Terminamos el tiempo de navidad e iniciamos el tiempo ordinario y como transición se nos presenta la solemnidad del bautismo del Señor en el Jordán. Toda la semana la liturgia nos ha preparado con varios textos de diversos evangelistas en los que se habla de la misión del salvador y se nos ha invitado a la conversión. Ahora, con la solemnidad del bautismo, se presenta de manera condensada a qué vino Jesús al mundo.
Juan había invitado a los judíos a un primer bautismo de conversión, él mismo indica que bautiza con agua del Jordán. El río Jordán fue aquel que pasó el pueblo de Israel para entrar a la tierra prometida después del éxodo. El pueblo pasa un tiempo en el desierto hasta que llega a la tierra de la promesa. Pero para acceder a ella había que cruzar el río Jordán. En los tiempos de Juan se estaba acercando la salvación y para poder acceder a ella había que ser bautizados por esa misma agua del Jordán que había empapado a los israelitas en su aventura por llegar a la tierra prometida.
Entre la esclavitud y la liberación en la tierra prometida había un eslabón, el rio Jordán. Esa agua que purificó al pueblo para ingresar a la tierra listos para vivir según el pueblo de Dios, es ahora el agua que prepara para la venida de Jesús, el Mesías. Pero el mismo texto indica que ese bautismo no es suficiente. Quien tiene que descender sobre el pueblo y purificarlo es el Espíritu Santo. Juan afirma que él bautiza con agua pero que Jesús, a quien no merece ni desatarle las correas de sus sandalias, bautizará con Espíritu Santo y fuego.
Jesús mismo vive esta experiencia de ser bautizado. En él, la humanidad entera queda bautizada, purificada, ungida por el Espíritu que desciende sobre él y en él sobre nosotros. En la lectura que relata el bautismo del Señor se nos invita a recordar también nuestro propio bautismo. Hoy volvemos a escuchar que desde el cielo se repiten estas palabras: “Estos son mis hijos en quienes me complazco”.
Por el bautismo ya no somos esclavos sino hijos. Como dice la primera lectura del profeta Isaías. Ya terminó el tiempo de la servidumbre, ahora es el tiempo del consuelo. El consuelo de los hijos amados del Padre. Y este don nos es dado de manera inmerecida. San Pablo lo indica en su carta a Tito. Nos dice que Jesús nos salvó no porque hubiéramos hecho algo digno de merecerlo sino que simplemente por misericordia.
Dios se ha compadecido de su pueblo y ha enviado a un salvador. Pero para acceder a Él hay que cruzar el río Jordán, es decir, hay que ser bautizados constantemente. Es verdad que el bautismo es uno pero en nuestra vida hay que hacer una constante suplica para que el Espíritu vuelva a descender sobre nosotros como lo hizo el día de nuestro bautismo para que nos regenere y nos renueve. Hay que pedirle al Señor que derrame abundantemente sobre nosotros su Espíritu divino. La finalidad es que nos haga vivir cada vez más como hijos del Padre para que pueda decir de nosotros el Señor: «estos son mis hijos en quienes me complazco».
Oremos haciendo esta petición a Dios: «Padre de bondad derrama abundantemente sobre nosotros tu Espíritu. Queremos pasar de la esclavitud a la libertad, queremos poseer la tierra de la promesa que es Cristo pero para ello tenemos que ser purificados, regenerados y renovados por el Espíritu. Por eso te pedimos Señor que lo envíes a nuestro corazón. Amén»
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