Aquel joven le preguntó a Jesús: ¿Maestro que he de hacer yo para conseguir la vida eterna? y El le contestó: “Si quieres entrar en la vida eterna, cumple los Mandamientos” (Mt.19,16.19). Pero el joven insistió. ¿Cuál es el Mandamiento más importante de la Ley?. Jesús le respondió: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y más importante. Pero hay otro semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Toda la Ley se fundamenta en estos dos Mandamientos” (Mt.22,36.38).
Y esto, me recuerda mi noble y sincera pregunta, a aquel hombre de Dios, en una sesión de catequesis para adultos. ¿Cómo es posible amar a Dios, al que no vemos, si nos resulta tan difícil, amar a los que viven a nuestro alrededor?. La respuesta fue tan contundente y definitiva, que me hizo reflexionar.
Si no amas a Dios, porque no lo ves, es que tu amor a El es frágil. Porque amarle, es seguirle y reconocerlo como creador y salvador. Como dueño y señor de todo lo que existe. Como destino de nuestro espíritu, para agradecerle, todo lo que ha hecho y hace día a día por nosotros.
Es, profesarle libremente nuestro amor en público y en privado. Es, pedirle ser el último en todo, y aceptar ser el primero en amarle sin peso ni medida.
Amar a Dios, es verlo y sentirlo, no allá lejos, donde brillan las estrellas, si no a nuestro lado, caminando por nuestras mismas calles.
Amarle, es contemplar todos los tesoros de bondad y ternura, que nos ha dejado, y cumplir su nuevo Mandamiento: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn.15,12).
No sé, pero me parece a mí, después de escuchar al catequista, que el amor a Dios, se refleja en esa lección de pequeños detalles que la vida diaria nos enseña.
Y es amar a Dios, cumpliendo con el primer Mandamiento, amando a los inmigrantes, que desesperados por diversas causas, abandonan sus pueblos y no encuentran acomodo entre nosotros. Y comprendiendo a los que sufren pérdida de libertad, siendo inocentes o presuntos culpables. Amando y respetando a los desvalidos o indigentes; a los que nos importunan en el tráfico diario, y a los que nos superan en el mundo laboral.
Y es amar a Dios, amando, a los que nos atienden en los hospitales, a veces, salvando nuestras propias vidas. Y visitando a nuestros mayores, que en residencias o en sus propios hogares, se encuentran abandonados, consumiendo sus últimos días en esta vida. Y consolando a los que sufren el azote de la enfermedad incurable y esperan en la soledad de cualquier centro sanitario.
También se ama a Dios, no volviendo la cara hacia esos africanos –en su mayoría jóvenes- que viven en la frontera entre Uganda y Kenia, sufriendo una gran epidemia de sida y tuberculosis y que nos gritan sin esperanza, que quieren vivir, pero no tienen comida para alimentarse ni medicamentos que les evite ese holocausto.
Y se puede amar a Dios, convenciendo a los que piensan equivocadamente que por envejecer dejan de amar, sin saber que, por dejar de amar, empiezan a envejecer y hablando con aquellos que amamos y sin embargo no nos atrevemos a decírselo. Y, ayudando a los niños explotados, marginados, incipientes delincuentes que buscan en los basureros, la comida que nosotros desechamos.
Amar a Dios es amando al Padre Vicente Ferrer, misionero, que lo abandonó todo por amor a los que sufren en la India, donde desarrolla una labor inmensa. O, reflejándonos en el espejo de Monseñor Romero, que en pleno siglo XX, dio su vida por amor a Dios y a los hombres.
Y entendiendo a los misioneros, que dejando sus países, familias y comodidades, se marcharon lejos por amor a los que los necesitan, regalándoles hasta su propia vida.
Igualmente, se ama a Dios, amando y perdonando a los incrédulos y no creyentes, porque tal vez, por nuestros raquíticos ejemplos en la vida espiritual, moral y social, hayamos sido culpables de su falta de amor y conocimiento de Dios.
Por todo ello y mucho más, estoy plenamente convencido, que efectivamente “algo escrito hace más de dos mil años”, tiene perfecta vigencia en nuestros días.
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