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¿Qué es la ley natural?
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¿Qué es la ley natural?

       No sería de extrañar que muchas veces hayas escuchado la palabra ley y la palabra libertad. Tengo suficientes elementos para temer que no te hayan presentado ni de una ni de otra el verdadero concepto.

         Hoy en día se exalta mucho la libertad, sin hacer las aclaraciones que corresponden; y no se habla de la ley sino en un sentido empobrecido; y probablemente la mayoría de nuestros contemporáneos se formen una idea de estos dos conceptos como el de dos pugilistas que se dan tortazos sobre el ring de nuestra conciencia. Si yo quiero ser libre, la ley me frena; si intento imponer la ley, confino mi libertad o la de mis semejantes. Con una idea así no tendrán mucho futuro los que quieran hablarme de los mandamientos de Dios. ¡Y qué pensarás de mí si te vengo a decir que los mandamientos de Dios te liberan y te abren horizontes desconocidos! ¿Me creerás o pensarás que hablo como un cura que viene a imponerte mojigaterías?

         Y sin embargo, quisiera llamar tu atención sobre este punto, porque si no comprendes la potencia liberadora de los mandamientos y de la ley (natural y divina) te aseguro que no te están desatando ninguna cadena sino que te están robando las piernas con las que camina tu verdadera libertad.

         Antes de proseguir, quiero aclarar un punto para que no nos confundamos. Hablaré indistintamente (para simplificar las cosas) de los mandamientos de Dios (o decálogo, o sea diez palabras o leyes) y de la ley natural, como si fueran la misma cosa. No lo son, pero coinciden sustancialmente. La ley natural es la ley que está grabada en nuestro corazón, desde el momento en que hemos sido creados (todo ser la lleva grabada en su naturaleza). El decálogo ha sido revelado por Dios en varias oportunidades; la más solemne fue la revelación de Dios a Moisés sobre el monte Sinaí; pero más veces aún lo repite nuestro Señor en los Evangelios. En realidad el decálogo es una expresión privilegiada de la “ley natural”. Como la sustancia de los mandamientos pertenece a la ley natural, se puede decir que, si bien han sido revelados, son realmente cognoscibles por nuestra razón, y, al revelarlos, Dios no hizo otra cosa que recordarlos (añadiendo indudablemente algunas precisiones o aplicaciones estrictamente reveladas). San Ireneo de Lyon decía: “Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo”[1]. La humanidad pecadora necesitaba esta revelación; lo dice San Buenaventura: “En el estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la luz de la razón y de la desviación de la voluntad”[2]. Por esto, conocemos los mandamientos de la ley de Dios por la revelación divina que nos es propuesta en la Iglesia, y por la voz de la conciencia moral.

         Si comparamos los Diez Mandamientos de la Ley Antigua, los de la Ley de Cristo y la ley natural veríamos esta correlación:

Deuteronomio 5, 6-21 Ley de Cristo Ley Natural
Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha sacado de Egipto, de la servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mi… Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (Mt 22,7).

Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a Él darás culto (Mt 4,10).

Amarás a Dios  sobre todas las cosas.
No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios Se dijo a los antiguos: ‘No perjurarás’… Pues yo os digo que no juréis en modo alguno (Mt 5.33-34). No tomarás el nombre de Dios en vano.
Guardarás el día del sábado para santificarlo. El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el Hijo del hombre también es Señor del sábado (Mc 2,27-28). Santificarás las fiestas.

Honra a tu padre y a tu madre.

Moisés ha dicho: Honra a tu padre y a tu madre, y el que maldiga a su padre o a su madre es reo de muerte (Mc 7,10).

Honrarás a tu padre y a tu madre.

No matarás. Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás’; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal (Mt 5,21-22). No matarás.
No cometerás adulterio. Habéis oído que se dijo: ‘No cometerás adulterio’. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5,27-28). No cometerás actos impuros.
No robarás. No robarás (Mt 19,18). No robarás.

No dirás testimonio falso contra tu     Se dijo a los antepasados: No perjurarás, sino  No dirás falso testimonio
Prójimo                                                     que cumplirás al Señor tus juramentos (Mt           ni mentirás
                                                                    5,33)

 

No desearás la mujer de tu prójimo.

 

El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5,28).

 

No consentirás pensamientos

ni deseos impuros.

 

No codiciarás… nada que sea de tu Prójimo. Donde está tu tesoro allí estará tu corazón (Mt 6,21). No codiciarás los bienes ajenos.

 

         Como vemos, los preceptos contenidos en la ley natural, que todo hombre puede descubrir con su inteligencia, han sido también revelados por Dios en el Antiguo Testamento y en el Nuevo. Y, como explicaremos a continuación, la ley natural proviene de Dios y es en tal sentido “divina”, por eso hablaremos indistintamente de los mandamientos divinos refiriéndonos a ambas cosas.

  1. ¿Qué es eso de una ley natural?

         En su discurso a la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 6 de febrero de 2004, el Papa Juan Pablo II señaló de modo muy claro lo siguiente: “Otro argumento importante y urgente que quisiera someter a vuestra atención es el de la ley moral natural. Esta ley pertenece al gran patrimonio de la sabiduría humana, que la Revelación, con su luz, ha contribuido a purificar y desarrollar ulteriormente. La ley natural, accesible de por sí a toda criatura racional, indica las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral. Basándose en esta ley, se puede construir una plataforma de valores compartidos, sobre los que se puede desarrollar un diálogo constructivo con todos los hombres y mujeres de buena voluntad y, más en general, con la sociedad secular. Como consecuencia de la crisis de la metafísica, en muchos ambientes ya no se reconoce el que haya una verdad grabada en el corazón de todo ser humano. Asistimos por una parte a la difusión entre los creyentes de una moral de carácter fideísta, y por otra parte, falta una referencia objetiva para las legislaciones que a menudo se basan solamente en el consenso social, haciendo cada vez más difícil el que se pueda llegar a un fundamento ético común a toda la humanidad”[3].

  1. a) Existe una ley llamada “natural”

         La existencia de una ley natural es postulada por la misma razón. Si aceptamos la existencia de Dios y la creación de todo cuanto existe por parte de Dios, debemos aceptar la existencia de un plan eterno de Dios sobre la creación; como consecuencia se sigue la existencia de cierta correlación en las creaturas mismas, pues toda regla y medida se encuentra de un modo en el que regula y de otro en el que es regulado. Esto se ve reforzado por la convicción universal (incluidos los pueblos paganos) de un deber moral y de la posibilidad del conocimiento y discernimiento del bien y del mal; también lo vemos considerando el absurdo a que llevaría la negación de una ley de la naturaleza: todas las opiniones morales sería admisibles, por tanto, los vicios podrían ser virtudes y las virtudes vicios, según las diversas concepciones arbitrarias de los hombres. Para un creyente, a estos argumentos se suma el testimonio de la Revelación.

         Por eso se dice que la ley natural es la misma ley eterna participada en los seres dotados de razón[4], o, como suele definírsela: una participación de la ley eterna en la creatura racional[5]. Con gran acierto se ha hablado de una “teonomía participada”, decir, el ordenamiento divino de la crea­tu­ra racional hacia su fin último, grabado en la naturaleza humana y percibido por la luz de la razón[6].

