En la tradición bíblica encontramos dos sentidos del desierto: por una parte es el lugar de purificación, de soledad, de recogimiento, que ayuda a un cambio interior. Por otra parte también se nos presenta como el lugar de reconciliación y de encuentro donde se lleva a la amada para demostrarle todo su amor. Cuaresma tendría estos dos profundos sentidos para cada uno de nosotros. Buscar un momento de silencio interior donde nos encontremos con nosotros mismos, donde podamos reconocer lo que hay en nuestro corazón, donde nos enfrentemos con nuestros propios temores… ¡Cómo cambiamos cuando nos encontramos con nosotros mismos! Pues, parte de eso es la cuaresma y el significado del desierto: despojarnos de todo lo exterior y presentarnos como realmente somos delante de Dios.
Pero además el desierto en varios pasajes bíblicos aparece como un lugar donde se puede expresar ese amor de reconciliación. Nos dice en Oseas que el Señor buscará a su “amada” para rescatarla de sus infidelidades, aunque ella se haya prostituido, “pero yo voy a seducirla, la llevaré al desierto y hablaré a su corazón” (Os 2, 16) para recordarle y recobrar el amor primero, para reanudar el matrimonio que se había enfriado, volver a tomarla como esposa para siempre, “te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, en fidelidad” (Os 2, 21). Desierto y cuaresma tienen esta fuerte experiencia del amor de Dios que es fiel a pesar de nuestras infidelidades, que se mantiene firme y que nos llama a recobrar el amor primero.
Pero también el desierto es el lugar de la tentación. En el desierto podrá Jesús saborear la alegría de ser Hijo de Dios expresada en el bautismo, pero también en el desierto experimentará la tentación. Esta cercanía de la divinidad y de la humanidad nos desconcierta a muchos cristianos. Quisiéramos que una vez comprobada nuestra entrega al Señor, ya no pudiera haber tentación ni marcha atrás, pero el camino está lleno de caídas, de luchas, de encuentros y desencuentros. San Marcos, al contrario de Lucas y Mateo, no nos dice cuáles fueron las tentaciones que sufrió Jesús y nos deja un amplio campo para imaginar nuestras propias tentaciones. ¿Cuáles son las tentaciones que nos hacen olvidar el amor de Dios y el amor al prójimo? Tendríamos que empezar por esa facilidad de acomodar el Evangelio a nuestros propios intereses. Escuchamos la Palabra mientras no nos inquiete ni perturbe demasiado, mientras vaya de acuerdo a nuestra forma de vivir y no cuestione nuestros egoísmos e injusticias. Acogemos la idea un Dios complaciente y benévolo, pero no aceptamos a Dios que cuestiona nuestra vida, que nos exige la justicia con el hermano, que rechaza nuestra corrupción y nuestros sobornos. Tenemos la tentación de buscarnos un Dios que nos complazca, a nuestro gusto, no un Dios que nos salva, un Dios Padre de todos por igual, que nos invita y nos exige la fraternidad.
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