Es verdad que el drama entero de la humanidad se podría reducir a una sola cuestión: «¿quién soy?» . La respuesta a esta pregunta se presenta más bien extensa. ¿Cómo podemos desvelar el misterio de nuestra propia identidad, el significado y fin de nuestra existencia en estos breves y fugaces años de la vida en la tierra?
San Juan Pablo II responde con unas palabras que resonarán a lo largo del tiempo: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente».
La búsqueda del amor es lo que nos incentiva continuamente durante la vida. San Juan Pablo II afirma contundentemente: «El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano». El papa Benedicto XVI reitera esta verdad fundamental: «La naturaleza humana, en su esencia más profunda, consiste en amar. En definitiva, a cada ser humano se le encomienda una sola tarea: aprender a querer, a amar de modo sincero, auténtico y gratuito».
A la luz de esta respuesta a la más básica de las preguntas, «¿quién soy?» le sucede inmediatamente una segunda cuestión: ¿qué es amar? Si la clave de nuestra misma existencia consiste en amar –es decir, en encontrar, experimentar y hacer nuestro el amor– necesitamos seguramente descubrir la esencia, el núcleo íntimo del amor. ¿No sería la más grande de las tragedias llegar al final de la vida, pensando que hemos gastado nuestro tiempo amando, para caer al final en la cuenta de que solo hemos dado la vida por una quimera del amor auténtico?
Entonces, ¿qué es amar? ¿Qué es esa misteriosa realidad, «la energía principal que mueve al alma humana»?
Hay una forma de amor en esta vida terrena que es el princeps analogatum para todas las demás formas de amor. Este primer referente nos permite atisbar las profundidades del amor, la verdad recóndita del amor, la trascendente vastedad del amor. Se trata precisamente del amor entre el hombre y la mujer, entre el esposo y la esposa. No cabe duda de que es así, porque Dios mismo da inicio a la Sagrada Escritura con el amor de nuestros primeros padres en el libro del Génesis y la concluye en el libro del Apocalipsis con las bodas del Cordero.
Sin embargo, la cuestión no termina aquí. ¿El amor entre un hombre y una mujer consiste en la llama de la atracción natural y sexual que se enciende con tanta facilidad? ¿Hemos dado entonces con el verdadero núcleo del amor? Esta atracción natural establece uno de las bases para la relación de amor, pero está tan centrada en el interés sexual y es tan fugaz como para fundar el amor en su más profunda esencia.
En un nivel superior de la persona humana encontramos el amor como emoción. El amor sentimental, la experiencia de enamorarse, ha sido uno de los temas literarios desde que existe la memoria indeleble del lenguaje escrito. Y, con todo, este noble sentimiento –en que el hombre se presenta como un caballero revestido del brillo de su armadura y la mujer como una dama en peligro, esperando ser rescatada– no es el núcleo íntimo del amor. Una vez más, las emociones son tan pasajeras como para que sostengan el amor, que, si es auténtico, tiende a prolongarse por toda la vida.
Hay también un peligro camuflado en el amor sentimental. La persona corre el riesgo de enamorarse de una visión romántica e idealizada de su amado, en vez de enamorarse de la persona real, con todas sus cualidades, debilidades y tropiezos. Cuando la burbuja del romance que oculta la realidad de la otra persona revienta, como suele suceder de manera inevitable, se pueden cernir la frustración o incluso el odio.
Entonces ¿a dónde debemos encaminarnos para hallar el amor auténtico entre un hombre y una mujer? Debemos levantar nuestra mirada hacia lo alto: hacia el horizonte de la persona como ser espiritual, dotado de inteligencia y voluntad. Solo a partir de este horizonte es posible amar de verdad y con autenticidad. ¿Por qué? Porque: «Lo que es esencial en el amor es la afirmación del valor de la persona; basándose en esta afirmación, la voluntad del sujeto que ama tiende al verdadero bien de la persona amada, a su bien integral y absoluto que se identifica con la felicidad».
Aquí es donde encontramos el verdadero núcleo del amor. El amor auténtico está no tanto en recibir del amado, sino en dar a la persona que uno ama. El amor en su más entrañable esencia es un don. San Juan Pablo II lo afirma enfáticamente en su teología del cuerpo:
Se puede decir que, creados por el Amor, es decir, dotados en su ser de masculinidad y feminidad, ambos están «desnudos» [nuestros primeros padres] porque son libres con la misma libertad del don. Esta libertad está precisamente en la base del significado esponsal del cuerpo. El cuerpo humano, con su sexo y su masculinidad y feminidad, contemplado en el misterio mismo de la creación, no sólo es manantial de fecundidad y de procreación, como en todo el orden natural, sino que contiene desde el «principio» el atributo «esponsal», es decir, la capacidad de expresar el amor: precisamente ese amor en el que el hombre-persona se convierte en don y —mediante este don— realiza el sentido mismo de su ser y existir.
Por lo tanto, si el amor es el don de toda nuestra persona, del cuerpo y del espíritu, ¿cómo crecemos en la capacidad de “ejercer” ese don con mayor libertad, que resulta en una mayor alegría? Hay dos caminos. El primero es viviendo la virtud de la castidad. Dado que no podemos dar lo que no nos pertenece, y es precisamente a través de la castidad que nos poseemos a nosotros mismos con el fin de darnos como don en el amor. Y el segundo es estando dispuestos a sufrir. La entrega total de nosotros mismos a otro es siempre costosa, cuando no se buscan recompensas.
En Salvifici Doloris san Juan Pablo II canta un himno al poder transformador del sufrimiento humano en nuestras vidas:
A través de los siglos y generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente al hombre a Cristo, una gracia especial. A ella deben su profunda conversión muchos santos, como por ejemplo San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, etc. Fruto de esta conversión es no sólo el hecho de que el hombre descubre el sentido salvífico del sufrimiento, sino sobre todo que en el sufrimiento llega a ser un hombre completamente nuevo. Halla como una nueva dimensión de toda su vida y de su vocación.
El auto-vaciamiento de Cristo en su Encarnación es el ejemplo supremo de una completa y radical entrega de sí mismo, que tiene la capacidad de convertirnos en don de nosotros en el amor.
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