         Esta ley está presente en todos los seres. Sin embargo, en el hombre tiene algo particular. Las creaturas irracionales se manejan por instintos ciegos; buscan los bienes que los perfeccionan, pero sin entender que son bienes ni que los están buscando; simplemente buscan. No tienen conciencia de buscar; son arrastrados. Se defienden cuando los atacan porque aman instintivamente su vida y no la quieren perder; pero no entienden lo que es la vida. Se aparean y procrean y luego alimentan y defienden a sus crías porque aman ciegamente el bien de la especie, aunque no entiendan lo que es el amor sensible que sienten ni lo que es la especie (por eso, cuando sus cachorros ya no los necesitan más, se olvidan de ellos). Viven en manada porque se deleitan en convivir con los de su propia especie, pero no entienden lo que eso significa. Gozan de estar juntos, pero no hacen amistad. Los instintos son los hilos invisibles que los hacen moverse en el escenario del mundo como las marionetas de un infantil teatro de juguete.

         Hay con el hombre una distancia abismal. También él lleva grabado en su ser el Plan de Dios. Pero los suyos no son instintos ciegos. Recibe también de Dios la luz de la razón que le permite descubrir y leer ese Plan, y la libertad para ejecutarlo. En esto consiste su prerrogativa. Dios lo manda al gran teatro del mundo con un libreto lleno de sabiduría y con ojos espirituales para leer y comprender, para amar ese plan y para ejecutarlo. Esa es la ley natural: “En lo profundo de su conciencia –afirma el Concilio Vaticano II–, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado (cf. Rom 2, 14-16)”[7].  Este “código está inscrito en la conciencia moral de la humanidad, de tal manera que quienes no conocen los mandamientos, esto es, la ley revelada por Dios, son para sí mismos Ley (Rom 2,14) Así lo escribe San Pablo en la carta a los Romanos; y añade a continuación: Con esto muestran que los preceptos de la Ley están inscritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia (Rom 2,15)”[8].

         Se trata, por tanto, de una ley divina, porque ha sido querida y promulgada directamente por Dios; se llama natural no en contraposición a la ley sobrenatural, sino por oposición a la ley positiva (divina o humana). Su nombre propio es “ley divina natural”.

         ¿Por qué se la llama natural? Ante todo, porque no impone sino cosas que están al alcance de la naturaleza humana razonable, mandadas porque son buenas en sí mismas (la veracidad, el amor de Dios), o prohibidas porque son malas en sí mismas (como la blasfemia, la mentira). Además, porque es conocida por la luz interior de nuestra razón, indepen­dientemente de toda ciencia adquirida, de toda ley positiva e incluso de toda revelación (aunque Dios, en su misericordia también nos la revele). Tal luz nos permite distin­guir entre el bien y el mal por comparación de nuestras in­clina­ciones hacia sus fines propios. Es por eso que, a través de ella puede establecerse el fundamento para determinar la moralidad objetiva universal de las acciones humanas.

         Que tenemos esta ley grabada en el corazón significa que nuestra razón es capaz de leer en su propia naturaleza el fin para el que existe (fin que es su verdadera perfección y felicidad) y puede descubrir que, en relación con este fin, todos los demás seres no son sino medios por los que se llega al fin. En el momento en que cada ser humano, llegan­do al uso de su razón, reconoce que tiene un fin último y una causa eficiente de la que siempre depen­de, se da como la promulgación individual o subjetiva que aplica a cada uno dicha ley[9].

  1. b) ¿Cuál es el contenido de esa ley (es decir, qué es lo que manda)?[10]

          Analizando nuestra naturaleza y las inclinaciones naturales o espontáneas que descubrimos en nuestro interior, podemos llegar a formular las cosas que la ley natural nos manda o nos prohíbe. Se trata más bien de una especie de “lectura” que hacemos en nuestra naturaleza.

         Ante todo, descubrimos un mandamiento fundamental. La primera cosa que captamos en el orden práctico es la noción de “bien”: el bien se presenta como aquello que todos los seres apetecen. De aquí nuestra razón capta un primer precepto: se debe obrar el bien y hay que evitar el  mal. A veces reviste otras formulaciones (por ejemplo, “observa el orden del ser”, “cumple siempre tu deber”, etc.), pero éstas no son más que formulaciones derivadas o equivalentes de aquel primer principio, sobre el cual se fundan todos los demás. No debemos reducir esta percepción de que hay que hacer el bien y hay que evitar el mal en el sentido que le daba Kant (para él esto tiene sólo el sentido de una simple obligación de la que no podemos escaparnos); en realidad es infinitamente más rico que esto; lo que nuestra inteligencia capta al percibir el bien es la atracción que éste ejerce sobre todo ser; entendamos, pues, esto en el sentido de que el bien es lo que realmente nos atrae –con fuerza irresistible, como el amor– y el mal nos causa auténtica y raigal repulsa.

         Las conclusiones inmediatas. Al decir que nuestra naturaleza se inclina hacia bien y huye del mal, estamos todavía diciendo cosas muy generales; ¿cuál bien, qué mal? Nuestra razón, analizando las inclinaciones propias de nuestra naturaleza podrá a continuación concretar cuál es ese bien (o esos bienes) que nos atraen con su fuerza irresistible (porque en ellos está nuestra perfección) y de aquí podrá expresar en forma de preceptos o mandamientos, los primeros preceptos de la ley natural, llamados también conclusiones inmediatas por ser las conclusiones a las que llega a partir del primer precepto. Ya Santo Tomás descubría en nuestra naturaleza tres tendencias fundamentales del hombre: la que nos corresponde como sustancias (género remoto del ser humano), la que nos corresponde como animales (género próximo) y la que nos corresponde como seres racionales (que es nuestra diferencia específica con el resto del género animal); y esta última, a su vez revela dos facetas complementarias, pues vemos que hay bienes que nos perfeccionarán en el espíritu, mientras que otros nos perfeccionan socialmente[11]. Veamos cada una de ellas:

         La primera inclinación es la inclinación a conservarnos en el ser (el ser, el existir, es el primer bien que nos perfecciona y por eso lo apetecemos). Esta inclinación la tenemos en común con todos los seres y produce en nosotros el deseo de vivir. Esta inclinación natural funda, por ejemplo, el derecho de legítima defensa y, correlativamente la prohibición del asesinato del inocente (el ser es mi perfección, por tanto tengo derecho a que no me lo quiten injustamente; y estoy obligado a hacer yo lo mismo con mis semejantes). Esta inclinación es también la fuente del amor espontáneo y natural de sí mismo; forma en nosotros el amor hacia los bienes naturales, como la vida y la salud; nos inclina a buscar todo lo que es útil para nuestra subsistencia: el alimento, el vestido, la habitación; nos inclina a la acción y también al necesario reposo. Esta inclinación se desarrolla y fortifica por medio de algunas virtudes naturales, de modo particular la esperanza y la fortaleza.

