Por: Fernando de Navascués | Fuente: www.somosrc.mx
Durante algún tiempo trabajé en la oficina de comunicación de la diócesis de Madrid. Allí tuve la oportunidad de acompañar en dos ocasiones al entonces Arzobispo Antonio María Rouco en unas visitas pastorales a la cárcel. La primera, en la antigua prisión de Carabanchel y después, en Soto del Real. Nuestro guía era el sacerdote jesuita Jaime Garralda, responsable de pastoral penitenciaria de la diócesis. Se trata de una de esas personas que no dejan indiferente a nadie, porque estar un rato con él es tener una de esas experiencias que nunca se olvidan. Una experiencia de quien está todo el día en contacto con Dios, porque Dios está siempre con el más necesitado, con el más pobre de los pobres, en aquel caso, con los presos.
Me viene a la cabeza este comentario porque este domingo 6 de noviembre se ha celebrado en Roma, en el marco del año de la misericordia, el jubileo de los presos. Allí se reunieron más de 4.000 personas, entre presos, familiares, policías, funcionarios de prisiones y, por supuesto, capellanes y católicos comprometidos con el apoyo a los presos en los centros penitenciarios.
Cristo, que es modelo para todo hombre, también en su pasión saboreó el dolor del desprecio y el abandono de la cárcel, la burla e incluso la tortura. Y, todo hay que decirlo, en ese mundo, la Iglesia también acompaña a esos hombres y mujeres que sufren.
Pobres entre los pobres
Los presos son el colectivo más despreciado de la sociedad. Sobre ellos cae una losa infinitamente pesada, y en ocasiones injusta, que supone ser apartado de la sociedad. Soportan un juicio civil y humano sobre unos hechos que Dios, el único que conoce lo que hay en el corazón del hombre, quién sabe si aceptaría o no el veredicto. Por eso, en el año de la Misericordia, los presos son los que más necesitan este gesto de cercanía. Muchos llegan a la prisión ya arrepentidos, otros como corderos llevados al matadero se echan a perder aún más de lo que ya estaban por culpa del ambiente y los compañeros.
En medio de ese mundo oscuro y desconocido, del que todos volteamos el rostro para no querer saber nada, trabajan apostólicamente un inmenso batallón de sacerdotes, religiosas y religiosos, además de seglares comprometidos con su redención humana y espiritual. Vale la pena recordar que no es algo nuevo en la Iglesia. Por poner un ejemplo, ya en el siglo XII san Pedro Nolasco fundaba la orden de los Mercedarios dedicada a la redención de cautivos, y todavía hoy siguen prestando un servicio impagable.
En México, sin ir más lejos, tenemos el conocido caso del P. Trampitas y el de tantos otros que, como él, son un faro de esperanza en un mundo de tanto dolor.
El corazón del hombre
El Papa explicaba a los presos que “no existe lugar en nuestro corazón que no pueda ser alcanzado por el amor de Dios”, y que ellos también están llamados a “dar fruto, no obstante el mal que hemos cometido”. Y aclara: “Una cosa es lo que merecemos por el mal que hicimos, y otra cosa distinta es el ‘respiro’ de la esperanza, que no puede ser sofocado por nada ni nadie”.Es más, el Papa reclama para los presos el perdón, entre otras cosas, porque “ante Dios nadie puede considerarse justo”, pero lo que sí es claro es que “nadie puede vivir sin la certeza de encontrar el perdón”, como el que obtuvo el ladrón arrepentido, crucificado junto a Jesús y que en ese momento alcanzó el paraíso.
La historia está por escribirse
Por la esperanza y por la necesidad del perdón, también el Papa dice algo que es fundamental para los presos: “La historia que inicia hoy, y que mira al futuro, está todavía sin escribir, con la gracia de Dios y con vuestra responsabilidad personal”. Cambiar es posible, porque nadie debe quedar encerrado “en el pasado”.
Pero de las palabras del Papa, me quedó una idea que me parece fundamental: la de “cierta hipocresía” que lleva a ver que el único camino para quien cometió un delito es la cárcel, sin pensar en la posibilidad de ayudar a cambiar de vida, sin la posibilidad de encontrar una regeneración para su vida. Se trata, una vez más, en palabras de este Papa, de la cultura del descarte: aquello que me perturba lo elimino: un anciano, un bebé por nacer o, como en este caso, un preso.
Siguen faltando miles y miles de operarios para ir a trabajar a las cárceles, pero en esa realidad, la Iglesia trabaja por generar esperanza y dignidad. Las cárceles y sus presos son una oportunidad para que el cristiano pueda dar lo mejor de sí mismo y vivir esa obra de misericordia de “visitar a los presos”, y de la cual también algún día se nos pedirán cuentas.
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