1. El primer artículo de nuestro Credo: Creo en Dios. Hablar de Dios significa afrontar un tema sublime y sin límites, misterioso y atractivo. Pero aquí en el umbral, como quien se prepara a un largo y fascinante viaje de descubrimiento—tal permanece siempre un genuino razonamiento sobre Dios—, sentimos la necesidad de tomar por anticipado la dirección justa de marcha, preparando nuestro espíritu a la comprensión de verdades tan altas y decisivas. A este fin considero necesario responder enseguida a algunas preguntas, la primera de las cuales es: ¿Por qué hablar hoy de Dios?
2. En la escuela de Job, que confesó humildemente: «(He hablado a la ligera… Pondré mano a mi boca» (40, 4), percibimos con fuerza que precisamente la fuente de nuestras supremas certezas de creyentes, el misterio de Dios, es antes todavía la fuente fecunda de nuestras más profundas preguntas: ¿Quién es Dios? ¿Podemos conocerlo verdaderamente en nuestra condición humana? ¿Quiénes somos nosotros, creaturas, ante Dios?. Con las preguntas nacen siempre muchas y a veces tormentosas dificultades: Si Dios existe, ¿por qué entonces tanto mal en el mundo? ¿Por qué el impío triunfa y el justo viene pisoteado? ¿La omnipotencia de Dios no termina con aplastar nuestra libertad y responsabilidad? Son preguntas y dificultades que se entrelazan con las expectativas y las aspiraciones de las que los hombres de la Biblia, en los Salmos en particular, se han hecho portavoces universales: «Como anhela la cierva las corrientes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios! Mi alma está sedienta de Dios, de Dios vivo: ¿Cuándo iré y veré la faz de Dios? (Sal 41/42, 2-3): De Dios se espera la salvación, la liberación del mal, la felicidad y también, con espléndido impulso de confianza, el poder estar junto a El, «habitar en su casa» (cf. Sal 83/84, 2 ss.). He aquí pues que nosotros hablamos de Dios porque es una necesidad del hombre que no se puede suprimir.
3. La segunda pregunta es cómo hablar de Dios, cómo hablar de El rectamente. Incluso entre los cristianos, muchos poseen una imagen deformada de Dios. Es obligado preguntarse si se ha hecho un justo camino de investigación, sacando la verdad de fuentes genuinas y con una actitud adecuada. Aquí creo necesario citar ante todo, como primera actitud, la honestidad de la inteligencia, es decir, el permanecer abiertos a aquellos signos de verdad que Dios mismo ha dejado de Sí en el mundo y en nuestra historia. Hay ciertamente el camino de la sana razón (y tendremos tiempo de considerar qué puede el hombre conocer de Dios con sus fuerzas). Pero aquí me urge decir que a la razón, más allá de sus recursos naturales Dios mismo le ofrece de Sí una espléndida documentación: la que con lenguaje de la fe se llama «Revelación». El creyente, y todo hombre de buena voluntad que busque el rostro de Dios, tiene a su disposición ante todo el inmenso tesoro de la Sagrada Escritura, verdadero diario de Dios en las relaciones con su pueblo, que tiene en el centro el insuperable revelador de Dios, Jesucristo: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Jesús, por su parte, ha confiado su testimonio a la Iglesia, que desde siempre, con la ayuda del Espíritu de Dios, lo ha hecho objeto de apasionado estudio, de progresiva profundización e incluso de valiente defensa frente a errores y deformaciones. La documentación genuina de Dios pasa, pues, a través de la Tradición viviente, de la que todos los Concilios son testimonios fundamentales: desde el Niceno y el Constantinopolitano, al Tridentino, Vaticano I y Vaticano II. Tendremos cuidado en remitirnos a estas genuinas fuentes de verdad. La catequesis saca además sus contenidos sobre Dios también de la doble experiencia eclesial: la fe rezada, la liturgia, cuyas formulaciones son un continuo e incansable hablar de Dios hablando con El; y la fe vivida por parte de los cristianos, de los santos en particular, que han tenido la gracia de una profunda comunión con Dios. Así, pues, no estamos destinados sólo a hacer preguntas sobre Dios para luego perdernos en una selva de respuestas hipotéticas o bien demasiado abstractas.
Dios mismo ha venido a nuestro encuentro con una riqueza orgánica de indicaciones seguras. La Iglesia sabe que posee, por gracia de Dios mismo, en su patrimonio de doctrina y de vida, la dirección justa para hablar con respeto a la verdad de El. Y nunca como hoy siente el empeño de ofrecer con lealtad y amor a los hombres la respuesta esencial, que esperan.
4. Es lo que pretendo hacer en estos encuentros. ¿Pero cómo? Hay diversas maneras de hacer catequesis, y su legitimidad depende en definitiva de la fidelidad respecto a la fe integral de la Iglesia. He considerado oportuno escoger el camino que, mientras hace referencia directamente a la Sagrada Escritura, hace referencia también a los Símbolos de la Fe, en la comprensión profunda que ha dado de ella el pensamiento cristiano a lo largo de veinte siglos de reflexión. Es mi propósito, al proclamar la verdad sobre Dios, invitaros a todos a reconocer la validez del camino histórico-positivo y del camino ofrecido por la reflexión doctrinal elaborada en los grandes Concilios y en el Magisterio ordinario de la Iglesia. De este modo, sin disminuir para nada la riqueza de los datos bíblicos, se podrán ilustrar verdades de fe o próximas a la fe o de todas formas teológicamente fundadas que, por haber sido expresadas en lenguaje dogmático-especulativo, corren el riesgo de ser menos percibidas y apreciadas por muchos hombres de hoy, con no ligero empobrecimiento del conocimiento de Aquel que es misterio insondable de luz.
5. No podría terminar esta catequesis inicial de nuestro razonamiento sobre Dios sin recordar una segunda actitud fundamental, además de la de honesta inteligencia, de la que he hablado anteriormente. Y es la actitud del corazón dócil y agradecido. Hablamos de Aquel que Isaías nos propone como el tres veces Santo (6,3). Debemos, pues, hablar de El con grandísimo y total respeto, en adoración. Pero, al mismo tiempo, sostenidos por Aquel «que está en el seno del Padre y nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18), Jesucristo nuestro hermano, hablamos de El con suavísimo amor. «Porque de El, y por El, y para El son todas las cosas. A El la gloria por los siglos. Amén» (Rom 11, 33).
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