         La segunda inclinación es la inclinación sexual y familiar. Se trata de la inclinación propia de nuestra dimensión animal, y por esta inclinación tendemos a perpetuar nuestra especie. No se trata de una simple inclinación al sexo sino más exactamente es una tendencia al amor entre el hombre y la mujer y a la afección entre los padres y los hijos. Funda el derecho al matrimonio así como el deber de asumir responsablemente las obligaciones conexas y complementarias: el don de la transmisión de la vida, el mutuo sostén, la educación de los hijos que son fruto de esta inclinación, el deber de respetar el matrimonio ajeno. Del análisis de esta inclinación pueden colegirse las falsas formas de sexualidad: la homosexualidad, el autoerotismo (masturbación), la heterosexualidad deliberadamente infecunda (anticoncepción), la heterosexualidad inestable (concubinato y fornicación, incluidas las relaciones prematrimoniales). Esta inclinación es perfeccionada naturalmente por la virtud de la castidad que asegura el señorío sobre la propia sexualidad en vista del crecimiento natural, espiritual y familiar.

         La tercera inclinación es la inclinación al conocimiento de la verdad. Nace de nuestra naturaleza espiritual, y se traduce en una espontáneo instinto de búsqueda de la verdad. Es tan natural al hombre que es como constitutiva de su inteligencia; por eso nadie le enseña a un niño a preguntar el porqué de las cosas, y sin embargo, todos los niños, ni bien empiezan a usar su inteligencia quieren conocer todo y quieren que se les explique todo; a veces los vemos como máquinas de preguntar; más exactamente son devoradores de la verdad. El amor de la verdad es el deseo más propiamente humano y está en el origen de toda ciencia. Esta inclinación funda el derecho natural de cada hombre a recibir lo que le es necesario para desarrollar su inteligencia, es decir, el derecho a la instrucción. Pero, por otro lado, también impone el deber fundamental de buscar la verdad y de cultivar la inteligencia, especialmente en el dominio de la moral y de la verdad fundamental que es la verdad sobre Dios[12].

         Esta misma tercera inclinación espiritual tiene otra meta, que es la inclinación a vivir en sociedad. Ya Aristóteles calificaba al hombre como animal social y político. Esta inclinación se basa tanto en motivos de orden material (la imposibilidad del individuo para subsistir por sí solo) cuanto en razones espirituales (la inclinación y necesidad de la amistad, del afecto y del amor humano). Esta inclinación fundamenta todos los derechos sociales y pone límites a una libertad concebida arbitrariamente; así por ejemplo, de esta inclinación puede establecerse la antinaturalidad de la mentira, del robo, de la injusta distribución de los bienes naturales, etc. La virtud de la justicia perfecciona y salvaguarda correctamente esta natural inclinación del hombre.

         Los preceptos segundos de la ley natural. Junto al precepto fundamental de la ley natural y a los primeros preceptos de la ley natural, nuestra razón, trabajando ya de modo más fino, descubre otros fines que nos perfeccionan pero que no tienen ya la evidencia inmediata de los anteriores, sino que son fruto de un razonamiento generalmente científico[13]. Estos constituyen lo que algunos llaman con diversos nombres: derecho natural aplicado, o especial, o segundo, o derivado. Por ejemplo, pertenece a este nivel de principios la ilicitud de la venganza privada, la indisolubilidad del matrimonio[14], etc.

  1. c) ¿Cómo es esa ley natural?

         Esta ley natural tiene varias características, las más importantes de las cuales son tres: es universal, inmutable e indis­pen­sable.

         Universalidad. La ley natural es válida para todos los hombres[15]. Niegan esta verdad todos los que defienden algún modo de relativismo cultural o geográfico (o sea, los que sostienen que los principios morales o éticos dependen exclusivamente de cada cultura o cada región; así los que dicen que no tiene el mismo valor moral en homicidio o el adulterio en nuestra cultura occidental que entre los hotentotes). En el fondo estos relativismos confunden el valor objetivo de la ley natural con su posible desconocimiento por parte de algunos hombres. La ley natural es válida para todo ser humano porque se deduce, como ya hemos indicado, a partir de las inclinaciones naturales del hombre. Habiendo unidad esencial en el género humano, los preceptos han de ser necesariamente universales. El hombre, con las estructuras fundamentales de su naturaleza, es la medida, condición y base de toda cultura[16]. Sin embargo, otra cosa es que todos los hombres conozcan todos estos preceptos. En este sentido los filósofos y teólogos distinguen entre los distintos niveles de la ley diciendo que: sobre el precepto universalísimo no cabe ignorancia alguna por su intrínseca evidencia; sobre los primeros preceptos cabe la posibilidad de ignorar algunos, aunque no durante mucho tiempo; esto se agrava en la situación real del hombre caído (pero dicen que es imposible ignorarlos todos en conjunto); finalmente, sobre las conclusiones remotas caben mayores probabilidades de ignorancia inculpable, de oscurecimiento de la razón debido al pecado y de error en el procedimiento del razonamiento práctico. Digamos de paso que esto postula la necesidad moral de la gracia y la revelación para que las verdades religiosas y morales sean conocidas de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error[17].

         Inmutabilidad. La ley natural es también inmutable, es decir, que permanece a través de las variaciones de la historia; subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso[18]. Se opone a esta verdad el relativismo histórico o evolucionismo ético que sostiene que la moralidad está sujeta a un cambio constante (o sea, que una cosa es la moral en nuestro tiempo y otra la moral de los tiempos de Cristo; y otra será la moral del próximo siglo). Nuevamente estamos ante una confusión de planos. Podemos distinguir una inmutabilidad objetiva y una inmutabili­dad subjetiva. Objetivamente hablando la ley natural admite un cierto cambio cuantitativo en el sentido de que puede lograrse con el tiempo una mayor declaración de los preceptos contenidos en ella; pero esto no significa que verdadera cambie sino que los mandatos se van explicitando, concretando y conociendo más. Desde el punto de vista de los sujetos la ley natural es inmutable en cuanto no puede borrarse del corazón del hombre, del mismo modo que no puede éste perder su naturaleza.

         Indispensabilidad. La ley natural no admite excepciones. Santo Tomás aceptaba sólo la posibilidad de la dispensa realizada por el mismo Dios, en cuanto autor de la naturaleza, de algún precepto del derecho natural secundario cuando lo exige un bien mayor, ya que éste salvaguarda sólo los fines secundarios de la naturaleza. Tal es el caso, por ejemplo, de la permisión en el Antiguo Testamento de la poligamia y del divorcio[19]. Pero nunca hay excepción ni dispensa de ningún precepto primario[20]; por eso, las aparentes excepciones que admite la moral en los casos de hurto y homicidio no son verdaderas excepciones de la ley natural, sino auténticas interpretaciones que responden a la verdadera idea de la ley[21].

