Mateo 5, 13-16
Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. » Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.
Reflexión
“Vosotros sois la sal de la tierra”. “Vosotros sois la luz del mundo”. El Señor dirige hoy estas palabras a todos los cristianos, a cada uno de nosotros.
Somos llamados a ser testigos de nuestro cristianismo en este mundo, ante todos los hombres.
Y este testimonio debe realizarse no tanto en muchas palabras, sino sobre todo en nuestras acciones y obras. Porque el mundo moderno quiere que las palabras se traduzcan en hechos; los principios, en efectos; la fe y la caridad, en obras.
El mundo actual no se convertirá nunca a Dios, si no encuentra en nosotros, en nuestras vidas cristianas, un signo y testimonio de la presencia de Dios. Sabemos que después de su ascensión, Cristo no tiene ya más que una aparición posible, la nuestra. El único rostro que Él puede mostrar a nuestros contemporáneos, para llamarlos y convertirlos, es el nuestro, el de nuestras familias, el de nuestras comunidades y grupos.
Entonces, ¿cómo podemos ser luz del mundo? ¿Cómo podemos dar testimonio de Cristo en medio de los hombres?
El signo característico del cristiano auténtico es el amor, el amor a Dios y el amor a los hermanos.
Seremos sal de la tierra, luz del mundo en la medida en que seamos testigos fieles del amor sin límites de Jesucristo, en nuestra propia vida.
Es la única prueba convincente de que Él sigue vivo: que nuestra comunidad cristiana, nuestras familias, cada uno de nosotros vivamos con tanto amor y entrega servicial, que los demás sientan ganas de unirse a nosotros. Que ellos sólo puedan explicarse nuestra entrega cristiana, admitiendo que Cristo se ha hecho vivo de nuevo en nosotros.
Y sabemos: El amor al prójimo es amor a Dios.
Porque a partir de la encarnación de Cristo, el segundo mandamiento es semejante, es igual al primero. ¡No separemos pues el amor a Dios del amor a los hermanos!
San Juan Crisóstomo nos explica: “Quien acepta uno de los dos preceptos, observa también el otro. Ni un alma sin cuerpo, ni un cuerpo sin alma pueden constituir un hombre. Así, pues, no se puede hablar de amor a Dios, si no se tiene como compañero el amor al prójimo.”
Cuando, por eso, amamos a nuestros hermanos, estamos amando a Dios de un modo auténtico y directo. Y, además, la prueba de que amamos a Dios es que nos amamos los unos a los otros. Cristo ha revelado que tenemos las mismas relaciones con Dios que con cualquiera de nuestros hermanos. Estamos tan cerca de Dios, como de cualquiera de nuestros prójimos.
San Juan nos explica en su primera carta: “El que dice que ama a un Dios, a quien no ve, sin amar a su hermano, a quien ve, es un mentiroso” (4.20). El amor a Dios se presta a muchas ilusiones, a mucha imaginación. Pero el amor a nuestros hermanos es extraordinariamente realista.
Podemos saber en cualquier momento en que punto nos encontramos. Así nuestro amor a los demás es nuestra manera concreta de entrar en el amor a Dios. El prójimo es Cristo al alcance de nuestro amor. No amamos verdaderamente a Cristo, si no lo amamos en el hermano.
Ese amor fraternal es el gran signo del cristiano, el único testimonio que aceptan los demás, la única invitación convincente para los de afuera.
Así ya ocurrió con los cristianos de la primera hora, tal como nos cuentan los Hechos de los Apóstoles: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma, y nadie llamaba propia, cosa alguna de cuantas poseía, sino que tenían en común todas las cosas”. Por eso “no había entre ellos indigentes” (Hech 4, 32ss). Este testimonio de amor no podía explicarse más que porque Cristo seguía viviendo en cada uno de ellos.
Esa misma actitud la exige también el profeta Isaías en la primera lectura de hoy: “Comparte tu pan con el hambriento y recibe en tu casa a los pobres sin techo; cubre al que veas desnudo y no te desentiendas de tu hermano. Entonces irrumpirá tu luz como la aurora.” Con ese amor generoso actúa aquel que quiere ser testigo fecundo de Cristo en este mundo.
Queridos hermanos, tratemos, pues, que esta Eucaristía ahonde en nosotros ese amor a Dios en los hermanos, y nos haga descubrir y superar todos los obstáculos para que sea más pleno. De este modo, seremos testigos del amor que en este sacramento se vive, y nuestra vida será cada vez más sal de la tierra y luz del mundo.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
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