El tránsito de la vida de este mundo al mundo eterno es una constante de ver nacer, ver crecer, ver vivir y… ver morir a los seres queridos, o simplemente admirados. A veces, cuando hay un enfermo “terminal”, sabemos que morirá pronto, y a pesar del dolor de perderlo, sabemos que así será. Otras veces no, esas que consideramos muertes inesperadas, como en caso de un accidente, o de un homicidio, o de un error médico, y más. Otras veces, la muerte inesperada, es producto de un mal desconocido de dicha persona, como cuando se muere de un infarto fulminante, sin que la persona haya dado señales de estar enferma.
No queremos que los seres queridos mueran, aunque sabemos que la vida siempre tiene un término. Muchas veces la sola edad o una enfermedad discapacitante, quizás progresiva, o las consecuencias de un accidente grave, nos indican que una persona puede morir pronto. No lo deseamos (salvo que sufra mucho sin remedio) pero sabemos que va a ocurrir. Encomendamos a Dios a esos enfermos, en especial cuando por las causas que sean, agonizan, y a veces en muy largas agonías. Cuestión de horas… de pocos días a lo mucho.
Pero lo que más pega en el corazón es la muerte inesperada, en especial de niños y jóvenes, cuando se supone que ellos sobrevivirán, y hasta enterrarán, a sus mayores. Cuántas veces hemos escuchado, o quizás hasta dicho, que perder a un hijo es el mayor dolor de sus padres. Y luego, dentro del dolor surge la pregunta de “¿por qué Señor, te lo llevaste?” He aquí el misterio de la hora de la muerte, esa que Jesús nos advirtió que no sabemos ni la hora ni el lugar de la muerte, y que por tanto siempre hay que estar preparados para llegar a la presencia anímica de Dios, a su juicio.
Quizás el misterio de esa hora de morir se conozca justamente cuando al estar ante el Señor, que Él nos diga por qué estamos ya allí. Pero para un creyente, un cristiano, es sabido que El Señor tiene sus designios, sus planes de vida de cada persona, y que el momento de morir es cuando esos planes de Dios para cada uno se han cumplido. Planes que pueden incluir desde grandes acciones y responsabilidades, hasta prácticamente ninguna, como el de un bebé que muere antes o poco después de nacer. Cuando se ha vivido mucho, también mucho hay que responderle al gran Juzgador, y cuando como bebé apenas se ha visto la vida, el alma llega a Dios perfectamente limpia y digna, como la de quien le ha sido fiel servidor.
Hay una frase que se ha vuelto común al referirse al recién fallecido: “se nos adelantó”. Pero para Dios nadie se adelanta, cada quien vive lo que debe vivir. Por supuesto que la pérdida del ser querido cuya alma ha volado al Señor, dejando atrás su cuerpo físico, es dolorosa, aún cuando con gran espíritu cristiano sepamos que el Señor Dios lo ha llevado con Él.
Las muertes inesperadas por las guerras, los asesinatos, cortan lo que debería ser una continuación de vida, y las víctimas mortales lo son porque Dios ha permitido que así sea, no que vea con buenos ojos que mueran así. Los mártires condenados a muerte saben que van a morir, pero no tienen miedo, pues el Espíritu les dice que el martirio es una gloria ante el Señor. Cuando San Pablo supo que iba a ser sacrificado, escribió a Timoteo que lo sabía, pero que había perseverado en la Fe y que recibiría “la corona merecida” del justo juez.
El misterio de la hora de la muerte, especialmente la inesperada, no lo resolvemos los vivientes, salvo en muy raras ocasiones que Dios lo hace saber. Pero es preciso que, dentro del dolor sentido, pensemos que los planes de Dios con nuestro difunto se han cumplido. Dios es misericordioso, y no mata por matar sin razón alguna, aunque permita que la maldad humana destruya vidas inocentes. Bien puede a veces llevarse a una mala persona, por sus malas obras, como castigo o para evitar que siga haciendo daño, pero ese es una caso extremo, como lo hizo con Sodoma y Gomorra.
La muerte, según parece ha ido descubriendo la Medicina, no es un acto instantáneo, aunque así parezca a quienes ven morir a alguien cuyo corazón deja de latir y los pulmones de respirar, sino un proceso entre el paro cardiorrespiratorio y el cese de las funciones cerebrales, y ¿qué pasa en esos instantes en que el alma se encuentra ante el Señor, qué posibilidades hay de un arrepentimiento de los pecados? ¿qué hay de pasar de la falta de Fe a recibir la Fe viviente de Dios en ese proceso de morir? Lo ignoramos, pero sabemos que el Señor es misericordioso y que no está de más pensar que tras una vida con virtudes y pecados, Dios puede darnos una oportunidad definitiva de arrepentimiento y de confianza en Él.
Es bueno pensar que, por el amor divino, por la misericordia, por el peso grande de las buenas obras sobre las malas, el moribundo encontrará la puerta del paraíso abierta para la eternidad en presencia de Dios. Podemos confiar en eso, aunque no disminuya el dolor de la pérdida inesperada. Es bueno también pensar en algunas reflexiones anteriores, de que la medida de nuestra vida, el cuánto vivimos tiene significado divino, tiene un sentido, y que éste es bueno para quien así lo ha sido (con virtudes y defectos humanos).
Si, la medida temporal de la vida individual, y la hora y el lugar de la muerte tienen sentido para nuestro Creador, aunque sigan siendo un misterio para quienes sobreviven a quien ha sido llamado a la Casa del Padre. Pero siempre debemos pensar que, por el propio amor de Dios para nosotros, la muerte, esa quizás inesperada, es la que ha considerado mejor para cada uno de sus hijos, para llevarlos a la vida eterna en su compañía divina. Comprendiendo esto, podemos alegrarnos que un ser querido esté ya gozando de Dios, y al mismo tiempo mucho dolernos porque ya no está entre nosotros. Eso se llama naturaleza humana.
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