  1. Nuestra idea equivocada de los mandamientos

                   Dichosos los que guardan sus leyes…
                   ¡Ojalá mis caminos se aseguren
                   para observar tus preceptos!
                   …Enséñame tus mandamientos…

         Éstas son palabras de la Biblia, tomadas del Salmo 119, titulado “Elogio de la Ley divina”. No dejará de sorprender la lectura atenta de este Salmo a quien tenga de la ley una idea más bien gris. De hecho, ¿cuál es el concepto vulgar que tenemos de los mandamientos divinos? Podemos decir que la mayoría de los cristianos tienen de ellos el concepto de un “alambrado”. Es decir, pensamos que los mandamientos nos pondrían el “límite” de nuestro obrar; indicarían algo así como el mínimo tolerable: quien los traspasa “peca”. Son pues como un alambrado: “más allá no se puede ir”.

         Incluso muchas personas buenas piensan así; o así trabaja su subconsciente.

         Basta prestar atención a muchas preguntas que corrientemente debe escuchar el sacerdote. Los hombres de negocios preguntan: ¿cuál es el mínimo que uno tiene que declarar al pagar sus impuestos? Otros preguntan: ¿hasta qué hora se puede llegar tarde a Misa sin perder el precepto? ¿Vale si llegamos después de la predicación? ¿Y si llegamos después del Credo? A algunos novios se les escucha: ¿qué es lícito hacer a los novios durante el noviazgo? ¿cuáles tratos son pecado? ¿hasta dónde se puede llegar sin pecar?… ¡Y podríamos hacer una lista interminable!

         En el fondo, ¿qué pedimos? ¡Que nos indiquen el mínimo de la moral! O sea, regateamos con Dios; le pedimos un “descuento” en los mandamientos.

         Quienes piensan así, también suelen decir con el mayor desparpajo: “Yo no soy una persona mala. No digo que cumplo todos los mandamientos; pero cumplo la mayoría...”.

         ¿Qué idea se nos ha formado de la ley natural y de los mandamientos de Dios? Es como un alambrado de ocho hilos de púa que nos prohíbe pasarnos al campo del vecino… ¡el cual, por otra parte, siempre parece más verde que el nuestro! Pero ¿qué es lo que sucede cuando la vemos de esta manera? Lo mismo que les sucede a las vacas que están encerradas en un campo de pastos mustios, separadas por un alambrado de otro campo de atrayente verdura y olorosa fragancia: se pasan el día pegaditas al alambre, mordisqueando las matitas de alfalfa que se cuelan entre los hilos y mirando con lánguida ilusión la pradera vecina.

         Algo semejante ocurre con los cristianos que ven así los mandamientos: se pasan la vida coqueteando con el pecado y envidiando a los que sin escrúpulos viven libertinamente. A estos Pemán les recuerda:

                  ¡Qué mal equilibrio es
                   este andar pies tras pies
                   por la orilla de un volcán!

 

         Este modo de entender la ley y los mandamientos es ajeno a nuestra fe; o mejor dicho, es opuesto. Empezó con la idea que difundió un mal fraile llamado Guillermo de Ockam, quien pensaba que Dios nos manda cosas con cierta arbitrariedad. Ockam reconocía que para salvarnos tenemos que cumplir lo que Dios nos manda; pero también decía que Dios podría perfectamente cambiar de opinión y mandarnos lo contrario de lo que nos manda ahora, y hacer que lo que ahora es vicio pase a ser virtud, y lo que ahora es virtud se califique como vicioso. Llegó a decir que si Dios en lugar de mandar que lo amemos sobre todas las cosas preceptuase que le tengamos odio, ¡el odio a Dios sería virtuoso y obligatorio![22]. Ockam fundó el voluntarismo puro que afirma que es la voluntad la que determina el bien y el mal, independientemente de la inteligencia. Hace ya varios siglos que venimos pagando el pato de su equívoco: todos los que creen que una mala acción (como la anticoncepción, la esterilización o el aborto) es lícita porque la ley lo permite, son hijos legítimos de Ockam, como son retoños suyos los que en la Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1997, dijeron: “Hay que elaborar una nueva ética para un mundo nuevo, un nuevo código universal de conducta: reemplazar los diez mandamientos por los dieciocho principios de esta carta”. Y los dieciocho principios de esa carta no hacían otra cosa que afirmar la licitud de la anticoncepción y el aborto, el derecho a la esterilización, el derecho de los homosexuales y lesbianas a casarse y adoptar niños, el derecho a repartir anticonceptivos a los menores de edad, etc.[23].

         Las cosas son muy distintas, y debemos tenerlo muy claro en nuestra cabeza (y ésta hay que conservarla fría). Los mandamientos divinos, así como la ley natural en la que están contenidos, no sólo emanan de la Voluntad divina, sino fundamentalmente de su Inteligencia. Como enseña la Escritura, la Tradición, el Magisterio, la Teología y el sentido común que Ockam se olvidó de consultar: la ley divina es el plan de la Sabiduría de Dios. Por eso el Salmo 107, mencionando la actitud de los pecadores dice: Se rebelaron contra los mandamientos, despreciando el Plan del Altísimo (Sal 107,6). Éste es el Plan según el cual ha creado todo el universo y lo dirige y cuida. Plan según el cual ha hecho todas las cosas de una manera determinada. Como dice la Escritura: Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso (Sb 11,20).

         Cada naturaleza determinada sólo puede ser perfeccionada por bienes determinados, como en cada cerradura sólo entra una llave; si meto la llave equivocada rompo la cerradura. Por esta razón en cada ser del universo, incluido el hombre, encontramos inclinaciones naturales hacia los bienes que las perfeccionan. Buscar esos bienes, por tanto, no es sólo una obligación, es un “deseo”, una “tendencia” de la naturaleza y una “vocación”. Porque el bien atrae aquello para lo cual es bien.

         Ya dijimos que esa ley se condensa en lo expresado por los Diez Mandamientos; por tanto, los mandamientos no hacen sino indicarnos los “bienes” que nos perfeccionan y nos ayudan a precavernos de los males que nos degradan y rebajan arruinando nuestra naturaleza. También dijimos que esos mandamientos están grabados en nuestra naturaleza y también han sido revelados; ¿por qué? Porque con el pecado, el hombre perdió su norte moral y religioso y trajo sobre su conciencia el embotamiento. Se quedó con el libreto, pero se tornó miope para leerlo; parece un corto de vista intentando leer a media luz. Por este motivo, cuando Moisés bajó del Monte Sinaí donde Dios le reveló su ley, traía en realidad la misericordia de Dios esculpida en dos tablas de piedra. Dios repitió para el hombre sordo y ciego los mandamientos divinos. A su vez, Jesucristo, al fundar la Nueva Ley, interiorizó y elevó por la gracia esa misma ley repitiendo varias veces la necesidad de observar los mandamientos de Dios. En el Sermón de la Montaña, Jesús reveló o develó el sentido originario de los Diez Mandamientos, mostrando todas sus exigencias y dándoles pleno cumplimiento. De este modo, Jesucristo develó el designio primordial de Dios sobre el hombre. Se cumple así lo que dice el Salmo: Todos tus mandamientos son verdad (Sal 119,86). La verdad sobre el hombre.

         La Ley divina es, pues, un faro, una luz espléndida que va iluminando nuestro camino.

