«Sois piedras de un templo, preparadas de antemano para un edificio de Dios el Padre, siendo elevadas hacia lo alto por medio del instrumento de Jesucristo, que es la Cruz, y usando como cuerda el Espíritu Santo; en tanto que la fe es vuestra polea, y el amor es el camino que lleva a Dios. Así pues, todos sois compañeros en el camino, llevando a vuestro Dios y vuestro santuario, vuestro Cristo y vuestras cosas santas, adornados de pies a cabeza en los mandamientos de Jesucristo. […] Y orad sin cesar por el resto de la humanidad (los que tienen en sí esperanza de arrepentimiento) para que puedan hallar a Dios» (San Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 9 y 10).
Acabo de tener la oportunidad de estar en un campamento con 55 niños españoles entre 9 y 11 años. Fue una experiencia maravillosa y refrescante. Además de disfrutar de cada una de las actividades con ellos durante esos días, pude volver a comprobar que los niños llegan a ser pequeños maestros de vida con sus comentarios y acciones cargados de inocencia. Y mientras preparaba este artículo me vino a la mente una respuesta que me dio Javier en uno de esos días.
Habíamos tenido un día muy hermoso y le pregunté a Javi si había ido a agradecer a Jesús por el día en la capillita del campamento. Su respuesta fue un no, pero acompañado de una sonrisa. Me intrigó y por eso volví a la carga: «Pero, ¿de qué te ríes? No crees que a Jesús le gustaría que le agradecieras todo lo que te dio hoy?». Su respuesta fue una pequeña bofetada de guante blanco: «¡Claro que sí, padre! Pero no había tenido tiempo de ir a la capillita, por lo que ya le había agradecido en mi corazón a Jesús por todo. Pero ahora mismo voy a decírselo también en persona». Menos mal que se fue corriendo y no volvió la vista; hubiese visto un sonrojo de vergüenza pintado en mi cara…
Javi me enseñó en esa ocasión algo que San Ignacio de Antioquía reafirma en el texto que preside este artículo: que Dios está siempre en el corazón de quienes lo acogen. El Santo habla de ser «templos de Dios», «portadores» suyos. ¿Nos damos cuenta de la grandeza que eso supone? Dios siempre nos acompaña, nos ve, nos anima, nos abraza. En ningún momento se separa de nosotros… siempre y cuando nosotros no le cerremos las puertas con el pecado. E incluso si lo hacemos, Él está ahí, esperando a que le volvamos a encontrar con la confesión y dispuesto a perdonar cualquier cosa con tal de morar de nuevo en nuestro interior.
¿Y tiene esto importancia para nuestra oración? ¡Yo diría que es básico! Si esto es verdad –y lo es– significa que podemos orar en cualquier circunstancia, en cualquier momento, estemos donde estemos: en el trabajo, en la cocina, en el colegio, jugando, escribiendo, leyendo este artículo, etc. Siempre podemos elevar el corazón y hablar con Quien lo habita. De esta manera, aunque la Eucaristía sea efectivamente el lugar apropiado para hacer oración (y lo recomiendo muy vivamente) no será absolutamente indispensable o necesario tener que acudir a una iglesia para orar. Tú mismo eres templo de Dios, teóforos (para usar el término de San Ignacio). Ahí, en el santuario de tu corazón puedes adorarle, hablarle y tratar con Él.
Otra consecuencia de esta certeza es que también nos permite sabernos “compañeros de camino” unos con otros. Tú, que lees estas líneas, eres templo del mismo Dios que habita mi alma. Por eso mi oración te enriquece también a ti y la tuya nos enriquece a todos. Mi oración deja de ser sólo “mía” y se convierte en “nuestra”; deja de ser sólo un diálogo con “mi” Dios y se convierte en un diálogo de todos con “nuestro” Dios.
«No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?». Esta rotunda frase de San Pablo en la primera carta a los corintios (6, 19) es el leitmotiv de la oración del cristiano. San Ignacio lo sabía… y presiento que el buen Javi lo intuye. Después de todo, sólo el corazón inocente, como el de los niños, es capaz de percibir esa Presencia Amorosa en nuestro interior.
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