En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, ¿qué hay en tu mirada? Al ver tus ojos y darme cuenta que detrás de ellos hay un corazón que me ama profundamente, ¿cómo me voy a quedar indiferente? Busco ese amor. Te busco a ti. Y hoy te he encontrado en mi camino. Háblame, Jesús, dime lo que quieras. Tu palabra es espíritu de vida. Dame de esa agua. Sacia mi corazón con la luz de tu palabra.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Mateo 9, 9-13
En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a su mesa de recaudador de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió.
Después, cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos. Viendo esto, los fariseos preguntaron a los discípulos: “¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?” Jesús los oyó y les dijo: “No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
San Mateo escuchó la voz del Señor. No era una voz cualquiera, era una palabra que tocaba lo más profundo de su ser. En ese momento Mateo recordó toda su vida. ¿De qué le había servido todo el dinero que tenía en su mesa? De nada. Había buscado por todas partes algo que saciara su sed.
Y un día rutinario un hombre se le pone delante. Un hombre, llamado Jesús, lo mira. Lo ama. Un hombre que condena el pecado pero nunca al pecador. Un hombre que había ido en busca de la oveja que se la había perdido.
Hoy vengo a ti, Jesús. O mejor, Tú me has salido al encuentro. Me has mirado. Has tocado lo profundo de mi ser, aquello que pocos conocen y me has amado. Has dado tu vida por mí y hoy me llamas a trabajar a tu lado.
Estaba descalzo. No tenía ni una moneda en mis bolsillos. Mi estómago vacío. Mi alma en pecado. No merecía llamarme hijo tuyo. Ni siquiera podía mirarte a los ojos sin darme cuenta de mi miseria y de tu gran amor. No me reprochas nada. No me dices ni una palabra negativa. No me dejas hablar. Tu corazón está lleno de gozo y vienes a mi casa. Hoy veo mi vida pasada. Pienso en los momentos difíciles y en los momentos de alegría. Y veo una hermosa historia de amor. Me doy cuenta de que Tú no sólo me llamas sino que siempre has estado a mi lado.
«Jesús lo miró. Qué fuerza de amor tuvo la mirada de Jesús para movilizar a Mateo como lo hizo; qué fuerza han de haber tenido esos ojos para levantarlo. Sabemos que Mateo era un publicano, es decir, recaudaba impuestos de los judíos para dárselos a los romanos. Los publicanos eran mal vistos, incluso considerados pecadores, y por eso vivían apartados y despreciados de los demás. Con ellos no se podía comer, ni hablar, ni orar. Eran traidores para el pueblo: le sacaban a su gente para dárselo a otros. Los publicanos pertenecían a esta categoría social. Y Jesús se detuvo, no pasó de largo precipitadamente, lo miró sin prisa, lo miró con paz. Lo miró con ojos de misericordia; lo miró como nadie lo había mirado antes. Y esa mirada abrió su corazón, lo hizo libre, lo sanó, le dio una esperanza, una nueva vida».
(Homilía de S.S. Francisco, 21 de septiembre de 2015).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hoy, Jesús, te ofrezco ser misericordioso así como Tú lo eres conmigo. No voy a pensar mal de nadie. Si me viene un comentario negativo de alguien me dominaré; no lo diré y buscaré decir cosas positivas de él.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
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