         ¿Cómo el joven guardará puro su camino?
         Observando tu palabra
(Sal 119,9).

         Guardar “puro” el camino es guardarlo seguro… ¿Qué mejor educación puede haber que hacer “entender” la sabiduría escondida en los mandamientos de Dios? No basta con saberlos: hay que entenderlos.

         En tus ordenanzas quiero meditar

         y mirar tus caminos (Sal 119,15).

         Abre mis ojos para que contemple… (119,18).

         Tus mandamientos no me ocultes (119,19).

         Hazme entender, para guardar tu Ley

         y observarla de todo corazón (119,34).

         ¿Qué significa “conocer” los mandamientos? Tres cosas: primero, saberlos; segundo, conocerlos interiormente; tercero, entender su íntima e indisoluble conexión.

         Lo primero es lo más fácil. La mayoría de los cristianos han aprendido en su catecismo, o en su familia, cuáles son los diez mandamientos de la ley de Dios (aunque no todos, para vergüenza de los cristianos y de los sacerdotes que los deben enseñar). Pero para conocerlos bien hay que meditarlos en el corazón:

         Con mis labios he contado
         todos las sentencias de tu boca.

         En el camino de tus dictámenes me regocijo
         más que en toda riqueza.

         En tus ordenanzas quiero meditar
         y mirar a tus caminos.

         En tus preceptos tengo mis delicias,
         no olvido tu palabra
(Sal 119,13-16).

         ¡Oh, cuánto amo tu ley!

         Todo el día la estoy meditando (Sal 119,97).

         Lo segundo significa comprender el valor de cada mandamiento, es decir, todo su contenido. Hay que reconocer que no todos saben todo lo que cada mandamiento implica. Por ejemplo, no todos saben que cada mandamiento incluye un aspecto positivo (un bien que hay que procurar o defender) y un aspecto negativo (prohíben los actos que ponen en peligro esos bienes). Los mandamientos tutelan, es decir, protegen, defienden y promueven los bienes fundamentales de la persona. Los bienes sin los cuales, una persona no puede ni madurar, ni perfeccionarse, ni ser feliz. Así, por ejemplo:

         El primer mandamiento (Amarás al Señor sobre todas las cosas) abarca todas nuestras relaciones teologales con Dios, ordena nuestros actos de fe, esperanza y caridad; y también nos ejercita en la virtud de la religión con los actos de adoración, oración, sacrificios, etc. Nos preserva de todas las perversiones religiosas que amenazan al hombre: la superstición, la idolatría, la irreligión, el ateísmo, el agnosticismo.

         El segundo mandamiento (No tomar el Nombre de Dios en vano) engendra en nosotros el respeto por Dios y por todo lo sagrado, nos da un auténtico sentido de la religión, y suscita la alabanza de Dios en nuestros labios.

         El tercer mandamiento (Santificar las fiestas) nos hace aprender a dedicar nuestra vida a Dios, y también nos enseña a saber descansar y cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa.

         El cuarto mandamiento (Honrar a los padres) nos conquista las virtudes familiares y sociales: el respeto entre padres, hijos y hermanos, hace de toda familia una “iglesia doméstica”, y humaniza y cristianiza toda la sociedad.

         El quinto mandamiento (No matarás) nos enseña a respetar y valorar el don de la vida y la dignidad de toda persona humana, garantiza la paz en la sociedad y en el mundo.

         El sexto mandamiento (No cometer actos impuros) educa en la virtud de la castidad y en el dominio de las emociones, y por tanto, garantiza la verdadera libertad humana liberándonos de la esclavitud de las pasiones desordenadas. Hace brillar la castidad en todos sus regímenes: en la virginidad consagrada, en el noviazgo, en el matrimonio. Garantiza la fidelidad entre los esposos.

         El séptimo mandamiento (No robarás) ordena nuestras relaciones con los bienes materiales. Nos ayuda a ser respetuosos de los bienes, a despegarnos de ellos, a ser generosos con lo que tenemos, a ser justos en nuestra vida laboral y económica, nos enseña a amar y ayudar a los más pobres.

         El octavo mandamiento (No dar falso testimonio ni mentir) nos hace amar la verdad y vivir en la verdad. Garantiza la honradez y la franqueza entre los hombres. Es prenda de verdadera amistad.

         El noveno mandamiento (No desear la mujer ajena) lleva la castidad y la pureza al campo de los pensamientos y deseos, nos hace puros de corazón y verdaderamente libres.

         El décimo  mandamiento (No codiciar los bienes del prójimo) ordena nuestro corazón hacia los bienes terrenos y nos libra de la tiranía de la codicia y de la avaricia y nos quita la tristeza que todo apego produce.

         Se comprende así que el libro de los Hechos de los Apóstoles, llame a los mandamientos Palabras de vida (Hch 7,38).

         Educar según los mandamientos significa, según mi punto de vista, hacer entender cuáles son los bienes a los que nos conducen los mandamientos, hacerlos valorar como bienes, es decir, presentarlos como “amables”, y hacer comprender por qué es necesario amarlos y practicarlos. También significa hacer entender que no sólo “hay que hacerlos porque Dios los manda”, sino que “Dios los manda porque en ellos está nuestro bien y nuestra felicidad”. Antes que mostrar su Autoridad, Dios muestra su infinita Bondad al iluminar de esta manera nuestro camino hacia la felicidad.

         Debemos convencernos que jamás seremos felices si no vivimos estos bienes en nuestra vida. No solamente porque si no cumplimos los mandamientos no podremos salvarnos, sino también porque seremos unos infelices incluso en esta vida terrena; es decir, no pasaremos de ser mediocres.

         Los mandamientos, pues, no son un alambrado que nos limita y castiga, prohibiéndonos cruzar al campo feliz. Por el contrario, son un Faro Sobrenatural que nos conduce por el camino seguro en medio de las tormentas de la vida. Son guías luminosas en nuestro itinerario de perfección. Recordemos lo que dice el Salmo:

         La ley de Yahveh es perfecta,
         consuelo del alma,
         el dictamen de Yahveh, veraz,
         sabiduría del sencillo.

         Los preceptos de Yahveh son rectos,
         gozo del corazón;
         el mandamiento de Yahveh es claro,
         luz de los ojos…

         Los juicios de Yahveh son verdad
         justos todos ellos,
         apetecibles más que el oro,
         más que el oro más fino;
         sus palabras más dulces que la miel,
         más que el jugo de panales
(Sal 19,8-9. 10b-11).

         Tu palabra es una antorcha para mis pies,
         una luz en mi sendero
(Sal 119,105).

