Por: Ángel Gutiérrez Sanz | Fuente: Catholic.net
A veces suceden paradojas en la vida que nos cuesta trabajo encajar. En medio de la Navidad, una fiesta hecha a la medida de los niños, nos encontramos con una celebración destinada a recordar el triste episodio protagonizado por los Santos Inocentes, unos niños que, habiendo celebrado juntamente con el Divino Infante el gozo de nacer, la Divina Providencia les tenía reservada la misión excelsa de hacer de escudo humano, para proteger a su Hijo de las garras de un rey sediento de sangre. Ellos no fueron avisados por un ángel de que el malvado Herodes maquinaba su matanza. Sin saber cómo ni por qué, un día soldados con afilados cuchillos y punzantes espadas irrumpieron violentamente en sus casas para degollarlos cruelmente, mientras dormían plácidamente en sus cunitas o disfrutaban de las caricias, colgados de los brazos de unas madres aterrorizadas, que no podían dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos. Ellos no habían cometido otro delito más que haber nacido en el mismo tiempo en que lo hiciera el Esperado de Israel. Todos los infantes menores de dos años de la región de Belén y su comarca, fueron condenados a la par y se convirtieron en el blanco de la ira de Herodes; inocentes víctimas propiciatorias en las que la Iglesia acertó a ver a los primeros mártires del cristianismo, que entraron en comunión con Jesucristo por medio del bautismo de sangre, adelantándose así al bautismo del agua, que habría de instaurarse no tardando mucho en el río Jordán.
En medio del gozo inmenso de la Navidad, en que cielos y tierra se alegran por ver al Dios nacido, la festividad de los Santos Inocentes no deja de representar un drama doloroso que nos hiela la sangre, pero eso sí, vista con los ojos del alma la cosa cambia y la tragedia se convierte en una gesta sobrenatural de proporciones gigantescas, como lo es el morir “por” o “en lugar del” Enviado de Dios, lo cual no está al alcance de cualquiera. Y es que el aval de este nuestro mundo, a veces tan cruel y tenebroso, solo podemos encontrarlo en la inocencia de los niños, la fortaleza de los mártires o la bondad de los santos, tal como dijera Bernanos :“No olvidéis nunca que este mundo odioso se mantiene en pie por la dulce complicidad de los santos, los poetas y los niños”. Por eso, cuando algunos teólogos niegan o ponen en duda la historicidad de este colectivo de niños inocentes, a la vez santos y mártires, se tiene la impresión de que se nos está hurtando uno de los tesoros más preciados, patrimonio de la humanidad entera y no solamente de los cristianos.
Lo más triste de todo, es constatar que en nuestro mundo de hoy sigue habiendo políticos como Herodes, que han perpetuado este infanticidio, negando a los no nacidos el derecho sagrado a seguir vivos. A todos esos niños que en esta Navidad desearían nacer y no podrán hacerlo, quisiera dedicarles también mi recuerdo emocionado. Este dramático acontecimiento, que sucediera en tierras de Judá hace más de 2000 años, nos retrotrae a los tiempos actuales y nos ayuda a tomar conciencia de lo que está pasando en nuestro mundo deshumanizado, en que cada día mueren una cantidad ingente de niños inocentes, sin darles siquiera la oportunidad de ver la luz del sol. Esta atrocidad se lleva a cabo con el mayor sigilo, solo de vez en cuando nos sorprende la triste noticia de que en el cubo de la basura ha aparecido un feto de seis, siete o nueve meses de gestación, sin que apenas les diera tiempo de esbozar su primera sonrisa. En este mundo nuestro, estamos viendo como al amparo de leyes democráticas, jurídicamente amañadas y en consonancia con los tiempos modernos, aparecen diariamente delante de las clínicas cubos cuidadosamente esterilizados, repletos de fetos destrozados y a esto se le llama progresismo.
Durante todos los días del año habría motivo más que suficiente para celebrar la festividad de los santos inocentes, porque todos los días, sin faltar uno, muchos miles de neonatos, sin nombre propio, son legalmente sacrificados en el curso de una despiadada matanza, de la que todos debiéramos sentirnos responsables, bien por acción o por omisión. Estas son las cifras escalofriantes. En el mundo se practican 43 millones de abortos al año. En Europa 1,2 millones y en España se calcula que la cifra es de 112.138. En este mismo momento en que lees estas líneas criaturitas humanas están siendo desalojados violentamente del seno materno, para ser arrojados al cubo de los desperdicios. No estoy juzgando a nadie, mucho menos a las madres, a las que considero también víctimas, pues mientras vivan, la presencia del hijo no nacido las perseguirá como un fantasma. Así lo intuyó hace tiempo Rainer María Rilke y de ello dejó constancia en estos versos:
“Madres que no pueden cerrarse
porque aquella tiniebla echada fuera con el parto,
quiere volver y empujar para entrar”.
A pesar de todo, siempre nos quedará en consuelo de que, cuando hayan llegado estas criaturitas a los brazos del Padre, encontrarán el calor, la ternura y el amor que nosotros no fuimos capaces de darles. Intencionadamente a los no nacidos les he llamado criaturitas humanas, pues es la ciencia la que nos asegura que son personas en gestación, capaces de llorar, de reír, de soñar, de sentir; lo que sucede es que el intérprete o confidente de estos sueños, sentimientos e interioridades infantiles, solo podrá serlo quien le haya llevado en su seno. Por eso traigo aquí la voz de una madre, que a través de un inspirado poema titulado: “¡Madre déjame nacer!” nos traduce y nos desvela toda la ternura de quienes no quisieran morir antes de haber nacido.
¡MADRE, DÉJAME NACER!
¿Cómo será tu rostro, madre mía?
Tengo prisa en nacer por contemplarte,
que puedas con tu mano asir la mía
Y yo a ti con mis brazos rodearte.
Aún no sabes que existo y ya te quiero,
pues noto el retumbar de tus pisadas
Y desde el blando nido de tu seno
presiento ya el amor en tus miradas.
Si respiras me infundes nueva vida,
tu alimento será mi fortaleza,
¡soy parte de tu ser, madre querida!
¡Qué don te dio el Señor, cuánta grandeza!
Pero hay hombres, de mano despiadada,
que arrancarme podrán de tus entrañas;
no permitas que sieguen, madre amada,
la espiga sin granar con sus guadañas.
Yo soy obra de Dios y tengo vida,
mi corazón palpita a cada instante;
deseo ver la luz, madre querida,
y jugar al calor de un sol radiante.
Deja que nazca para poder amarte,
protégeme ahora que estoy tan desvalido,
que yo sabré también a ti cuidarte
cuando estés débil tú y yo crecido.
(FRANCISCA ABAD MARTÍN)
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