En este texto de san Lucas Jesús habla de un fuego que debe abrazar a la tierra y de un bautismo que ha de recibir. ¿Qué podemos decir de esto? Bueno, con respecto del fuego uno puede tener en cuenta lo que dicen muchos comentaristas: ¿Un fuego concreto? ¿El amor? ¿El fuego del Espíritu Santo en muchas ocasiones prometido? Tal vez nos convenga pensar en el fuego como algo que quema, que destruye o que purifica, sobre todo que purifica. Aunque, pensándolo bien, la fuerza de las palabras de Jesús no recae en el fuego o el bautismo como tales, sino en un tiempo deseado y ansiado con fuerza, y con angustiosa espera.
A propósito, quisiera pensar en lo que significan dos palabras griegas que se refieren al tiempo de manera diferente: la primera es “Cronos”. Esta palabra hace referencia a un tiempo histórico y lineal, o sea, a la sucesión de minutos, de horas, de días, de meses y de años. La segunda es “kairos” que se refiere a un tiempo histórico, pero puntual, un momento, una hora, la “hora” exacta de la que Jesús habla muchas veces en varios textos de los evangelios. Sí, este es el kairos, tiempo, a que se refiere Jesús. Se trata del momento en que el fuego purificaría a la humanidad. Una humanidad que desde la presencia de Jesús en esta tierra, se ha movido entre la aceptación de su persona y su doctrina y el rechazo radical a que se ha enfrentado y que, después de su muerte y resurrección, seguirá existiendo, a veces con denodado furor en diversos momentos de la historia de su Iglesia.
Este es el sentido de las palabras de Jesús: “¿Creen ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? Les digo que no; más bien he venido a traer división…”. Y se entiende claramente cuando, ante su aceptación o su rechazo, la humanidad se divide, se enemista, y la división, que tiene un culmen, puede provocar la guerra y el derramamiento de sangre. Y ¿si pensamos en la paz? La paz, la verdadera paz, es la que entrega a sus discípulos después de resucitar y que pudiera conseguirse en el momento en que cada uno de los miembros de la comunidad humana se decidiera por él, aprendiera de él y con él, para ser “manso y humilde de corazón”, cargando con su yugo que, por cierto, es suave.
Esto debiera, también, ser captado por los que nos llamamos cristianos para decidirnos a poner nuestro granito de arena y colaborar en la construcción de la humanidad pensada por Jesús, por la que ha derramado su sangre, víctima de la violencia de su tiempo. ¡Cuán diferentes serían las cosas si aceptáramos la invitación de Jesús a cargar con ese yugo! Seríamos las mujeres y los hombres pacíficos que necesita la sociedad y evitaríamos la violencia que padecemos por todas partes en el mundo entero. No hay otra forma que no sea evangélica, para lograrlo, y el hombre no acaba de decidirse por quien es el autor de la paz.
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