 

  1. Los mandamientos y nuestra madurez

         Si alguna vez escuchas que una persona madura no se deja manejar por nada ni por nadie y que, por eso, es inmadurez “atarse” a cualquier ley o a cualquier mandamiento, ¡no te tragues esa píldora! Me animo a decirte que la realidad es tan distinta de este slogan que llega a ser precisamente lo contrario. Porque, si has entendido lo que hemos dicho hasta aquí, comprenderás que todo proceso de auténtica maduración pasa por hacer carne lo que los mandamientos preceptúan. La inmadurez afectiva, psicológica y espiritual, siempre hunde sus raíces en la incomprensión de uno o más de uno de los mandamientos y, por tanto, en la ausencia de los bienes que ellos nos exigen mantener firmes en nuestra vida. Preguntemos, si no, a cualquier psiquiatra o psicólogo, cuáles son los tipos de inmadurez y nos responderá que corresponden a las personas que son incapaces de llevar adelante una vida familiar, o son incapaces de vivir la castidad propia de su estado, o aquellos que son inestables en sus compromisos, los que mezclan siempre la verdad con la mentira, los que son dependientes de cosas superfluas, los que no encuentran sentido a la vida, los que son incapaces de perdonar los ultrajes, los resentidos, los irremediablemente superfluos, etc. A todos estos le falta algún bien que podrían alcanzar si respetasen los mandamientos divinos.

         ¡Qué buen programa de educación para los padres, maestros, catequistas y sacerdotes, es el ayudar a comprender la Sabiduría de los mandamientos de Dios!

         No me refiero sólo a que deberían enseñar cuáles son los mandamientos, sino a que deberían enseñar a vivirlos. A veces me preguntan: ¿qué cosas debemos tener en cuenta para formar a nuestros hijos, o a nuestros alumnos, o a nuestros dirigidos en el camino de la madurez o de la perfección? Pues hay que empezar por mirar a qué apuntan los mandamientos de Dios. Por ahí empezó Jesucristo. Al joven rico que se le acercó preguntándole: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?»…. Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». «¿Cuáles?» –le dice él. Y Jesús dijo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mt 19,16-19). Los mandamientos, al inclinarnos sobre los bienes fundamentales se convierten en condiciones para adquirir las virtudes. Y sólo el hombre virtuoso es hombre en sentido auténtico, pleno y maduro.

         Sin embargo, debo insistir en un tercer elemento. Se trata del hecho, muchas veces insuficientemente comprendido, de que los mandamientos deben ser observados en todo su conjunto. Es decir, o se observan ¡todos! o el edificio se desmorona. Ningún vendedor de propiedades nos ofrecería una casa diciendo: “Yo le recomiendo esta casa: es muy amplia, tiene dos pisos, terraza, vista al mar, gas natural y teléfono; es verdad que tiene una grieta que ya partió los cimientos y alguna de las vigas… pero no deja de ser muy cómoda”. ¡Todo derrumbe comienza por una grieta!

         ¿Qué pensar entonces cuando alguien nos dice que él es bueno porque no roba ni mata? A uno le dan ganas de decirle: ¡Seguí, te faltan sólo ocho cosas más!

         El Papa Juan Pablo II lo ha dicho claramente haciendo referencia a los actuales crímenes contra la vida: “El conjunto de la Ley es, pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del hombre. Esto explica lo difícil que es mantenerse fiel al no matarás cuando no se observan las otras palabras de vida (Hch 7,38), relacionadas con este mandamiento. Fuera de este horizonte, el mandamiento acaba por convertirse en una simple obligación extrínseca, de la que muy pronto se querrán ver límites y se buscarán atenuaciones o excepciones”[24].

         Muchos que terminaron en auténticos desastres morales empezaron claudicando por algún mandamiento particular. Un pecado llama a otro pecado.

         Si no cumplimos todos los mandamientos, no debemos engañarnos creyendo que cumplimos la ley de Dios. Por eso hay que insistir con todas las fuerzas: los padres y educadores no pueden contentarse con que los niños y jóvenes eviten lo peor –que no se droguen o no cometan delitos– sino que deben educarlos en todos los valores de la persona. ¡Cuántos padres ven que sus hijos se inician en el alcoholismo o en la droga después de haberles hecho tantas recomendaciones de que no lo hicieran! Sí, hicieron muchas recomendaciones, pero sólo en un sentido: el de la droga o del alcohol. Pero descuidaron educarlos en la castidad, en el pudor, en el dominio de sí, en la prudencia sobrenatural, en la modestia, en evitar la frivolidad, en la oración. ¡No se puede hacer un gran hombre ni una gran mujer sólo con un par de virtudes!

         En el fondo debemos entender y hacer entender que hay una gigantesca verdad escondida en aquellas palabras de Cristo: El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama… Si alguno me ama, guardará mi Palabra… El que no me ama no guarda mis palabras (Jn 14-21-24). Digo “verdad escondida” porque muchos entienden esta frase de un modo que está bien, pero es incompleto. Piensan que Jesús está diciendo que el que quiere amarlo a Él acepta la condición de cumplir sus palabras o mandamientos. Pero Jesucristo también está diciendo que el mismo amor hacia Él los empujará a amar lo que contienen sus palabras o mandamientos. Para el que ama verdaderamente los mandamientos no son condiciones, u obligatorios, sino “atrayentes”; los mandamientos se les manifiestan como viae amoris, senderos del amor.

         Para el que ama a Dios con corazón puro, la castidad, el respeto, la veracidad, y los demás bienes contenidos en los mandamientos, lo atraen, lo encandilan, lo enamoran. Para el duro de alma, en cambio, cumplir todos estos bienes son sólo una dura carga que debe transportar si no quiere  condenarse. Esta segunda visión de los mandamientos es la que tenían muchos hombres antes de la encarnación del Verbo. La primera es la que tienen los que pertenecen en espíritu al Nuevo Testamento, porque la gracia infundida en los corazones nos inclina por amor a lo mismo que mandan los mandamientos. Por eso dice Jesús: Mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,30).

         Para el corazón duro y principiante, los mandamientos son como un turno con el dentista: vamos porque de lo contrario se nos caen los dientes, pero ¡con qué gusto huiríamos! Para el corazón amante lo que prescriben los mandamientos les suena igual que a un niño a quien le imponen la obligación de comer helado todos los días. ¡No creo que debamos repetírselo dos veces!

         Muchas veces, los educadores (pienso en padres, maestros, profesores y catequistas) caen en este error. Enseñarle a los niños y a los jóvenes que hay que respetar al prójimo, que no hay que robar ni mentir, que hay que evitar las malas conversaciones y los actos impuros, que hay que ir a Misa todos los domingos, y no calumniar, etc., insistiendo sólo en la obligación, el deber, el castigo que merecen los que no cumplen esto, etc., es apuntar la educación hacia un rumbo equivocado.

         ¡Ojo, no quiero decir que esto no sea también necesario! Hay que ser realistas. Santo Tomás, comentando al viejo filósofo Aristóteles, decía: “las palabras persuasivas pueden incitar y mover al bien a muchos jóvenes generosos, que no se hallan sujetos a vicios y pasiones y que poseen nobles costumbres, en cuanto tienen aptitud para las acciones virtuosas”[25], pero “hay muchos hombres que no pueden ser incitados a ser buenos por las palabras, pues no obedecen a la vergüenza que teme la deshonestidad sino que más bien son refrenados por el temor de los castigos. En efecto, no se apartan de las malas acciones por la torpeza de las mismas sino porque temen a los castigos o penas, porque viven según las pasiones y no según la razón… y huyen de los dolores contrarios a los deleites buscados, los cuales dolores les son inferidos por los castigos. Pero no entienden lo que es verdaderamente bueno y deleitable, y tampoco pueden percibir o gustar su dulzura”[26].

