menudo son los acontecimientos del mundo que abordo como comentarista y editora que me atraen más a la oración».
Marilyn Quirk escribió:
«Los frutos de la oración: 1) Experimentamos compañerismo, 2) Él nos cambia, 3) Nos enseña, 4) Nos ayuda a discernir, 5) Nos fortalece contra las tentaciones, 6) Él usa nuestros dones».
Vicki Thorn escribió:
«Con el Proyecto Rachel, he llegado a apreciar la relación especial de Jesús con las mujeres heridas. A menudo, llevamos nuestras heridas con nosotros y mantenemos la misericordia de Dios a distancia porque nos sentimos indignos, pero no debemos hacer esto. Orar con los pasajes del Evangelio en los que Jesús sana a las mujeres puede ser muy fructífero».
Kelly Wahlquist dijo:
«En estos tiempos de lucha, voy a donde sé que Él está… aunque no lo sienta allí. Me siento muy bien sabiendo que, aunque no pueda encontrarlo, siempre me encontrará. Sólo reza.»
Extracto del Prefacio de la Hna. Regina Marie Gorman, O.C.D.
En algún lugar de las cámaras secretas del corazón de una mujer hay un anhelo suave y persistente de santidad. Usamos varias palabras para describir este anhelo: un deseo de profundidad, de totalidad; un hambre de algo más significativo que nuestra rutina diaria, algo mayor que nosotros mismos.
A veces nos damos cuenta de este anhelo durante esos preciosos momentos de paz y ocio.
En otras ocasiones el anhelo se da a conocer durante áridos días de angustia o durante aplastantes períodos de oscuridad.
¿Por qué hay un deseo tan persistente en el corazón de una mujer? ¿Cómo satisface ella el anhelo durante todas las estaciones fluctuantes del alma?
Las respuestas a estas dos preguntas están intrínsecamente vinculadas. Si entiendes la respuesta a la primera pregunta, ya has resuelto el problema de la segunda pregunta.
El anhelo persistente se incrustó realmente en nuestro ADN desde el momento en que fuimos concebidos. Fuimos hechos en el Amor, por el Amor, y para el Amor.
Dios, que es Amor total, infinito e inmutable, pensó en ti, y Su Corazón se inundó de amor por ti. Él te creó para que te lleve en Su amor, para que estés en íntima relación con Él, hables con Él, le permitas amarte, tocarte, hablar contigo. No hiciste nada para merecer este amor. No puedes hacer nada para perder Su amor. Es tuyo. Siempre. A pesar de todo.
Es por eso que nunca estamos completamente satisfechos, excepto cuando estamos cerca de Dios. Por eso experimentamos el anhelo, para poder llenarlo como solo Él puede.
¿Cómo resistimos las estaciones del alma? Lo mejor que podemos. Somos seres humanos frágiles. Eso es todo lo que seremos. Nuestra fragilidad no plantea ningún obstáculo a Dios.
El Señor no puede quitar sus ojos de nosotros; es imposible para Él desgarrar Su Corazón lejos de nosotros. Nunca estamos solos. Pero con mucha frecuencia podemos sentirnos solos y podemos absorbernos en nuestro pequeño mundo.
Esto se debe a que podemos olvidar el poder inimaginable y la bendición que nos pertenece: somos capaces de comunicarnos con Dios.
En el Antiguo Testamento, descubrimos mujeres que rezaban, mujeres cuya influencia continúa a través de los siglos hasta hoy:
- Esther y el poder de la intercesión de una mujer;
- La audaz fe de Judith y su resolución imparable;
- La influencia de Deborah como la única mujer que juzga.
En el Nuevo Testamento, nos encontramos con ese niño desconocido cuya simple confianza en la Palabra del Señor provocó su Fiat incondicional, y el mundo fue cambiado para siempre. Estas mujeres hablaban con Dios, le escuchaban y respondían con fe.
Nuestro Señor no necesita personas especiales ni circunstancias extraordinarias. Mira a las personas que eligió: una hebrea, un carpintero, unos cuantos pescadores, Magdalena, un grupo de mujeres que lo acompañaron.
La santidad está integrada dentro de la rutina y el lugar común, dentro de los acontecimientos programados y no programados durante el desarrollo de cada día.
En ese despliegue, nuestros caminos individuales a menudo están llenos de sufrimiento y dolor, eso es cierto, pero también están adornados con el amor que triunfa y prevalece.
Encontramos alegría y paz en el corazón entregado. Un corazón roto se convierte en el semillero de la nueva vida. Hay una confianza tácita debida al conocimiento seguro y cierto de que Dios nos acompaña en cada paso del camino.
A principios de los años cincuenta, el venerable arzobispo Fulton J. Sheen hizo una declaración convincente sobre su popular programa de televisión Life Is Worth Living (La vida vale la pena vivirla).
«El nivel de cualquier civilización es siempre el nivel de su feminidad».
Los testimonios en este libro son únicos y personales. Los autores comparten verdaderas luchas, dolor trágico, triunfos palpables. Estas mujeres tienen una cosa en común: en medio de su condición muy humana aprendieron a orar. Es así de simple.
Cada mujer emerge como fuente de vida para los demás. Cada una toca otros corazones y eleva el nivel de nuestra civilización.
Este libro es una invitación a entrar en su lugar de derecho junto a las mujeres que han orado a través de los siglos; mujeres que han oído el latido del Corazón de Dios y han cambiado el mundo para siempre.
Este artículo fue publicado originalmente en Catholic Exchange Adaaptado y traducido por María Mercedes Vanegas para nuestros aliados y amigos: |
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