En un antiguo número de Alfa y Omega, un lector planteaba un tema capital, el de Dios y el mal en el mundo. Lo presentaba así: o bien Dios no quiere el mal, en cuyo caso no es omnipotente, o bien quiere el mal, en cuyo caso no nos ama.
La breve respuesta que daba Alfa y Omega me pareció correcta, pero, al menos para mí, no resultaba suficiente.
Decía: Dios nos ha dado libertad y la respeta; somos nosotros la causa del mal al no utilizar bien nuestra libertad.
Es cierto, pero -al menos yo- necesitaba profundizar más en el tema para quedarme del todo satisfecho. Así que he tratado de reflexionar. No he descubierto ningún mediterráneo, pero me he dicho a mí mismo lo siguiente:
He partido de la idea de que Dios, por ser tal, no puede querer el mal y ha de poder evitarlo. Luego me he dicho: el mundo está lleno de mal, según el juicio de los hombres. ¿No será que eso no es el mal según el juicio de Dios? ¿No será que el mal que Dios no quiere, y no evita, es algo distinto de lo que los hombres entendemos por mal? Y entonces se me plantean tres interrogantes: el primero y fundamental consiste en preguntarme qué es verdaderamente el mal, y subordinadamente el segundo y tercero consisten en explorar qué mal es el que Dios no quiere y por qué no lo evita.
¿Qué es y qué no es el mal?
Cuando los seres humanos hablamos del mal en el mundo, lo normal es que utilicemos un concepto material del mal, no un concepto sobrenatural. Llamamos mal a lo que nos produce sufrimiento; es decir, el mal es tanto el sufrimiento de cualquier tipo como aquello que lo causa: la muerte, la enfermedad, la pobreza, el dolor, etc. Pero ahí no hay visión sobrenatural; eso es ver la vida solamente desde el plano temporal. Si miramos la vida desde un punto de vista sobrenatural, nos daremos cuenta de que el verdadero mal es el pecado, es decir, todo lo que nos aleja de la salvación eterna. Lo único que de verdad ha de causarnos sufrimiento es el sabernos alejados de Dios, el ver rota nuestra unión con Él, interrumpido nuestro destino de encontrarnos con Él definitivamente. El otro mal, el mal material, es -por extraño que esto suene en nuestros oídos inmersos en una sociedad materialista- una providencia amorosa de Dios para con el hombre.
Dios, en efecto, nos prepara a cada uno el camino de nuestra santidad, y ese camino es un camino redentor. La redención supone cruz, porque mediante la cruz lavamos los pecados nuestros y de todos, obtenemos de Dios el perdón. La cruz es dolorosa, pero es alegre, justamente porque es salvífica. Y el mundo está lleno de cruces que muchas personas –muchas más de las que suponemos– llevan con garbo, con entrega, con voluntad de servicio, con amor. Tantas personas que sobrellevan admirablemente la enfermedad y la desgracia propia o ajena, y que son otros tantos Cristos redentores. Hay también muchos que se sublevan ante la cruz; es algo evidente y no tenemos por qué juzgarlos. No conocemos sus corazones, su debilidad, la capacidad del amor de Dios por transformarlos sin que se note desde fuera. Eso que llamamos mal, y que Dios envía, o permite, ha hecho santos a muchísimos más mujeres y hombres de lo que pensamos; regalo de Dios para que seamos salvadores de almas, precio debido por los pecados que, al pagarlo aquí, facilita y engrandece el premio eterno.
Me hago cargo; es difícil ver así las cosas; yo soy el primero que lo explico y luego me rebelo. Pero es así. Para quien cree en Cristo, es así. Eso está en la esencia de una religión noble, alta, exigente, de ética muy elevada, que afirma que es estrecho el camino que conduce a la Vida, pero que afirma también que Dios da a todos, superabundantemente, los medios para recorrerlo con éxito, y es inmensamente indulgente con nuestros fracasos. Inmensamente misericordioso, ya que sólo existe un pecado que Él no puede perdonar: aquel del que una persona no desee ser perdonada, porque no acepta pedirle perdón, pues eso significa que esa persona se convierte en su propio dios y rechaza de plano al Dios verdadero.
¿Quiere Dios el mal?
Evidentemente, Dios no quiere el pecado; no quiere que nadie se condene; no ha creado a los hombres para que vivan una infidelidad eterna. Dios no condena a nadie. Él nos pregunta a cada uno: ¿quieres, por grandes que sean tus pecados, mi perdón y mi amor? Y si la respuesta es que sí, perdona y ama sin tasa. Y si el hombre rechaza ese perdón y ese amor, él mismo se condena, no le condena Dios. Es la actitud de Luzbel: «Soy igual a ti, no tengo nada que pedirte; no necesito tu perdón, pues no te reconozco superior a mí». La consecuencia es la siguiente: en el cielo están el único Dios y todos los hombres que le reconocen por tal y le aman; en el infierno están todos los demás dioses.
El otro mal, el material, lo que llamamos desgracias en la vida, ¿lo quiere Dios? La respuesta viene al responder a la tercera pregunta.
¿Por qué no evita Dios el mal?
Por dos motivos; porque nos ha hecho libres, y porque la cruz es el instrumento de la Redención.
Nos ha hecho libres. Pudo no darnos libertad, en cuyo caso nadie pecaría, nadie se condenaría. Pero tampoco podríamos decir que nos salvaríamos: convertidos en muñecos incapaces de merecer, la salvación para esos seres-robots no tendría ningún significado. El robot no ama, no espera, no cree. ¿Qué supone la salvación para quien no ama libremente a Dios? ¿Qué felicidad cabe esperar de una situación de amor impuesto a la fuerza? Una felicidad pasiva, estúpida, mecánica. ¿Para rodearse de este tipo de seres creó Dios al hombre? ¿Pueden estos robots ser imagen y semejanza de Dios?
Y si nos ha hecho libres, nos tiene que dejar que, si queremos, usemos mal de nuestra libertad. Y de ese mal uso nace el mal material, pues somos los hombres los que creamos un mal que Dios ha de respetar como producto de las decisiones libres de seres libres.
Pero es que, además, la cruz es redentora. Dios permite el mal –permite la libertad que lo genera–, pero lo vuelve en nuestro beneficio. Nos invita a que carguemos con el mal que nosotros mismos causamos, con la cruz que la vida pone sobre nuestros hombros, para que así no sólo recibamos los méritos redentores de la cruz de Cristo, sino que comuniquemos –se llama comunión de los santos– a los demás ese torrente de salvación. Él mismo, hecho hombre, recorrió su Calvario –fruto del mal uso de la libertad de sus verdugos–, en lugar de evitar ese mal. «Si eres Dios, legiones de ángeles vendrán a salvarte». Hubiesen venido si las hubieses llamado, pero no lo hizo; respetó la libertad de quienes le condenaban, y transformó Su dolor en salvación para todos.
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