         Esto es cierto. Pero reducir toda la educación a esto es un error. No hay que olvidar que los propios padres comienzan a educar a sus hijos antes que cualquier pasión comience a dominarlos. Ellos sí pueden empezar a educarlos en el amor al bien y a los bienes mandados por Dios.

         Por tanto, el principal énfasis que debe darse en la educación, es hacer brillar las virtudes ante los ojos de los niños y jóvenes. ¿Para qué? Para que se enamoren de ellas. El amor hará luego el resto.  ¡Claro que esto es mucho más exigente! Porque  no se puede enseñar a amar lo que uno no ama. Ni exigirles a los demás lo que uno mismo no hace en su vida. La primera enseñanza es la del ejemplo; pero muchos no se animan a dar ejemplo. A muchos les resulta comprometedor tratar de enamorar a sus hijos de bienes y valores tales como el ser fieles a Dios, la obediencia a la Iglesia, el amor por los pobres, la modestia y la castidad, el desprendimiento de las cosas, etc… Tienen miedo que sus hijos les pregunten:  “Pero, si esto es tan hermoso, ¿por qué vos no vivís así?”. Por eso, a los padres o catequistas que no quieren ser virtuosos, que no quieren ser santos, les resulta más cómodo enseñar los mandamientos como si fueran leyes de tránsito: “prohibido doblar en U”, “máxima 60”, “velocidad controlada por radar”, “mantenga la derecha”, “no sobrepase en las curvas”… El camino de la vida se hace muy difícil visto sólo desde ese punto; y por eso, en la primera crisis religiosa o moral, pisan el acelerador, aunque sepan que pueden chocar de frente con un camión.

         Por tanto, resumiendo lo que he querido decir aquí:

         1º Todos los educadores deben prepararse mucho mejor en el conocimiento de la ley moral de Dios. Hay que saber que es una ley de virtudes, y que a esas virtudes apuntan los mandamientos; y que sólo se entiende la belleza de la ley divina cuando se la cumple toda entera. Si estás estudiando un profesorado, una carrera pedagógica, un magisterio, ten esto muy en cuenta.

         2º Hay que interiorizarse con la Ley de Dios. Hay que conocerla de modo sabroso, meditado, interiorizado. Conociendo no sólo lo que manda sino el por qué se manda. Conocer el brillo propio de cada virtud.

         3º Hay que conocer también a los grandes hombres y mujeres que han hecho brillar en sus vidas las virtudes, como Don Orione o la Madre Teresa de Calcuta la caridad con los rechazados, los innumerables mártires la fortaleza, el padre Miguel Pro la alegría y el humor en las pruebas, San Francisco Javier el celo misionero, María Goretti la virginidad hasta el martirio, Santa Teresita la fidelidad a las cosas pequeñas, etc.

         4º Hay que tomarse el trabajo de hablar con los hijos o con nuestros alumnos y amigos sobre los mandamientos y las virtudes, y tomarse el tiempo para educarlos y enamorarlos de Dios. Hay que prepararlos para la vida y para las dificultades. El Padre Lebbe, que fue un misionero que llegó a China a principios del 1900, cuando recién terminaba la persecución de los Boxers que dio muchos mártires a la Iglesia, contaba en sus cartas emocionantes ejemplos de cómo los padres preparaban a sus hijos para que no abandonasen la fe en medio de los tormentos. Él cuenta de un padre que “advertido del peligro que corría, reunía diariamente a sus hijos exhortándoles a mantenerse valientemente hasta la muerte en la fe de Cristo. Este hombre preguntaba a su hijo menor: ‘Si los paganos te ofrecieran el perdón a cambio de renunciar a Cristo, ¿qué contestarías?’. Y el niño respondía: ‘Contestaría: Soy cristiano’. El padre continuaba: ‘Y si te amenazan con la muerte y cortan tus manitos o quieren arrancarte los ojos ¿qué contestarás?’. El muchachito repetía con dulce voz: ‘Que soy cristiano’. Este padre –añade el Padre Lebbe– sufrió el martirio y fue admirado incluso por los paganos por la paz y dicha que su rostro reflejaba”.

         Esos eran padres que amaban más la virtud y la vida eterna de sus hijos que su vida o bienestar terreno. Mucho amaba a su hijo la madre del más pequeño de los mártires chinos canonizados, Andrés Wang Tianquing, de 9 años;  los paganos quisieron salvar al niño, pero a costa de su fe; en ese momento su madre dijo con voz firme: “Yo soy cristiana, mi hijo es cristiano. Tendréis que matarnos a los dos”. Y Andrés murió de rodillas mirando a su madre con una sonrisa; hoy los dos son santos.

         Se podría decir mucho más acerca de este tema. Pero lo dicho creo que basta para mostrar la importancia de educar en las virtudes, apoyándonos en una visión más profunda de los mandamientos de Dios.

         Quiero terminar con una antigua anécdota. Un rito de Iniciación de los niños judíos en la vida de la Sinagoga, a comienzos del 1600, tenía en su ceremonia este diálogo: el rabino, poniendo la punta del Rollo de la Ley en el pecho del niño preguntaba:

         –¿Qué sientes? –Y el niño respondía:

         –Siento un corazón que late. –Entonces el rabino replicaba:

         –¡Es el Corazón de Dios! ¡Escucha su Palabra. Cumple su Ley!

         La ley de Dios es el Corazón viviente de Dios. Quien pretenda arrancarte esta ley no quiere otra cosa que matarte el corazón.

*      *     *

         El que no acepta una ley natural –o los mandamientos divinos– porque esto implica coartar su libertad, debería recordar que la libertad es un gran valor, pero también es un término análogo que puede aplicarse a cosas muy diversas, incluso perdiendo el sentido verdadero. No todo lo que lleva el nombre de libertad es realmente libertad, ni toda dependencia es una esclavitud. Si estás encerrado en una jaula y te escapas de ella, el acto de escaparte bien merece llamarse liberación y tu premio podrá denominarse libertad. Si estás dominado por la droga o por el alcohol y logras desprenderte de sus lazos, bien puedes llamar a esto liberación y tú serás realmente un hombre libre. Si has quedado encerrado en un ascensor, es liberación el salir de él y es libertad lo que experimentas al volver a respirar aire puro en la calle. Si estás agobiado por las penas y las enfermedades, te liberarás cuando te cures y serás libre al recuperar tu salud. Pero si al escalar una montaña resbalas en el hielo y quedas colgando en el vacío sostenido sólo por la soga de seguridad, no llamarás liberación al gesto de cortar la soga, ni podrás considerar libertad el convertirte en una mancha roja sobre el blanco glacial que te aguarda cientos de metros más abajo. Si te arrancas los tubos de oxígeno con que buceas a 80 metros de profundidad, no llamarás liberación a tal imbecilidad, ni te considerarás libre por flotar ahogado en el agua salada. Quitarse un peso de encima no siempre es libertad, como habrá comprendido muy bien la pobre María Antonieta el día que injustamente la guillotina la alivió del peso de su cabeza. Ni todo lazo que nos ata nos esclaviza verdaderamente, como podría decirte, si hablar pudiese, una marioneta para quien vivir es “estar colgado” del titiritero que le da vida en el mundo de un pequeño teatrito de juguete.

         Hay, pues, libertades que son esclavitudes; y servidumbres que son independencias, como dice la Biblia cuando nos recuerda aquella sonora y hermosa sentencia: servir a Dios es reinar.

Bibliografía para ampliar y profundizar

–Santo Tomás, Suma Teológica, I-II, cuestiones 94 y siguientes.

–J. M. Aubert, Ley de Dios, leyes de los hombres, Herder, Barcelona 1979.

–Finnis, John. La ley natural, la moralidad objetiva y el Vaticano II, en: May, W., Principios de vida moral, EIUNSA, Barcelona 1990, pp. 83-102.

–May, W. La ley natural y la moralidad objetiva: una perspectiva tomista, en: Principios de vida moral, EIUNSA, Barcelona 1990., pp. 103-124.

–J. Mausbach y G. Ermecke, Teología Moral Católica, I, Pamplona 1971.

–J. Messner, Ética social, política y económica, a la luz del derecho natural, Madrid 1967.

_________, Ética general y aplicada, Madrid 1969.

–O. N. Derisi, Los fundamentos metafísicos del orden moral, Madrid 1969.

–Ildefonso Adeva, Ley moral, Gran Enciclopedia Rialp, Madrid1991.

–Bernardino Montejano, Ley. Planteamiento general, Gran Enciclopedia Rialp, Madrid1991.

–L. Lachance, El concepto de derecho según Aristóteles y Santo Tomás, Buenos Aires 1953.

–S. Ramírez, Doctrina política de Santo Tomás, Madrid 1952.

–G. Soaje Ramos, Sobre la politicidad del derecho, Mendoza 1958.

–C. Soria, Introducción al tratado de la Ley, en Suma Teológica de S. Tomás de Aquino, ed. bilingüe BAC, VI, Madrid 1956.

[1] San Ireneo, Adversus haereses, 4,15,1.

[2] San Buenaventura, In libros sententiarum, 4,37,1,3.

[3] Juan Pablo II, Discurso de Juan Pablo II a la Congregación para la Doctrina de la Fe, 6 de febrero de 2004, n. 5.

[4] “La ley natural -dice la Encíclica Veritatis Splendor– está escrita y grabada en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar… La ley natural es la misma ley eterna, ínsita en los seres dotados de razón que los inclina al acto y al fin que les conviene; es la misma razón eterna del Creador y gobernador del universo” (VS, 44).

[5] Participatio legis aeternae in rationali creatura (I-II, 94, 2).

[6] El término “teonomía participada” (del griego theos = Dios; nomos = ley; ley divina) aparece en la Enc. Veritatis Splendor: “Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios” (VS, 41).

[7] Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 16.

[8] Juan Pablo II, Carta a los jóvenes y las jóvenes del mundo, 31 de marzo de 1985, n. 6.

[9] “A este respecto, comentando un versículo del Salmo 4, afirma santo Tomás: “El Salmista, después de haber dicho: ‘sacrificad un sacrificio de justicia’(Sal 4,6), añade, para los que preguntan cuáles son las obras de justicia: ‘Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien?’; y, respondiendo a esta pregunta, dice: ‘La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes’, como si la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo  tal es el fin de la ley natural, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros”. De esto se deduce el motivo por el cual esta ley se llama ley natural: no por relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana” (VS, 42).

[10] Cf. I-II, 94, 2-3.

[11] Cf. I-II, 100, 2; Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1955. La Encíclica Veritatis Splendor dice: “Tal “ordenabilidad” [de los actos humanos] es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: estos son exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los “bienes para la persona” que se ponen al servicio del “bien de la persona”, del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley natural” (VS, 79; cf. también, nnº 13, 97).

[12] “Por su propia dignidad, todos los hombres, en cuanto son personas, esto es, dotados de inteligencia y libre voluntad… se sienten movidos por su propia naturaleza y por obligación moral a buscar la verdad, en primer lugar la que corresponde a la religión. También están obligados a adherirse a la verdad, una vez conocida, y a ordenar toda su vida según las exigen­cias de la verdad” (Dignitatis humanae, nº 2).

[13] Escribe Santo Tomás: “Otros hay que se imponen después de atenta consideración de los sabios, y estos son de ley natural, pero tales que necesitan de aquella disciplina con que los sabios instruyen a los rudos” (I-II, 100, 1).

[14] Cf. Santo Tomás, Suppl. q. 65.

[15] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 1956; 2261.

[16] “No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las trasciende. Este ‘algo’ es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea… entraría en conflicto con la experiencia común…” (VS, 53).

[17] Pío XII, Humani generis, DS 3876; Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1960.

[18] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 1958; 2072.

[19] Santo Tomás interpreta de esta manera la permisión de la poligamia de los patriarcas y del libelo de repudio para los judíos (cf. S.Th., Supl. 65-67). En el caso del libelo de repudio el motivo grave era evitar el crimen de conyugicidio o uxoricidio, que los corazones duros de los judíos no hubieran dudado en perpetrar. Algunos Santos Padres (san Juan Crisóstomo, san Jerónimo, san Agustín) y el mismo Santo Tomás deducen que ésta es la dureza del corazón a la que se refiere Cristo, basándose en las palabras del mismo  Deuteronómio (22,13): si un hombre después de haber tomado mujer, le cobrare odio... En el caso de la poligamia el motivo grave era la necesidad de la perpetuación del pueblo elegido en orden al culto al Dios verdadero.

[20] Por eso el Antiguo Testamento, mientras permite el libelo de repudio y la poligamia, condena el concubinato, porque éste contradice la ley natural en sus preceptos primarios: contradice el fin primario intentado por la naturaleza que es la perpetuación de la especie (cf. S.Th., Supl., 65,3-5).

[21] Así, por ejemplo, “no matarás” debe interpretarse adecuadamente como “no cometerás un homicidio injusto”; por tanto, no es excepción a este precepto la licitud de la legítima defensa. Lo mismo se diga de la aparente contradicción entre el precepto de “no robar” y la licitud del uso de los bienes ajenos en caso de extrema necesidad.

[22] Cf. Ockam, II Sent 19,1: “Digo que si bien el odio a Dios, el robo, el adulterio y otras cosas similares de la ley común, tienen una mala circunstancia anexa en cuanto son realizadas por quien está obligado por precepto divino a hacer lo contrario, sin embargo, en cuanto a su ser absoluto (esse absolutum) aquellos actos pueden ser dados por Dios sin la circunstancia mala anexa, e incluso serían realizados meritoriamente por el viador si cayesen bajo el precepto divino”.

[23] Cf. AICA, 30 de abril de 1997.

[24] Juan Pablo II, Evangelium vitae, 48.

[25] San Tomás, In Eth., n. 2140.

[26] San Tomás, In Eth., n. 2141.

 

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